9 de gen. 2017

la justicia de Virata


“Al sexto año de administrar justicia en la escalinata de mármol rosado del palacio real, compareció ante Virata un joven delincuente que pertenecía a la raza de los Kazar, raza salvaje que adoraba a los ídolos de piedra. Sus pies estaban ensangrentados a causa de largos días de caminata, y fuertes cuerdas ligaban estrechamente sus brazos. Los que le llevaban prisionero, dando muestras de gran furor, con los ojos brillantes de cólera bajo las oscuras cejas, le hicieron avanzar hacia la escalinata y le obligaron a ponerse de rodillas delante del juez. Luego todos se inclinaron a su vez con las manos en alto, pidiendo justicia.

Virata miró sorprendido a los extranjeros.

-¿Quiénes sois, hermanos –les preguntó -y quién es ese que comparece atado ante mí? Parece que venís de muy lejos.

El más anciano de ellos se inclinó entonces profundamente y dijo:

-Somos campesinos, señor, pacíficos habitantes del Oeste. Y éste que comparece atado es un monstruo que dio muerte a más hombres que dedos tiene en las manos. Pretendía a la hija de un honrado vecino de nuestro pueblo; pero como es un devorador de perros y un asesino de vacas, el padre se negó a concedérsela como mujer, dándola en cambio como esposa a un honrado comerciante. Entonces este monstruo, lleno de ira, se metió como un lobo en nuestro rebaño y por la noche asesinó al padre y a sus tres hijos y, no satisfecha su ira con esto, siempre que uno de los pastores de su víctima salía por la noche para conducir el ganado a los pastos de la montaña, le asesinaba también. De esta manera ha dado muerte a once hombres de nuestro pueblo, hasta que todos nosotros nos reunimos y salimos a cazarle como una fiera. Y aquí le traemos para que tú hagas justicia y nos libres de ese monstruo.

Virata clavó la mirada en el hombre que permanecía inmóvil, arrodillado a sus pies, con los miembros fuertemente atados con cuerdas.

- ¿Es verdad lo que esos me dicen? - le preguntó.

-¿Quién eres? -preguntó a la vez el acusado- ¿Eres el Rey?

- Soy Virata, su siervo, y el siervo de la ley. Para expiar mis culpas cuido de las culpa y me esfuerzo en distinguir lo verdadero de lo falso.

El acusado permaneció un espacio silencioso. Luego le miró con angustiosa mirada y le dijo:
-¿Cómo puedes tú saber, por lo que te dicen, lo que es verdad y lo que es falso?  ¿Cómo puedes ser sabio si tu sabiduría se fía tan sólo en las palabras de los hombres?
-De tus palabras puedo yo sacar mi respuesta, por tus palabras puedo yo conocer la verdad.

El acusado le lanzó una mirada despreciativa.

-Yo no tengo nada que ver con esos. Y tú, ¿cómo puedes pretender saber lo que he hecho, si yo mismo no sé lo que mis manos hacen cuando se apodera de mi alma la ira?  Yo he hecho justicia al hombre que ha vendido una mujer por dinero, he hecho justicia a sus hijos y a sus siervos. Ellos reclaman contra mí. Yo les desprecio y desprecio también sus palabras.

Al oír esto, la ira se apoderó de todos los que le acompañaban y comenzaron a gritar reclamando justicia contra aquel que, incluso, injuriaba al juez. Uno de ellos, lleno de furia, levantó el bastón para asestarle un golpe, pero Virata dominó con un gesto su furia y con voz tranquila volvió a interrogar a todos. Cuando recibía una contestación de los demandantes, se dirigía al prisionero y le interrogaba a su vez sobre aquella declaración. Entonces el acusado apretaba los dientes, sonreía con malvada sonrisa y repetía:

-¿Cómo intentas saber la verdad valiéndote de las palabras de los demás?

El sol del mediodía brillaba ya sobre sus cabezas cuando Virata dic por terminado  el interrogatorio. Se puso en pie y, según su costumbre, manifestó que no dictaría la sentencia hasta el día siguiente. Al oír esto, los demandantes elevaron las manos sobre sus cabezas.

-Señor -dijeron -, hemos viajado durante siete días en busca de tu dictado y necesitamos otros siete días para regresar a nuestro país. No podemos esperar hasta mañana. Nuestro ganado estará ya sediento, sin nadie que le conduzca a los abrevaderos, y los campos exigen nuestra labor. Señor, esperamos ahora tu sentencia.

Entonces Virata se volvió a sentar en el escalón y permaneció meditando largo rato. Su rostro reflejaba un gran cansancio, su espalda se inclinaba como abrumada por un enorme peso. Jamás le había acontecido el tener que dictar una sentencia en el mismo día, sin haber meditado antes profundamente sus palabras. Durante largo rato permaneció inmóvil, en silencio. Las sombras de la noche iban ya llegando lentamente. Al fin se puso en pie y se dirigió a la fuente para refrescar en ella su rostro y sus manos, para que de esta manera su palabra estuviese limpia del calor de la pasión. Luego dijo:

-¡Que mis palabras estén inspiradas por el único deseo de la justicia! Sobre este hombre pesa la pena de muerte, puesto que ha arrancado violentamente la vida a once hombres. Durante un año madura la vida de un hombre encerrada en el regazo de la madre, así éste estará encerrado un año en la obscuridad de la tierra por cada hombre que él ha matado. Y, como ha derramado once veces la sangre de los hombres, once veces al año será azotado hasta que la sangre salte de su piel, para que de esta manera pague la cuenta de su maldad. Pero no quiero que se le quite la vida, pues la vida es de los dioses y el hombre no puede disponer de lo que es de los dioses. Si mi sentencia es justa, esta justicia será mi mayor recompensa.

Después de estas palabras, Virata se sentó pesadamente en el escalón y los demandantes besaron el peldaño rosado en señal de respeto. El condenado clavó entonces su negra mirada en el juez.

Virata le dijo:

-Te pedí con dulzura que me ayudases contra tus acusadores, pero tus labios han permanecido cerrados. Si hay un error en mi sentencia, reclama ahora ante el eterno Dios, no ante mí, reclama ante tu silencio. Yo quería ser benigno contigo.

El condenado exclamó, entonces:

-Yo no quiero tu dulzura ni creo en ella. ¿Qué clase de benignidad es la tuya que  me arranca de un golpe la vida?

-Yo no te he condenado a muerte.

-Tú haces más que quitarme la vida, me privas de ella con ferocidad. ¿Por qué no me condenas a muerte? He matado hombre tras hombre y tú, en cambio, me dejas abandonado como una carroña en la oscuridad de la tierra, porque tu corazón es cobarde ante la sangre y en tu espíritu no hay fuerza. Tu ley es arbitraria. Tu sentencia no es sentencia, es tortura. Mátame, puesto que he matado.

-Ya te he juzgado y sentenciado.

-¿Dónde está la medida de tu sentencia? ¿Qué medida tienes, juez, para medir? ¿Quién te ha azotado a ti para que sepas lo que significa el látigo? ¿Cómo puedes contar los años como sí lo mismo fuesen tus horas pasadas a la luz que las horas pasadas en la oscuridad de la tierra? ¿Has estado alguna vez en la cárcel para que puedas darte cuenta de las primaveras que arrancas a mi vida? ¡Eres un ignorante, no un juez! Solamente aquel que interviene en la batalla sabe de ella, no aquel que la dirige desde lejos. Únicamente quien ha experimentado el sufrimiento puede medir el sufrimiento. Sólo el culpable puede medir tu orgullo para castigarle. Tú eres el más culpable de todos. Yo me he visto cegado y arrebatado por la pasión de mi vida, por la angustia de mi miseria; pero tú dispones a sangre fría de mi vida, me mides con una medida que tu mano no tiene y con un peso que tu mano no ha sostenido nunca. Estás en la silla de la justicia, pero no puedes sentarte en ella como un juez. ¡Mides con la medida de la arbitrariedad! ¡Márchate de la silla de la justicia, ignorante juez, y no juzgues a los hombres vivos con la muerte de tus palabras!”
Los ojos del hermano eterno. Leyenda
Stefan Zweig




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