“Sergio O’Kane estaba preguntando a Damián Lobo con qué pez se identificaba más:
—¿Con el tiburón, con la sardina...?
—Con el tiburón, no —respondió Lobo—, carezco de la agresividad que le es propia, soy una persona con escrúpulos. Tampoco con la sardina. No sé, quizá con la morena.
—¿Por qué la morena?
—No es gregaria, se mimetiza con el paisaje, y vive en aguas tropicales. Yo soy un poco friolero.
Sergio O’Kane no existía, era una construcción mental que Damián Lobo utilizaba para hablar consigo mismo. Le contaba cuanto le ocurría, y por lo general en el momento de ocurrirle, a través de una entrevista imaginaria que mantenía con él desde la mañana hasta la noche. El encuentro se retransmitía por televisión para todo el mundo, con traducción simultánea en aquellos países donde no se hablaba español. En la fantasía de Lobo, se llevaba a cabo en directo, con público en el estudio, y gozaba de una audiencia incalculable.
En el principio, O’Kane era apenas una voz interior, sin rostro ni historia. Con el paso de los años, Damián Lobo lo había ido dotando de una apariencia física y de una esquemática biografía. Natural de Madrid, O’Kane era hijo de un diplomático norteamericano, de ahí su apellido. De unos cuarenta y cinco años y raza aria, medía un metro ochenta y, aunque delgado, su abdomen sobresalía ligeramente del plano de su tórax. Llevaba siempre trajes oscuros, camisa blanca y corbatas algo extravagantes, sujetas a la camisa por un pasador de oro. Se abrochaba el botón central de la chaqueta al levantarse y se lo desabrochaba al sentarse con un gesto de los llamados casuales cuya elegancia fascinaba a Damián.
El magnetismo de su rostro se concentraba en los ojos, de color amarillo, y en la boca, cuyos labios, muy gruesos, mostraban al dilatarse una dentadura extensísima, como si poseyera más piezas de las habituales. La nariz, correcta y proporcionada, pasaba inadvertida entre aquellos accidentes faciales. La frente, lisa y amplia, se prolongaba en unas entradas profundas que, lejos de disimular, exhibía alisándose el pelo hacia atrás.
—Sigue usted en el paro después de que le despidieran sin contemplaciones, hace más de dos meses, de la empresa en la que llevaba trabajando veinticinco años —le había dicho O’Kane.
—Y en la que entré a los dieciocho —puntualizó Damián.
—Debe de haber sido muy duro. Díganos, ¿qué piensa del capitalismo sin alma?
Damián Lobo meditó unos instantes y respondió que él se había desenvuelto en el capitalismo como los peces en el agua.
—Sin comprender el medio —añadió—, igual que el pulpo no necesita comprender el océano para vivir en él.
—Y, en ese ecosistema, usted, señor Lobo, ¿con qué pez se identifica más, con el tiburón, con la sardina...?
—Con el tiburón, no, desde luego. Carezco de la agresividad que le es propia. Soy una persona con escrúpulos. Tampoco con la sardina. No sé, quizá con la morena.”
Desde la sombra
Juan José Millás
Seix Barral, 2016
Pág. 11-13
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