“La Instrucción, designada como Ejercicios de
Entrenamiento para la Reserva de Oficiales, era un asunto para los inadaptados.
Como yo decía: o eso o la gimnasia. Hubiera escogido la gimnasia pero no quería
que los demás vieran los granos de mi espalda. Algo funcionaba mal en todos los
que se apuntaban a la Instrucción. La mayoría eran tipos a los que no les
gustaban los deportes o bien eran forzados por sus padres a escogerla porque
pensaban que era un gesto patriótico. Los padres de los chicos ricos solían ser
más patrióticos porque tenían más que perder si el país se hundía. Los padres
pobres eran bastante menos patrióticos, y a menudo sólo lo profesaban porque
los habían educado así o era lo que se esperaba de ellos. Subconscientemente
sabían que no les iría peor si los rusos, o los alemanes, o los chinos, o los
japoneses gobernaran el país; sobre todo si tenían la piel oscura. Las cosas
incluso podían mejorar. De cualquier modo, como la mayoría de los padres de los
alumnos de Chelsey eran ricos, teníamos un enorme número de tipos haciendo Instrucción.
Por tanto hacíamos marchas bajo el sol y
aprendimos a cavar letrinas, curar picaduras de serpiente, vendar a los
heridos, hacer torniquetes y ensartar al enemigo con las bayonetas. Aprendimos
cómo usar granadas, infiltrarnos, desplegar las tropas: maniobras, retiradas,
avances. Disciplina mental y psíquica. Pasamos por el campo de tiro, ¡bang,
bang!, y obtuvimos nuestras medallas al mejor tirador. Efectuábamos maniobras
reales en el campo, nos metíamos en los bosques y hacíamos una guerra de mentirijillas.
Nos arrastrábamos sobre el estómago con nuestros fusiles en la mano para
sorprender al enemigo. Éramos muy serios. Incluso yo lo era. Había algo en todo
ese asunto que te aceleraba la circulación de la sangre. Era algo estúpido y
todos sabíamos que era estúpido, al menos la mayoría de nosotros, pero algo se
disparaba en nuestros cerebros y todos queríamos participar. Nos adoctrinaba un
viejo militar retirado, el coronel Sussex. Empezaba a ser un tipo senil y
baboso, con sus hilillos de saliva colgando de las comisuras de su boca hasta
alcanzar la barbilla. Nunca decía nada. Tan sólo se paseaba con su uniforme
cubierto de medallas y cobraba su paga del Instituto. Durante nuestras falsas
maniobras portaba un cuaderno y anotaba la puntuación. Se erguía sobre una
elevada colina y hacía —probablemente— anotaciones en su cuaderno. Pero nunca
nos dijo quién había ganado. Cada parte reclamaba la victoria.
El teniente Herman Beechcroft era bastante
mejor. Su padre era dueño de una panadería y de un servicio de repartir comidas
a los hoteles. De todos modos, él era mejor. Siempre pronunciaba el mismo
discursito antes de una maniobra.
—
¡Recordad, tenéis que odiar al enemigo! ¡El enemigo quiere violar a vuestras
madres y hermanas! ¿Queréis que esos monstruos violen a vuestras madres y
hermanas?
El teniente Beechcroft no tenía barbilla en
absoluto. Su rostro caía abruptamente, y donde debiera estar el hueso de la
mandíbula, sólo había un pequeño botón. No sabíamos bien si era una deformidad
o no. Pero sus ojos eran magníficos cuando se enfurecían, eran unos enormes y
deslumbrantes símbolos azules de la guerra y la victoria.
—¡Wbitlinger!
—¡Sí,
señor!
—¿Quieres
que esos tipos violen a tu madre?
—Mi
madre está muerta, señor.
—Oh,
lo siento... ¡Drake!
—¡Sí,
señor!
—¿Quieres
que esos tipos violen a tu madre?
—¡No,
señor!
—Muy
bien. ¡Recordad que esto es la guerra! Aceptamos la clemencia pero nosotros no
la concedemos. Tenéis que odiar al enemigo. ¡Matadle! Un hombre muerto no puede
derrotaros. ¡La derrota es un mal! ¡Los victoriosos escriben la historia!
¡AHORA ID A POR ESOS MAMONES!
Desplegábamos nuestras líneas, enviábamos una
avanzadilla de exploradores y comenzábamos a arrastrarnos entre la maleza. Yo
podía divisar al coronel Sussex sobre la colina con su cuaderno. Éramos los
Azules contra los Verdes. Cada uno de nosotros teníamos una tira de tejido
coloreado atado a nuestro brazo derecho. Nosotros éramos los Azules.
Arrastrarse entre los arbustos era un puro infierno. Hacía calor. Había
insectos, polvo, piedras y espinas. Yo no sabía ni dónde estaba. Nuestro jefe
de escuadrón, Kozak, se había desvanecido. No teníamos comunicaciones.
Estábamos jodidos. Nuestras madres iban a ser violadas. Seguí arrastrándome
hacia adelante, despellejándome y arañándome, sintiéndome perdido y asustado,
pero sobre todo sintiéndome como un tonto. Toda esa tierra vacía y ese cielo
despejado, colinas, arroyos, acres y acres. ¿Quién era el dueño de todo eso?
Posiblemente el padre de uno de esos chicos ricos. No íbamos a capturar nada. Todo
el lugar estaba alquilado al Instituto. NO FUMAR. Repté hacia adelante. No
teníamos cobertura aérea, ni tanques, nada. Éramos un puñado de mariquitas en
una estúpida maniobra, sin comida, mujeres ni sentido. Me levanté, anduve un
poco y me senté apoyando la espalda contra un árbol, dejé mi fusil en el suelo,
y esperé.
Todo el mundo se había perdido y no
importaba. Me quité la tira azul de mi brazo y esperé a una ambulancia de la
Cruz Roja o algo parecido. La guerra posiblemente era el infierno, pero los
intervalos eran aburridos.
Entonces la maleza crujió y de ella salió un
chico que me divisó en seguida. Tenía una banda Verde en su brazo. Un violador.
Me apuntó con su fusil. Yo no tenía ningún distintivo en el brazo y estaba
tumbado en la hierba. Él quería hacer un prisionero. Yo le conocía. Era Harry
Missions. Su padre era el dueño de una compañía aserradora. Seguí apoyado en el
árbol.
—¿Azul
o Verde? —aulló.
—Soy
Mata-Hari.
—¡Un
espía! ¡Yo apreso a los espías!
—Venga
ya, corta el rollo, Harry. Este es un jueguecito de niños. No me jorobes con tu
fétido melodrama.
Los arbustos crujieron de nuevo y apareció el
teniente Beechcroft. Missions y Beechcroft se miraron.
—¡Por
la presente te hago prisionero! —chilló Beechcroft a Missions.
—¡Por
la presente te hago prisionero! —chilló Missions a Beechcroft.
Ambos estaban realmente nerviosos y furiosos,
podía sentirlo.
Beechcroft sacó su sable.
—¡Ríndete
o te atravesaré!
Missions aferró su fusil por el cañón.
—¡Ven
aquí y aplastaré tu maldita cabeza!
Entonces la maleza crujió por todos lados.
Los gritos habían atraído tanto a los Azules como a los Verdes. Seguí apoyado
en el árbol mientras ellos se mezclaban. Hubo un montón de polvo y restregar de
pies y aquí y acullá se oía el maligno crujido de un fusil machacando un
cráneo.
—¡Oh,
Jesús! ¡Oh, Dios mío!
Algunos cuerpos cayeron. Se perdieron
fusiles. Luchaban con los puños y los cuerpos. Vi a dos chicos con distintivo
Verde aferrados en una llave letal. Apareció el coronel Sussex. Sopló
frenéticamente su silbato. Su saliva se esparció por todas partes. Entonces se
metió en el fregado blandiendo su bastón de mando y comenzó a pegar con él a
las tropas. Era bastante bueno. Azotaba como si fuera un látigo y hería como
una cuchilla.
—¡Oh,
mierda! ¡ME RINDO!
—¡No,
pare! ¡Jesús! ¡Piedad!
—¡Mamá!
Las tropas se separaron y quedaron mirándose
unos a otros. El coronel Sussex recogió su cuaderno. Su uniforme no se había
arrugado. Sus medallas seguían en su sitio. Su gorra, inclinada en perfecto
ángulo. Blandió su bastón de mando, lanzándolo al aire, y lo cogió de nuevo,
luego se retiró. Nosotros le seguimos.
Trepamos a los viejos camiones del ejército
con sus lonas rotas que nos habían traído. Arrancaron los motores y partimos.
Nos encarábamos unos a otros sentados en los largos bancos de madera. Todos los
Azules estábamos juntos cuando vinimos sentados en un camión y los Verdes en
otro. Ahora nos habían mezclado y la mayoría de nosotros miraban sus
desgastados y polvorientos zapatos mientras éramos zarandeados de aquí para
allá, de izquierda a derecha, arriba y abajo a medida que el camión pasaba por
las raíces que descollaban en la vieja carretera. Estábamos cansados,
derrotados y frustrados. La guerra se había acabado.”
La senda del
perdedor
Charles Bukowski
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