por Henry
Rivas
Análisis
de obras literarias
03/05/2008
“(…) El viejo y el mar no se reduce a contarnos las peripecias por las que pasa un viejo pescador para atrapar un pez fuerte y voluminoso, y la decepción que sufre cuando ve que su capacidad de defensa no es suficiente para evitar que los tiburones devoren poco a poco su codiciada presa. En caso contrario, este relato de aventuras marinas podría resultar divertido pero carecería de todo valor estético. Lo que nos revela aquí Hemingway es el sentimiento de vinculación fraternal que alienta en el viejo pescador respecto a muchas realidades de su entorno, incluso aquellas a las que agrede y mata en función de su oficio de pescador. Al ver los delfines que nadan y resoplan en torno al bote, exclama: «Son buena gente, dijo. Juegan y bromean y se aman entre ellos. Son nuestros hermanos, como los peces voladores. Entonces empezó a sentir lástima del gran pez que había enganchado.
(…) La estructura que sostiene
la acción dramática se basa en una poderosa trama en la que Santiago, el viejo,
debe luchar con el enemigo más difícil de vencer: la naturaleza. Y la
naturaleza es personificada por el mar con sus grandes peces y tal vez se deba
incluir al destino también. El mismo protagonista y los demás pescadores, creen
en el propio destino. En este caso todos están convencidos que el destino
conduce a Santiago al fracaso. Aquí surge una pregunta: ¿Podrá el viejo lograr
su cometido antes de que desfallezca? Sólo hay dos opciones.
Hay una sub-trama. Se trata de Manolín quien acompaña al viejo pescador hasta su salida a la mar número cuarenta sin éxito. El viejo Santiago desea y ruega que el muchacho vuelva con él y lo acompañe en sus días solitarios, pero eso no es posible debido a su mala suerte. La vida de Santiago está ligada a los peces que logre llevar a puerto. El no cejará en su intento por conseguirlo, de ello dependerá su suerte para no sucumbir, pues ya lleva 84 días de malas. He ahí la importancia y urgencia del viejo a enganchar un pez. Y ese día -el día 84 - justamente, pica un gran pez espada, y el viejo lucha con él tres días consecutivos. En una lucha de titanes, como esa vence el que tiene más inteligencia, de eso el viejo estaba convencido: el hombre es superior al animal, pero "...a Dios gracias, los peces no son tan inteligentes como los que los matamos, aunque son más nobles y más hábiles."
(…) El mar se presenta ante el pescador como un gran campo de posibilidades, un «ámbito de realidad» lleno de dinamismo, de posibles interrelaciones y, por ello, desbordante de belleza. Casi todos los elementos de ese ámbito inmenso e inagotable constituyen para el protagonista un haz de posibilidades creadoras. De ahí su afecto fraternal hacia todos ellos. Un lugar especial lo ocupan los peces voladores. Pero también estima «las pequeñas, delicadas y oscuras golondrinas de mar que andaban siempre volando y buscando y casi nunca encontraban»; y las medusas, «con sus largos y mortíferos filamentos purpurinos», y las benéficas tortugas, y los patos salvajes, las marsopas, los bonitos y los delfines... Al mar pertenecen también la multitud de pajaritos que vuelan muy bajo sobre el agua, y las estrellas que relucen en lo alto. «Estoy tan despejado como lo están las estrellas, que son mis hermanas»
En toda la novela hay poca
descripción de los dos personajes principales. Para describir al viejo,
Hemingway sólo emplea un párrafo, y más que nada, detalla las manchas y arrugas
en la cara y dice que sus ojos son del color del mar, después da esporádicos
datos con alguna otra característica del personaje. Hemingway en una
oportunidad llamó "iceberg" a la técnica de no mostrar todos los
datos de la historia, similar a un verdadero iceberg en la cual sólo se puede
"ver" una pequeña parte de su real dimensión. Esta técnica fue
llamada "el dato escondido" por Vargas
Llosa.
En la obra se conoce muy poco acerca del pasado del viejo, apenas se menciona que en una pared él tenía una foto de su esposa pero que la quitó porque lo hacía sentirse muy solo, no se menciona si tuvo hijos. Acerca de la localidad, se sabe que el puerto está cercano a La Habana, no sabemos sin embargo el nombre, tampoco aparece en forma directa algún otro personaje aparte del protagonista que en alguna parte se dice que se llama Santiago y el muchacho que por ahí encontramos que se llama Manolín. En ésta novela corta y el cuento "Los Asesinos" podemos reconocer algo del estilo minimalista que caracterizó a Hemingway desde sus primeros cuentos en 1925. La técnica de Hemingway que influyó grandemente en los escritores más jóvenes, es exitosa porque construye un realismo hecho desde el punto de vista del lector, no del autor como era antes. En estas dos obras de Hemingway, el lector forma su propia opinión acerca del personaje y la conclusión. El lector es inducido a imaginar ciertas partes tal como se imagina la cantidad de hielo que hay debajo del iceberg en el mar. Y ello con tan sólo leer unos cuantos datos que dosifica el autor y no una descripción completa. Esto se nota en el cuento "Los Asesinos", no se llega a saber cuáles fueron los motivos por el cual el sueco es perseguido por los asesinos y solo se supone que es algo malo relacionado con la mafia de Chicago. Este estilo moderno tiene su mayor ventaja en que el lector, al haber sido obligado a usar su imaginación para completar el retrato del personaje o la escena o la localidad, grabará en su memoria tales hechos por un periodo más largo, lo que no ocurre con la técnica antigua en la que todo le es dado al lector: casi masticado.
(…) Más de la mitad de la obra está consagrada al relato de la captura de un pez. (…) Es el caso de Santiago, nuestro viejo pescador. Hace ya mucho tiempo que trabaja en vano. Desea ardientemente obtener alguna presa que le permita subsistir. Tras una larga y esforzada espera, de repente nota que un pez ha mordido el anzuelo. Sería perfectamente comprensible que intentara febrilmente rematarlo y llevarlo a tierra, como una simple presa. Pero el pescador no es reduccionista, no reduce de rango a los peces que captura. Les da todo su valor, los estima grandemente, sobre todo cuando son fuertes y nobles y se resisten a entregarse. Naturalmente, los valora en el aspecto económico porque vive de la pesca, pero, lejos de reducirlos a mero objeto de canje, establece con ellos un diálogo entrañable. En cuanto ve al pez que acaba de atrapar, se asombra de su tamaño y su belleza. A medida que lucha con él, admira su fuerza, su valor y tenacidad. Pero no se ablanda, se mantiene en su puesto de pescador tenaz en su actividad y consciente de su papel. «El pez es también mi amigo -dijo en voz alta-. Jamás he visto un pez así, ni oído hablar de él. Pero tengo que matarlo».
Le da pena el pez, que no tiene nada que comer, pero prosigue la dura tarea de retenerlo junto al bote porque ésa es la quintaesencia de su oficio: «Luego sintió pena por el gran pez, que no tenía nada que comer, y su decisión de matarlo no decayó en ningún momento a causa de tal pesar. A cuánta gente puede alimentar, pensó. Pero ¿serán dignos de comerlo? No, por supuesto que no. No hay nadie digno de comerlo, si tenemos en cuenta su comportamiento y su gran dignidad». «Me gustaría dar de comer al pez, pensó. Es mi hermano. Pero tengo que matarlo y cobrar fuerzas para hacerlo».
Pero no sólo lamenta el daño que está infringiendo al animal, que es un ser vivo y siente, sino que dialoga con él, y este esbozo de comunicación tiene en la soledad del océano una resonancia especial que llena el ánimo del pescador y le hace no sentirse del todo aislado. «¿Cómo te sientes pez? -preguntó en voz alta-. Yo me siento bien y mi mano izquierda está mejor y tengo comida para una noche y un día. Sigue tirando del bote, pez».
El viejo pescador no realiza su
duro trabajo con prepotencia y menos con rencor o rabia, porque no toma al pez
como un enemigo, ni siquiera como un adversario; lo considera un compañero de
juego en la lucha por la vida. En esta contienda, cualquiera de ellos dos puede
perder, y el pescador lo acepta como algo natural. «Me estás matando, pez,
pensó el viejo. Pero tienes derecho a ello. Hermano, jamás he visto cosa más
grande, ni más hermosa, ni más tranquila ni más noble que tú. Ven y mátame. No
me importa quién mate a quién».
En su interior se aunaba la admiración por el pez y el deseo de adueñarse de él y sacarle todo el provecho que podía tener para él y otras personas. «Virgen bendita, ruega por la muerte de este pez. Aunque es tan maravilloso.» En la misma línea se hallan muchas otras manifestaciones del pescador. «Pez -dijo-, yo te quiero y te respeto mucho. Pero acabaré con tu vida antes de que acabe el día.» «Cristo, no sabía que fuera tan grande. Sin embargo, lo mataré, dijo. Con toda su grandeza y su gloria».
Hasta tal punto llega el aprecio del pescador por el pez que, cuando los tiburones lo atacan, es como si lo agredieran a él. «No quería mirar al pez desde que había sido mutilado. Cuando el pez había sido atacado, fue como si lo hubiera sido él mismo». Cuando el pez fue convertido en una «ruina» por los tiburones, y carecía de figura, el pescador sintió dificultad para hablar con él. Pero, aún entonces, ideó una fórmula para seguir comunicándose: «Medio pez, dijo; el pez que has sido. Siento haberme alejado tanto mar adentro. He arruinado a los dos, a ti y a mí. Pero hemos matado muchos tiburones, tú y yo, y hemos arruinado a muchos otros. ¿Cuántos has matado tú en tu vida, viejo pez? Tú no tienes esa espada en la cabeza en vano».
A través de la narración se va poniendo al trasluz el modo íntimo de ser del viejo pescador, su actitud ante las circunstancias adversas, su valoración del oficio al que consagra su vida, su arte de superar la soledad.
En principio, el pescador aparece como un anciano que lucha por sobrevivir frente a la mala suerte. Lleva ochenta y cuatro días sin haber pescado nada. Se adentra en el mar temerariamente y entabla una lucha denodada con un pez gigantesco. Al fin, parece haber logrado una presa valiosa. La dureza de la lucha muestra que el viejo pescador tiene por lema en la vida no darse por vencido. Carece de provisiones y tiene que alimentarse de peces crudos para no desfallecer y proseguir el esfuerzo. Constantemente se insta a sí mismo a tomar alimento, pese a la náusea que le produce. Sufre calambres, las manos se le llagan, el cuerpo entero se le vuelve dolorido. Para cobrar ánimo, se desdobla y habla con sus manos y las insta a que se curen pronto para permitirle rematar la magnífica tarea que está realizando. De cuando en cuando se anima a sí mismo, se reprende, se aconseja. Todo con un fin bien preciso: no quedar derrotado.
Se trata de un hombre anciano, pero fuerte y vivaz, lleno de fe en la vida, de esperanza y humildad. «Todo en él era viejo, excepto sus ojos, y éstos tenían el mismo color que el mar y eran alegres e invictos.» Partía de la convicción de que «el hombre no está hecho para la derrota»; «un hombre puede ser destruido pero no derrotado». En los momentos más duros de su lucha con el pez se da ánimo a sí mismo con objeto de no desfallecer: «No puedo fallarme a mí mismo y morir ante un pez como éste -dijo-».
Esa voluntad de victoria no responde a amor propio o a afán de dominio y posesión, sino a conciencia de la propia dignidad como pescador. Cuando el pez da un brinco y le muestra toda su grandeza, comenta: «Me gustaría mostrarle qué clase de hombre soy. Pero entonces él vería mi mano con calambre. Que piense que soy más hombre de lo que soy, y lo seré». «... Le mostraré lo que puede hacer un hombre y lo que aguanta».
(…) Solía pensar mucho en la soledad del mar, y se pregunta si no habrá sido un pecado el haber matado al pez, y concluye que en el gran juego de la vida ambos, el pez y él, han desempeñado su papel, el que tienen asignado. «Tú naciste para ser pescador y el pez nació para ser pez». «No has matado el pez -pensó- únicamente para sobrevivir y venderlo para comer. Lo has matado por orgullo y porque eres pescador. Lo amabas cuando estaba vivo y lo amabas después. Si lo amas, no es pecado matarlo. ¿O lo es más todavía?».
El buen hombre se da cuenta de que está metiéndose en honduras insondables del pensamiento y se dice a sí mismo en voz alta: «Piensas demasiado, viejo». Pero nunca es demasiado cuando se trata de ahondar en el sentido de la propia vida. La vida es una lucha noble entre seres que juegan el papel que les viene señalado por su especie o por la propia vocación y las circunstancias que la deciden. De ahí que Santiago, el pescador, después de recordar que mató al pez en defensa propia y de que lo mató bien, añade: «El pescar me mata a mí exactamente en la misma medida en que me mantiene vivo».
Al pronunciar esta frase, una luz se enciende súbitamente en la mente del anciano, que asciende del nivel en que se da la relación entre el pescador y sus posibles presas, y se percata de que en realidad quien lo sostiene en la vida es la relación de amistad con el muchacho. «El muchacho sostiene mi vida, pensó. No debo engañarme demasiado a mí mismo».
Esta doble observación constituye uno de esos fogonazos que iluminan el núcleo de las obras literarias y permiten penetrar en su sentido más profundo. (…) Para descubrir la fuerza de la amistad verdadera, desinteresada, debemos seguir las peripecias del pescador y vivir con él la inmensa decepción de ver cómo los tiburones, en sucesivas oleadas, van llevándose a dentelladas la carne del gran pez, amarrado al bote, y reduciendo a pavesas las esperanzas del anciano. Éste lucha bravamente más por amor al pez que por conservar una fuente de recursos. Lo hace con tesón y valentía, pero sin odio. Incluso admira a los tiburones, por ser hermosos y nobles y no conocer el miedo.
Al fin se ve impotente para defender a su pez y acepta con serenidad que la espléndida figura de éste se vea reducida a un esqueleto. Se siente inmensamente cansado, «cansado por dentro», espiritualmente. Sin embargo, no se entrega al desaliento. Sabe perder. Parece notar cierto alivio cuando se percata de que todavía está vivo a juzgar por los dolores que siente. Se ve «al fin derrotado y sin remedio», pero se sitúa en la popa y pone todo su empeño en gobernar bien el bote, sin hacer caso de los tiburones que acuden a liquidar la carroña. Había asimilado noblemente la derrota y no sentía el menor rencor ni rabia. «Navegaba ahora livianamente y no tenía pensamientos ni sentimientos de ninguna clase. Ahora ya lo había pasado todo y gobernaba el bote para llegar a su puerto lo mejor y más inteligentemente posible».
Ese estado de ánimo le permite ver el lado bueno de cuanto lo rodea y considera como su amigo al viento que hincha la vela del bote y le permite navegar con rapidez hacia casa. Y ve como amigo al «gran mar, con nuestros amigos y nuestros enemigos», y, sobre todo, la cama se le apareció ahora como la gran amiga: «La cama es mi amiga. La cama y nada más, pensó. La cama será una gran cosa». Por eso piensa que sobrellevar la derrota es mucho más fácil de lo que jamás hubiera pensado. Y, cuando se pregunta quién lo ha derrotado, no piensa en los implacables tiburones; se echa a sí mismo la culpa con toda serenidad: «Me alejé demasiado mar adentro». Ya anteriormente, cuando pensaba que quizá tuviera suerte y pudiera llegar a puerta con la mitad delantera del pez intacta, rechaza tal posibilidad diciendo: «Has violado tu suerte cuando te alejaste demasiado de la costa». Esta observación nos recuerda la maldición que recayó sobre el «holandés errante» por haber traspasado los límites marcados a los navegantes y que Richard Wagner inmortalizó en su conocida ópera.
(…) tras la dolorosa derrota sufrida, el recuerdo del muchacho y de las buenas gentes del pueblo le dé ánimos para recoger las últimas fuerzas que le quedan y rehacer el camino de vuelta. Al encontrarse de nuevo con Manolín, «notó lo agradable que es tener alguien con quien hablar en vez de hablar sólo consigo mismo y con el mar». El pescador le dijo al muchacho: «Te he echado de menos». Manolín pone de manifiesto su entrañable afecto al anciano: llora abiertamente, lo cuida, pide que no le molesten, intenta animarlo, proponiéndole trabajar juntos en adelante, le insta a curarse las manos y los pulmones... Este amor desinteresado y leal llena con creces el inmenso vacío interior de un viejo luchador que se ve abandonado por la suerte.
Ese vacío queda expresado dramáticamente en la imagen del esqueleto del gran pez, que ahora «no era más que basura a la espera de que se la lleve la marea». Después de la gran soledad y la amarga decepción, adquiere un relieve y valor especial la imagen que cierra la obra: el muchacho velando el sueño del anciano desvalido.”
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