“Al sexto año de administrar justicia en la escalinata de mármol rosado
del palacio real, compareció ante Virata un joven delincuente que pertenecía a
la raza de los Kazar, raza salvaje que adoraba a los ídolos de piedra. Sus pies
estaban ensangrentados a causa de largos días de caminata, y fuertes cuerdas
ligaban estrechamente sus brazos. Los que le llevaban prisionero, dando
muestras de gran furor, con los ojos brillantes de cólera bajo las oscuras
cejas, le hicieron avanzar hacia la escalinata y le obligaron a ponerse de
rodillas delante del juez. Luego todos se inclinaron a su vez con las manos en
alto, pidiendo justicia.
Virata miró sorprendido a los extranjeros.
-¿Quiénes sois, hermanos –les preguntó -y quién es ese que comparece
atado ante mí? Parece que venís de muy lejos.
El más anciano de ellos se inclinó entonces profundamente y dijo:
-Somos campesinos, señor, pacíficos habitantes del Oeste. Y éste que
comparece atado es un monstruo que dio muerte a más hombres que dedos tiene en
las manos. Pretendía a la hija de un honrado vecino de nuestro pueblo; pero
como es un devorador de perros y un asesino de vacas, el padre se negó a
concedérsela como mujer, dándola en cambio como esposa a un honrado
comerciante. Entonces este monstruo, lleno de ira, se metió como un lobo en nuestro
rebaño y por la noche asesinó al padre y a sus tres hijos y, no satisfecha su
ira con esto, siempre que uno de los pastores de su víctima salía por la noche
para conducir el ganado a los pastos de la montaña, le asesinaba también. De
esta manera ha dado muerte a once hombres de nuestro pueblo, hasta que todos
nosotros nos reunimos y salimos a cazarle como una fiera. Y aquí le traemos
para que tú hagas justicia y nos libres de ese monstruo.
Virata clavó la mirada en el hombre que permanecía inmóvil, arrodillado
a sus pies, con los miembros fuertemente atados con cuerdas.
- ¿Es verdad lo que esos me dicen? - le preguntó.
-¿Quién eres? -preguntó a la vez el acusado- ¿Eres el Rey?
- Soy Virata, su siervo, y el siervo de la ley. Para expiar mis culpas
cuido de las culpa y me esfuerzo en distinguir lo verdadero de lo falso.
El acusado permaneció un espacio silencioso. Luego le miró con
angustiosa mirada y le dijo:
-¿Cómo puedes tú saber, por lo que te dicen, lo que es verdad y lo que
es falso? ¿Cómo puedes ser sabio si tu
sabiduría se fía tan sólo en las palabras de los hombres?
-De tus palabras puedo yo sacar mi respuesta, por tus palabras puedo yo
conocer la verdad.
El acusado le lanzó una mirada despreciativa.
-Yo no tengo nada que ver con esos. Y tú, ¿cómo puedes pretender saber
lo que he hecho, si yo mismo no sé lo que mis manos hacen cuando se apodera de
mi alma la ira? Yo he hecho justicia al
hombre que ha vendido una mujer por dinero, he hecho justicia a sus hijos y a sus
siervos. Ellos reclaman contra mí. Yo les desprecio y desprecio también sus
palabras.
Al oír esto, la ira se apoderó de todos los que le acompañaban y comenzaron
a gritar reclamando justicia contra aquel que, incluso, injuriaba al juez. Uno de
ellos, lleno de furia, levantó el bastón para asestarle un golpe, pero Virata
dominó con un gesto su furia y con voz tranquila volvió a interrogar a todos. Cuando
recibía una contestación de los demandantes, se dirigía al prisionero y le
interrogaba a su vez sobre aquella declaración. Entonces el acusado apretaba los
dientes, sonreía con malvada sonrisa y repetía:
-¿Cómo intentas saber la verdad valiéndote de las palabras de los demás?
El sol del mediodía brillaba ya sobre sus cabezas cuando Virata dic por
terminado el interrogatorio. Se puso en
pie y, según su costumbre, manifestó que no dictaría la sentencia hasta el día
siguiente. Al oír esto, los demandantes elevaron las manos sobre sus cabezas.
-Señor -dijeron -, hemos viajado durante siete días en busca de tu
dictado y necesitamos otros siete días para regresar a nuestro país. No podemos
esperar hasta mañana. Nuestro ganado estará ya sediento, sin nadie que le
conduzca a los abrevaderos, y los campos exigen nuestra labor. Señor, esperamos
ahora tu sentencia.
Entonces Virata se volvió a sentar en el escalón y permaneció meditando
largo rato. Su rostro reflejaba un gran cansancio, su espalda se inclinaba como
abrumada por un enorme peso. Jamás le había acontecido el tener que dictar una
sentencia en el mismo día, sin haber meditado antes profundamente sus palabras.
Durante largo rato permaneció inmóvil, en silencio. Las sombras de la noche
iban ya llegando lentamente. Al fin se puso en pie y se dirigió a la fuente
para refrescar en ella su rostro y sus manos, para que de esta manera su
palabra estuviese limpia del calor de la pasión. Luego dijo:
-¡Que mis palabras estén inspiradas por el único deseo de la justicia!
Sobre este hombre pesa la pena de muerte, puesto que ha arrancado violentamente
la vida a once hombres. Durante un año madura la vida de un hombre encerrada en
el regazo de la madre, así éste estará encerrado un año en la obscuridad de la
tierra por cada hombre que él ha matado. Y, como ha derramado once veces la
sangre de los hombres, once veces al año será azotado hasta que la sangre salte
de su piel, para que de esta manera pague la cuenta de su maldad. Pero no quiero
que se le quite la vida, pues la vida es de los dioses y el hombre no puede
disponer de lo que es de los dioses. Si mi sentencia es justa, esta justicia será
mi mayor recompensa.
Después de estas palabras, Virata se sentó pesadamente en el escalón y
los demandantes besaron el peldaño rosado en señal de respeto. El condenado
clavó entonces su negra mirada en el juez.
Virata le dijo:
-Te pedí con dulzura que me ayudases contra tus acusadores, pero tus
labios han permanecido cerrados. Si hay un error en mi sentencia, reclama ahora
ante el eterno Dios, no ante mí, reclama ante tu silencio. Yo quería ser benigno
contigo.
El condenado exclamó, entonces:
-Yo no quiero tu dulzura ni creo en ella. ¿Qué clase de benignidad es
la tuya que me arranca de un golpe la
vida?
-Yo no te he condenado a muerte.
-Tú haces más que quitarme la vida, me privas de ella con ferocidad.
¿Por qué no me condenas a muerte? He matado hombre tras hombre y tú, en cambio,
me dejas abandonado como una carroña en la oscuridad de la tierra, porque tu corazón
es cobarde ante la sangre y en tu espíritu no hay fuerza. Tu ley es arbitraria.
Tu sentencia no es sentencia, es tortura. Mátame, puesto que he matado.
-Ya te he juzgado y sentenciado.
-¿Dónde está la medida de tu sentencia? ¿Qué medida tienes, juez, para
medir? ¿Quién te ha azotado a ti para que sepas lo que significa el látigo?
¿Cómo puedes contar los años como sí lo mismo fuesen tus horas pasadas a la luz
que las horas pasadas en la oscuridad de la tierra? ¿Has estado alguna vez en
la cárcel para que puedas darte cuenta de las primaveras que arrancas a mi
vida? ¡Eres un ignorante, no un juez! Solamente aquel que interviene en la
batalla sabe de ella, no aquel que la dirige desde lejos. Únicamente quien ha experimentado
el sufrimiento puede medir el sufrimiento. Sólo el culpable puede medir tu orgullo
para castigarle. Tú eres el más culpable de todos. Yo me he visto cegado y
arrebatado por la pasión de mi vida, por la angustia de mi miseria; pero tú dispones
a sangre fría de mi vida, me mides con una medida que tu mano no tiene y con un
peso que tu mano no ha sostenido nunca. Estás en la silla de la justicia, pero
no puedes sentarte en ella como un juez. ¡Mides con la medida de la arbitrariedad!
¡Márchate de la silla de la justicia, ignorante juez, y no juzgues a los
hombres vivos con la muerte de tus palabras!”
Los ojos del hermano eterno. Leyenda
Stefan Zweig
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada