5 de gen. 2017

la felicidad de los pececillos


“Samuel Butler compara la vida a un solo de violín que tenemos que interpretar en público mientras aprendemos la técnica del instrumento a medida que ejecutamos la pieza. Una buena descripción, y aplicable también a la muerte: Edmund Knox (antiguo redactor de Punch), agonizando de un cáncer, observaba graciosamente: «Lo malo de estas cosas es lo poco  acostumbrados que estamos a ellas».

La vida nos somete a unos test en los que hemos de improvisar respuestas instantáneas. Pero el talento de la réplica no es dado a todo el mundo: unas veces respondemos algo que no tiene nada que ver, otras nos quedamos mudos; y tenía razón Valéry al asimilar la totalidad de la literatura a una vasta «venganza por encontrar demasiado tarde las réplicas».

Hace tiempo, cuando se produjo un trivial incidente cuyo pleno significado no se me reveló hasta que hubo pasado, no dije esta boca es mía, pero su recuerdo aún me abrasa. Fue con ocasión de un simposio de historiadores organizado por una respetable universidad. Un viejo profesor extranjero, invitado especial, acababa de hablar de la pintura de paisaje de los Song cuando un joven universitario local se adueñó de la tribuna y se lanzó a una larga y apasionada denuncia de la ponencia de su erudito predecesor en el uso de la palabra. No se puede decir que su diatriba fuese muy original, pues rebosaba de todos los lugares comunes de la corriente maoísta, entonces en boga. Apoyado por una entusiasta claque de admiradores autóctonos, el tribuno revolucionario nos explicó que había que estar ciego por culpa de todos los prejuicios del elitismo burgués para admirar la pintura china antigua, obra de explotadores y de parásitos, mientras que el verdadero arte de China—que los mandarines académicos se obstinaban en ignorar—era producido por las masas populares de campesinos, obreros y soldados. En pocas palabras, el latiguillo habitual en la época, totalmente olvidado hoy. La violencia de este ataque sorprendió al viejo profesor, hombre frágil y refinado, pero permaneció en silencio. No quedaba, por lo demás, tiempo ya para el debate, y el presidente levantó precipitadamente la sesión.

Entre la concurrencia, formada en su mayor parte por gente educada y cortés, se había dejado sentir una incomodidad muy real;  pero, en general, cuando a unas personas decentes se las enfrenta a una indecencia masiva, procuran aparentar por todos los medios que no pasa nada.  De hecho, lo más chocante del caso no fueron las banales vociferaciones del joven energúmeno, sino el silencio que guardamos todos nosotros. De repente comprendí la verdad de la frase de Hugo: «Todo sabio es un poco cadáver». Esa reunión académica olía a chamusquina.

Aun desaprobando las malas maneras de su ardoroso colega, la mayoría de aquellos universitarios consideraba en el fondo que, en un debate intelectual, toda opinión es respetable; nadie parecía comprender que lo que se acababa de oír no era una opinión entre otras, sino una constatación de la defunción de la idea misma de universidad. En efecto, lo que el joven ideólogo había proclamado—sin provocar la menor refutación—era lo ilegítimo de los juicios de valor; pero si la verdad no es más que un prejuicio de clase, toda la empresa universitaria queda reducida a una farsa absurda. ¿Cómo se podría estudiar, por ejemplo, la literatura y las artes sin referirse a la noción de calidad literaria y artística? Sin esta referencia, los dibujos animados de Superman y los folletines sentimentales de Barbara Cartland constituirían un tema de estudio tan válido como las obras de Shakespeare y de Miguel Ángel. Es ésta, por lo demás, la conclusión ampliamente adoptada hoy por la universidad.

En una carta (demasiado poco conocida), Hannah Arendt ha recordado que la Verdad no es un resultado de la reflexión, sino su condición previa y su punto de partida: sin una experiencia previa de la Verdad es imposible desarrollar ninguna reflexión. Pero esta evidencia indiscutible de los primeros principios ya había sido ilustrada hace dos mil trescientos años por un célebre apólogo de Zhuang Zi.

Zhuang Zi y el maestro de lógica Hui Zi se paseaban por el puente del río Hao. Zhuang Zi observó: « ¡Mira lo felices que son los pececillos que se agitan ágiles y libres!». Hui Zi objetó: «Si no eres un pez, ¿de dónde sacas que los peces son felices?». «Como tú no eres yo, ¿cómo puedes saber lo que yo sé de la felicidad de los peces?». «Te concedo que yo no soy tú y que, por tanto, no puedo saber lo que tú sabes. Pero como tú no eres pez, no puedes saber si los peces son felices». «Retomemos las cosas desde un principio—replicó Zhuang Zi—. Cuando me has preguntado “¿De dónde sacas que los peces son felices?”, la forma misma de tu pregunta implicaba que sabías que yo lo sé. Pero ahora, si quieres saber de dónde lo sé, pues bien, lo sé desde lo alto del puente».

La felicidad de los pececillos. Cartas desde las antípodas
Simon Leys
traducción de José Ramón Monreal
Acantilado, 2011

pág. 9-11

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