“Virata regresó a su choza y durante
toda la noche contempló la blanca maravilla de las estrellas encendidas en la profundidad
del cielo. Llegó la aurora borrando las luces estelares y, como siempre, Virata
llamó a los pájaros para darles de comer. Luego cogió el cayado y regresó a la
ciudad.
Apenas difundida la noticia de que
el santo había abandonado su soledad y se hallaba de nuevo entre los hombres,
el pueblo se lanzó a las calles para contemplarle. Algunos se sintieron llenos
de temor creyendo que su aparición podría ser presagio de alguna desgracia. A
través de la respetuosa ola de la muchedumbre, avanzaba Virata con una dulce
sonrisa en los labios y humildemente saludaba a los hombres; pero por primera vez
en su vida no pudo evitar que su mirada fuese severa. No pronunciaba palabra
alguna.
De esta manera llegó hasta el palacio
del rey. Había pasado ya la hora del consejo y el rey estaba solo. Virata
compareció ante el monarca, y éste, al verle, abrió los brazos para estrecharle
contra sí. Pero Virata se inclinó hasta tocar con la frente en el suelo y besó
el borde de la veste del rey en señal de que quería hacerle una petición.
-Antes de que tus palabras formulen
lo que quieres pedirme, ya lo tienes concedido - dijo el rey-. Es una honra
para mí el tener poder para servir a un hombre prudente y ayudar a un sabio.
-No me des estos nombres - respondió
Virata-, pues mi camino no ha sido nunca recto. Tú me desligaste de la
obligación de servirte y viví como un mendigo lejos de tu puerta. Quise
liberarme de mis culpas y de la responsabilidad de la acción, salir de la red
de las cosas mundanas, de esa red que ha sido tejida por los dioses.
-Me es difícil comprender lo que
dices -respondió el rey-. ¿Cómo puedes haber procedido mal y caer en la culpa
viviendo cerca de Dios?
-He ignorado todo lo malo que había.
He ignorado que nuestros pies están hundidos en la tierra y que nuestros actos
deben ceñirse a la eterna ley. También el dejar de actuar es obrar. No podía
apartar de mí la mirada de los ojos del hermano eterno, esas miradas eternas
que nos hacen buenos o malos contra nuestra voluntad. Por muchas razones soy
culpable, pues me acercaba a Dios y me apartaba de servirle en la vida. Era un
egoísta, pues me preocupaba tan sólo de alimentar mi vida sin servir a la de
los demás. Quiero, pues, volver a servirte.
-No comprendo, Virata, tus palabras.
Dime cuáles son tus deseos para que pueda satisfacerlos.
-Ya no quiero que mi voluntad quede
libre. El que se figura estar libre no tiene ninguna libertad; el que huye de
la acción no huye de la culpa. Solamente el que sirve a otros tiene libertad;
es libre tan sólo el que entrega su voluntad a los demás y pone su fuerza al servicio
de una obra sin preguntar nada. Solamente la mitad de lo que hacemos es obra nuestra:
el principio y el fin pertenecen a los dioses. Libérame de mi voluntad, pues toda
voluntad es confusión y toda obediencia es sabiduría.
-No te comprendo. Me pides que te
haga libre y me pides que te ponga a mi servicio. Libres son los que mandan a
los demás, pero no aquellos que tienen que obedecer. No te comprendo.
-Es natural que tu corazón no pueda
comprender esto, rey mío. ¿Cómo podrías ser rey si lo comprendieses?
Los ojos del monarca se obscurecieron
llenos de ira.
-¿Cómo puedes decir que el poderoso
es tan poca cosa ante Dios como el vasallo?
-No hay nadie grande ni pequeño
ante Dios. Solamente quien sirve y somete su voluntad sin preguntar nada puede
arrojar su culpa y acercarse a Dios. Quien cree y piensa que es capaz de
sojuzgar el mal con su sabiduría, cae en la culpa.
El rey miró a Virata con severo rostro.
-Entonces, ¿todos los servicios son
iguales? ¿Tienen todos la misma importancia ante Dios y ante los hombres?
-Es muy posible, rey mío, que algunos
aparezcan como muy altos a los ojos de los hombres. Pero a los ojos de Dios no
existen diferencias.
El rey miró fijamente a Virata durante
largo tiempo. El orgullo se rebelaba. Pero luego se aplacó contemplando los
blancos cabellos que caían sobre la arrugada frente del anciano que le hablaba,
y pensó que con el tiempo aquel hombre se había vuelto otra vez un niño. Entonces
le dijo, irónicamente, para probarle:
-¿Quieres ser el guardián de los
perros de mi palacio?
Virata inclinó su frente y besó humildemente
el suelo en señal de agradecimiento.”
Los ojos del hermano eterno.
Leyenda
Stefan Zweig
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