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“Jane Eyre es una novela sobre el poder
y el conflicto, escrita en una época de inestabilidad política y social en una
ciudad textil del norte industrial de Inglaterra. La inquietud que suscitó la novela a la prensa
conservadora por su reivindicación de la libertad individual; la denuncia del
hambre voraz que reinaba, no solo en el aspecto físico, sino también
intelectual y emocional, y una protagonista conflictiva que desafiaba a la
autoridad, puso en evidencia a una élite
que se sentía amenazada: «Las ideas que
han derrocado a la autoridad y han infringido todo código humano y divino en el
extranjero y que en Inglaterra han promovido el cartismo y la sublevación son
las mismas que se desprenden de Jane Eyre». En Gran Bretaña, durante la
década de los cuarenta del siglo XIX, el movimiento cartista dio voz, a través
de manifestaciones, sublevaciones y huelgas, a la indignación de los
trabajadores, que se encontraban sumidos en la miseria por culpa de la
industrialización y el capitalismo. Las masas, furiosas porque la producción
mecanizada las había hundido en la pobreza, se habían organizado para denunciar
la desigualdad, pedir el sufragio masculino universal y exigir la igualdad de
derechos. La Europa de 1847 se encaminaba de un modo inexorable hacia las
revoluciones de 1848. Charlotte escribió Jane Eyre durante el curso de estos
acontecimientos, y la publicó cuando culminaban en lo que las clases dirigentes
contemplaban como una orgía de violencia que amenazaba la «civilización» misma.
Sin embargo,
¿qué tenía que ver con el cartismo el relato de las penurias y vicisitudes de
una niña huérfana, su escolarización, su trabajo como institutriz, su
integridad cuando rehúsa mantener relaciones sexuales con su patrón, y su feliz
y legítimo matrimonio final? En abril de 1848, después de que las revoluciones europeas se
propagaran por Italia, Alemania y el Imperio austríaco, al mes de la masiva
petición cartista en Londres, la revista Christian
Remembrancer acusó a Jane Eyre
de bullir de «jacobinismo moral»: «Nunca
ha habido un enemigo mejor. “¡Es injusto! ¡Es injusto!”, es el único argumento
del que disponen en contra de [...] los poderes fácticos». En diciembre,
tras el estallido y fracaso de las revoluciones, la Quarterly Review denunció que Jane
Eyre era un libro de fundamentos anticristianos: «Que la novela se lamente de las comodidades de los ricos y las
privaciones de los pobres» comporta «la
reivindicación orgullosa y perpetua de los derechos del hombre, sobre los
cuales no encontramos evidencia ni en la palabra de Dios ni en la providencia
divina».
En 1855, la Blackwood’s Edinburgh Magazine, casi
ocho años después de su publicación, relacionó las revoluciones europeas con Jane Eyre como expresión de las fuerzas
de la anarquía social: «Simplemente, la
olla a presión de la política ha explotado, arroja al caos a vuestro monarca
francés y pone a otro en su lugar. Esta es vuestra verdadera revolución:
Francia es solo uno de los poderes occidentales, pero las mujeres constituyen
la mitad del mundo». La novela se leyó como un manifiesto feminista en un
momento en que las mujeres casadas no estaban representadas en la legislación
y, en el derecho anglosajón, no tenían potestad ni a la propiedad ni al
divorcio; no podían votar ni acceder a la universidad ni a profesión alguna. El
artículo de la Blackwood acusaba a Jane
Eyre de respaldar una sublevación que abocaba a una generación de mujeres
escritoras a la ordinariez y a la violencia. La emancipación femenina conjuraba
los fantasmas de la permisividad sexual y la masculinización de la mujer y
representaba una amenaza para el modelo patriarcal de la familia y el Estado.
Mujeres como George Sand, la femme scandaleuse, la novelista que
fumaba puros y llevaba pantalones, se habían presentado como candidatas en las
elecciones del París revolucionario. Las mujeres habían luchado al lado de los
hombres en las barricadas de París y Viena.
Estas
anatematizaciones de Jane Eyre las
desencadena su trasfondo de autoafirmación apasionada: «Yo me preocupo. Cuanto más absoluta sea la soledad, cuanto más sufra
debido a la falta de amistades, cuanto más desvalida esté en el mundo, mayor
será el respeto que sienta por mí misma». Que Jane se amotine en contra de
sus patrones está en sintonía con la retórica de la pobreza y la enfermedad del
mundo industrializado, donde el pueblo pasa hambre y es tratado como las
máquinas a las que atiende y no honrado como ser humano. Jane exige saber: « ¿Cree que soy una especie de autómata, una máquina sin sentimientos
que puede vivir sin un mísero pedazo de carne ni una gota de agua?». Se
reivindica como igual a su patrón y este no puede negarlo. La promesa de la
protagonista, «obedeceré una ley otorgada
por Dios y sancionada por los hombres», se fundamenta en sus ideas sobre la
capacidad de soberanía del individuo. De
este modo, los derechos humanos se sitúan en el núcleo de la ética de Jane Eyre, y los críticos conservadores
(a menudo, mujeres en una posición anómala que actuaban como policía femenina
del pensamiento en pro de la ideología patriarcal) no iban errados al
identificarlos. El amor entre Jane y
Rochester está politizado: «Esta relación
de amor vertiginosa no es más que una declaración salvaje de los “Derechos
Humanos” desde otra vertiente [...] “Deja que se me lleve, que se aproveche de
mí, que me domine [...] deja que luchemos”». Se interpreta el desafío erótico de Jane a su
patrón como una licencia fruto de una libertad sexual absoluta, consecuencia
del laissez-faire económico.
La autora de Jane Eyre era conservadora y anglicana,
así que no cabía duda de que no simpatizaba con los cartistas ni con los
revolucionarios. Pero Charlotte Brontë usaba un lenguaje
fuerte y extremo, pues, a pesar de oponerse al radicalismo de sus amigas, Martha y Mary Taylor, había
interiorizado su vocabulario. Su
ideología política poseía una doble vertiente: era una mezcla entre el
conservadurismo reaccionario y el individualismo radical, con seguridad, a
causa de haberse visto obligada, como mujer trabajadora, a ganarse la vida en
un mundo que explotaba como mano de obra barata a las mujeres solteras. En opinión del Saturday Review, «el
matrimonio es la profesión de la mujer; y su formación —la de la dependencia—
ha de amoldarse a esta vida; una mujer que no se casa, ha fracasado en su
empresa: las institutrices están mal pagadas porque la mercancía que venden no
tiene ningún valor». Jane Eyre constituye
una denuncia encarnizada de la humillación de las mujeres de clase media,
depauperadas por la élite: los Ingram, una familia rica y terrateniente que
maltrata a las institutrices delante de Jane, son gente despreciable, avariciosa, necia y
vil. La novela no muestra deferencia alguna, e insiste en el valor y la
dignidad del trabajo honrado. Manifiesta que los sirvientes y los criados,
discretos y silenciosos como se supone que deben ser, observan, juzgan y
maldicen a sus «superiores» bajo el techo de sus hogares ostentosos. Eso
horroriza a la señora Reed, que queda estigmatizada por la maldición infantil
de Jane. La obra también denuncia el maltrato infantil en las instituciones
«benéficas». Desenmascara una sociedad enferma, trastornada e hipócrita.
El progreso
económico de Jane resulta una alegoría de su autosuficiencia dentro de un
mercado competitivo donde, como sirvienta, huérfana e institutriz, no pertenece
ni a los criados ni a la clase privilegiada. Las condiciones de trabajo son
tema de discusión entre Jane y su patrón, que «parece olvidar que me paga treinta libras al año justamente para
obedecer sus órdenes». La «relación monetaria», que el profeta social Thomas Carlyle contemplaba, en el mundo
moderno, como un agente deshumanizador de la relación entre el patrón y el
trabajador y que degradaba a ambas partes, es uno de los temas de debate
centrales en Jane Eyre. Cuando la
chica de diecinueve años le dice a su patrón que «ningún ser que haya nacido libre debería someterse ni siquiera por
dinero» a que el patrón lo trate con insolencia, él contesta: « ¡Ja! Me temo que son muchos los que han
nacido libres y están dispuestos a someterse a lo que sea a cambio de un
salario». Las relaciones económicas
se cuestionan de una forma radical. Aun
así, el curso de la trama tiende, en el fondo, al conservadurismo, pues Jane es
una «dama» que resulta tener parientes en la alta burguesía y gana su
«independencia» gracias a la fortuna heredada.
La retórica
incendiaria de la novela nos ayuda a entender por qué su ideología pareció, a
la generación de Charlotte Brontë, tan violentamente subversiva. Como los
cartistas, que se autodenominaban «esclavos
blancos» y se juraban romper sus
cadenas y fugarse de la prisión, la niña Jane, que (de nuevo como los
cartistas) es una lectora voraz y tiene criterio para extraer sus propias
conclusiones de las lecturas, reprende a John Reed con palabras tomadas de las
sublevaciones de esclavos de la antigua Roma y del mundo moderno: « ¡Chico malvado y cruel! [...] te comportas
como un tratante de esclavos, como un emperador romano...». El capítulo segundo
empieza: «No paré de resistirme en todo
el camino [...] como cualquier otro esclavo rebelde, estaba tan desesperada que
habría hecho lo que fuera para escapar». En los primeros capítulos se origina un
diálogo entre la sumisión y la rebeldía, el encarcelamiento y la liberación, la
lucha por la justicia y el deber de resistir, que no se abandona en toda la
obra. La novela es contestataria: « ¿Que
cómo me atrevo, señora Reed? ¿Cómo me atrevo? Porque es la verdad», grita
la niña, agraviada. Jane Eyre habla de esclavitud y revuelta; la emoción que la impulsa es la rabia; y su
temperamento es ardiente. Predominan las imágenes de calor y fuego; de hecho,
Thornfield Hall y su propietario son castigados con un incendio provocado. La
imaginería del fuego (Jane es «ardiente») va encendiendo la prosa. Todos los
lugares donde la protagonista se aloja (Gateshead, Lowood, Thornfield, Moor
House) constituyen una especie de Bastilla de la cual tiene que escapar, ya sea
corriendo, cabalgando o a gatas (de Thornfield).
Los críticos
contemporáneos, que se aproximan a la novela desde la perspectiva del siglo
XXI, ponen el foco sobre la ideología sexual y racial de Jane Eyre. A la protagonista ya no se la considera una
mujer cualquiera, marginal y subversiva, sino alguien que auspicia a la clase
media insular inglesa. Los críticos poscoloniales interpretan que la herencia
de Jane procede del botín de la trata de esclavos; que Bertha Rochester, una
antillana criolla, ya sea blanca o de raza mixta, es demonizada desde una
ideología racista; y que la ficción concluye con un cómodo y exclusivo
matrimonio entre los aristócratas terratenientes. Sostienen que el trato que
recibe Bertha Rochester responde a «una
incontestable ideología por completo imperialista». Esta lectura, el trato de la primera esposa de
Rochester como una maníaca amoral de una raza degenerada, insinúa un racismo
nauseabundo que contamina los valores de la novela y del matrimonio de Jane. Charlotte Brontë confesó que no se había
preocupado mucho por la persona y los aprietos de Bertha, y que nunca los
problemas de raza fueron un asunto relevante en Jane Eyre.
Este enfoque
del supuesto «tema central» de la novela no debería provocar que nos pase
desapercibida la forma con que se aborda con contundencia, por ejemplo, la
institucionalización del maltrato infantil: el subjetivismo mordaz de la obra
familiariza al lector con los horrores del castigo corporal, la hambruna
sistemática y la exposición al frío y a las enfermedades a que se sometía a los
niños indefensos en las instituciones «filantrópicas» y «cristianas». Charlotte
Brontë vio en la novela un medio para desenmascarar a una Inglaterra que se
había construido sobre la violencia hacia los niños y los desamparados. La
denuncia de Jane Eyre es mucho más
sobrecogedora que el descubrimiento en Oliver
Twist, de Charles Dickens (1838),
de las barbaridades que ocurrían en los asilos para pobres después de la Poor Law, pues el lector burgués de Jane Eyre siente una empatía con el
sufrimiento de la niña gracias a la intimidad que crea la narradora en primera
persona, que disuelve el yo del lector en el yo de la niña. Se adentra en la mente de Jane, se estremece
al contemplar los azotes en la espalda desnuda de Helen, le conmueven sus
sentimientos; el lector se ve expuesto al régimen de hambre en la escuela de
Lowood, y se le induce a considerarlo en términos de la advertencia de Cristo: «Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos
míos más pequeños, a mí me lo hicisteis. [...] Apartaos de mí, malditos, al
fuego eterno» (Mateo 25:40-41). La violencia física y la brutalidad eran males
endémicos en todas las escuelas, desde la más elitista hasta la institución más
pobre.
La rebelión
pueril de la «esclava sublevada» hace que el adulto estalle contra la
injusticia del patriarcado. La protesta de Jane resulta explícitamente
feminista en una nación donde millones de personas son silenciadas; este pasaje
crucial del capítulo doce es muestra de ello:
“Resulta absurdo decir que la calma
satisface a los seres humanos. En sus vidas debe haber acción, y si no la
tienen, acabarán buscándola. Millones de personas se ven condenadas a una vida
más monótona que la mía, y son millones los que se rebelan en silencio contra
ese destino. Nadie sabe cuántas rebeliones, al margen de las políticas,
fermentan en la masa de seres vivos que habita la tierra. [...] mujeres y
hombres comparten los mismos sentimientos. Ellas, al igual que sus hermanos,
también necesitan ejercitar sus facultades y un campo donde poder concentrar
sus esfuerzos.”
Usa
expresiones propias de los radicales: la doble mención a «millones» de personas
y «la masa» evoca el aviso de los extremistas a las clases gobernantes de que
los oprimidos superan en gran número a la reducida élite. Los cartistas se
referían a la clase trabajadora como «los millones», un término ideado para
causar temor. La actitud de Jane es explícitamente profética y amenazante: los
oprimidos «deben» tener capacidad de acción, si no, «acabarán buscándola». La
afirmación «mujeres y hombres comparten los mismos sentimientos» contradice una
de las características fundamentales sobre la cual se edifican el Estado y la
familia victorianos (y, por lo tanto, el orden patriarcal). El simbolismo que
prevalece en la novela alude a lo subversivo, a la sublevación, la agitación,
la revuelta, la erupción volcánica, el desorden y la explosión: en este
contexto, el manifiesto feminista que se ha citado más arriba, aunque ahora sus
exigencias nos parezcan insuficientes (la educación y profesionalización de la
mujer), no se podría calificar sino de incendiario.
Jane Eyre fue reconocido enseguida como
un libro escrito en el norte. La autora
vivía en el meollo del radicalismo industrial, cerca de los centros cartistas
de Keighley, Dewsbury, Leeds, Huddersfield y Todmorden. Charlotte Brontë había
sido testigo de la hambruna y el desempleo masivos. Cuando Jane deambula por
los páramos de Whitcross, famélica y sin hogar, es tomada por una vagabunda, y
hasta quizá por una ladrona o una prostituta: aunque la novela en general se
sitúa en una época anterior, en la década de los años veinte del siglo XIX,
este personaje evoca al lector una de las numerosas pordioseras que escapaban,
después de la draconiana New Poor Law de 1834, del desempleo y las calamidades
que sufrieron las mujeres en un mundo en el que dependían de los hombres.”
Stevie Davies
2006
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