1986
“No había vuelto a ver propiamente al señor Halloran desde aquel día en la feria. Aquel «terrible día en la feria», lo llamaba para mis adentros. Es decir, lo había visto —por el pueblo, paseando junto al río, en la fiesta de Gav el Gordo—, pero en realidad no habíamos hablado.
Cosa que podría parecer un poco extraña, teniendo en cuenta lo ocurrido. Pero el hecho de que nos viéramos envueltos en una situación pavorosa no significa que se hubiera establecido de pronto un vínculo extraordinario entre nosotros. Por lo menos, eso es lo que yo creía en ese entonces.
Empujaba la bici a través del parque para reunirme con los demás en el bosque cuando lo vi. Estaba sentado en un banco, con un bloc de dibujo sobre las rodillas y una pequeña bandeja con lápices o algo así al lado. Llevaba vaqueros negros, botas gruesas y una camisa suelta blanca con una estrecha corbata negra. Como siempre, iba tocado con un sombrero grande para protegerse del sol. Aun así, me sorprendió que no estuviera derritiéndose. Yo tenía calor, y eso que solo llevaba una camiseta, un pantalón corto y mis viejas zapatillas deportivas.
Me detuve un momento, indeciso. No sabía qué decirle, pero tampoco podía pasar por delante fingiendo que no lo conocía. Mientras me debatía por dentro, él alzó la vista y reparó en mí.
—Hola, Eddie.
—Hola, señor Halloran.
—¿Cómo te va?
—Pues... bien, gracias, señor.
—Me alegro.
Se impuso un silencio. Me invadió la sensación de que debía decir algo más.
—¿Qué está dibujando? —pregunté.
—A la gente. —Sonrió. Sus dientes siempre parecían un poco amarillentos en contraste con la blancura de su rostro—. ¿Te apetece echarle un vistazo?
En realidad, no me apetecía, pero no quería quedar como un maleducado.
—Vale —contesté.
Tras dejar la bicicleta en el suelo, me acerqué y me encaramé al banco, junto a él. Le dio la vuelta al bloc para mostrarme lo que había estado dibujando. Se me escapó un leve jadeo.
—Vaya. Está muy bien.
No estaba haciéndole la pelota (aunque me habría sentido obligado a asegurarle que estaba bien incluso si no hubiera sido cierto). Tal como me había dicho, eran esbozos de gente del parque. Una pareja mayor en un banco cercano, un hombre con su perro y dos chicas sentadas en el césped. Tal vez así descrito no parezca gran cosa, pero había algo bastante impresionante en ello. Aunque solo era un crío, el enorme talento del señor Halloran me resultó evidente. Las obras de personas que poseen un don desprenden una cualidad especial. Todo el mundo puede copiar un objeto y conseguir que el dibujo se le parezca, pero hace falta algo más para infundir vida a una escena o unas figuras.
—Gracias. ¿Te gustaría ver más?
Asentí. El señor Halloran volvió atrás algunas páginas. Allí había el retrato de un viejo con impermeable y un cigarrillo (casi se podían oler las volutas de humo gris perla); un grupo de mujeres cotilleando en una calle adoquinada cercana a la catedral; un dibujo de la catedral en sí, que no me gustó tanto como los de las personas, y...
—Pero no quiero aburrirte —dijo el señor Halloran, apartando de golpe el bloc antes de que pudiera fijarme bien en el siguiente boceto. Solo alcancé a vislumbrar una cabellera negra larga y un ojo castaño.
—No me aburre —aseguré—. Me gustan mucho. ¿Nos dará clases de dibujo en el colegio?
—No, os daré clases de lengua. El dibujo es..., en fin, solo una afición para mí.
—Ya. —De todos modos, dibujar no era lo mío, en realidad. A veces garabateaba mis personajes favoritos de los dibujos animados, pero no me salían muy bien. En cambio, escribía con bastante soltura. Lengua era la asignatura que mejor se me daba.
—¿Con qué dibuja? —inquirí.
—Con esto. —Levantó un paquete con lo que yo había tomado por tizas—. Son pasteles.
—Parecen tizas.
—Bueno, son materiales del mismo tipo.
—A Gav el Gordo le regalaron unas tizas por su cumpleaños, pero le parecieron un regalo bastante cutre.
Una expresión rara y fugaz le cruzó el rostro.
—¿De veras?
Por algún motivo, me dio la impresión de que había metido la pata.
—Pero Gav el Gordo a veces se comporta un poco como... Ya sabe...
—¿Como un niño mimado?
Aunque me sentí como un traidor, hice un gesto afirmativo.
—Algo así. Supongo.
Meditó por unos instantes.
—Recuerdo que tenía tizas cuando era pequeño. Dibujábamos en la acera, delante de casa.
—¿En serio?
—Claro. ¿Vosotros nunca lo hacéis?
Pensé en ello. No recordaba haberlo hecho jamás. Como ya he comentado, el dibujo no era lo mío.
—¿Sabes qué más hacíamos? Nos inventábamos símbolos secretos y los usábamos para dejarnos por todas partes mensajes que solo nosotros entendíamos. Por ejemplo, yo dibujaba delante de la casa de mi mejor amigo el símbolo para indicar que quería ir al parque, y él sabía qué significaba.
—¿Y no podía llamar a su puerta y ya está?
—Bueno, sí que podía, pero no habría sido tan divertido. Reflexioné sobre esto. La idea tenía su encanto. Como pistas en una búsqueda del tesoro. Un código secreto.
—Bueno —dijo el señor Halloran cuando (como comprendí más tarde) me había dado el tiempo justo para asimilar la idea, pero no tanto como para descartarla. Cerró su bloc y bajó la tapa de su estuche de pasteles—. Debería marcharme. Hay alguien a quien tengo que ir a ver.
—Vale. Yo también tengo que irme. He quedado con mis amigos.
—Me he alegrado de verte de nuevo, Eddie. No dejes de ser valiente.
Era la primera vez que aludía a aquel día en la feria. Fue un detalle que me gustó. La mayoría de los adultos me habría asediado a preguntas sobre el tema antes de nada. «¿Cómo lo llevas? ¿Te encuentras bien?» Y cosas por el estilo.
—Usted también, señor.
Volvió a desplegar su sonrisa amarillenta.
—Yo no soy valiente, Eddie. Solo soy un necio. —Ladeó la cabeza al ver mi expresión de perplejidad—. «El necio es atrevido y el sabio comedido.» ¿No conocías ese refrán?
—No, señor. ¿Qué quiere decir?
—Bueno, en mi opinión, significa que más vale ser un necio que un sabio.
Rumié sobre ello. No estaba seguro de cómo interpretarlo. Se inclinó el sombrero en un gesto de despedida.
—Hasta la próxima, Eddie.
—Adiós, señor.
Bajé del banco de un salto y monté en mi bicicleta. El señor Halloran me caía bien, pero era raro como él solo. «Más vale ser un necio que un sabio.» Raro y un pelín siniestro.”
C.J. Tudor
El hombre de tiza
título original: The Chalk Man
traducción de Carlos Abreu
Plaza y Janés, 2018
páginas: 60-64
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