Héctor Abad Gómez (de izquierda a derecha, el quinto), cantando. Fecha: aprox. 1948 |
“Pero a
principios de los sesenta, cuando yo tenía apenas tres o cuatro años, la pelea
era con los representantes de la extrema derecha, como volvería a serlo en los
años ochenta. Hacia 1961, mi papá tuvo su primer conflicto grave con ellos, que
en ese momento eran nada menos que las más altas jerarquías de la Universidad
de Antioquia, la Alma Mater donde se había formado y donde trabajó como
profesor, pese a todo, hasta el último día de su vida. El rector, Jaime Sanín Echeverri, de talante conservador
(si bien con los años limaría sus filos más agudos hasta llegar a una vejez
menos fanática), y sobre todo el decano de la Facultad de Medicina, Oriol
Arango, empezaron a perseguirlo con el propósito, no muy oculto, de que
renunciara a su cátedra. En algún momento hubo un paro de maestros públicos y
mi papá apoyó la huelga con artículos e intervenciones en la radio y en la
plaza. A raíz de este apoyo recibió una carta del decano, el doctor Arango, en
la que lo regañaba así:
«Cuando
asumí las funciones de decano, usted y yo convinimos en la necesidad de librar
a la Cátedra de Medicina Preventiva, para bien de la Facultad, de lo que usted
llamaba el «bad will» y yo el sambenito de comunista. Agradecí su promesa de no
ahorrar esfuerzo alguno suyo para esta necesaria campaña. Pero ahora he
recibido numerosas informaciones sobre su actuación en la tribuna pública y en
la radio, dentro de un reciente movimiento que degeneró en un paro ilegal. En
casos como este se basan las dudas sobre si en su Cátedra se está haciendo
labor puramente universitaria, o se está tratando de agitar a las masas. Su
actitud no se compagina con la posición de Profesor Universitario y estimo
llegado el momento de definirse y escoger entre dedicarse por entero a la
docencia o a actividades ajenas a ella.»
La
respuesta de mi papá, después de informarle al decano sobre algunas labores que
estaba emprendiendo en un pueblo cercano a Medellín con un filántropo
norteamericano (se refería, sin nombrarlo, al doctor Saunders), de práctica
efectiva, útil y real de la Salud Pública, traía las siguientes reflexiones:
«Debo
manifestar a usted, muy respetuosamente, que nunca he entendido mi posición
profesoral como renuncia a mis derechos de ciudadano y a la libre expresión de
mis ideas y opiniones en la forma en que lo crea conveniente. Hasta ahora, en
los cinco años de Cátedra Universitaria en esta Facultad, es la primera vez que
esto trata de prohibírseme. Bajo los dos anteriores decanatos he escrito en la
prensa y he emitido mis opiniones en la radio, y aunque es posible que esto sea
lo que haya causado el «bad will» (entre ciertos sectores) en relación con esta
Cátedra, no tengo el más mínimo arrepentimiento por haberlo hecho, pues creo que
he tenido siempre por mira el bien público, y que siendo la Cátedra que dirijo
esencialmente de servicio general y de contacto con la realidad colombiana, no
me podría aislar y aislar a los estudiantes, en una torre académica de marfil,
siendo que, al contrario, debería entrar de lleno en contacto con los reales
problemas colombianos, no con los futuros y pasados, sino también con los
presentes, para que la universidad no siga siendo un ente etéreo, aislado de
las angustias de la gente, de espaldas al medio y sostenedora de los viejos
métodos y privilegios que han mantenido en la Edad Media de la injusticia
social al pueblo colombiano.
Ayer no
más, sobre el lomo de un caballo, y con el presidente de una asociación
americana de servicio social, visitaba a nuestros siervos campesinos que no
tienen agua, ni tierra, ni esperanza. Pensaba venir a contar esto a los
estudiantes y al público en general, e invitarlos a que fueran a conocerlos
para que pudiéramos idear mejores métodos para remediar tan lamentables circunstancias.
Si estas ideas son incompatibles con el profesorado, usted puede resolver lo
que a bien tenga, señor decano, pero no pienso renunciar a ellas por ninguna
presión económica o política que sobre mí se ejerza, ni pienso abandonarlas,
melancólicamente, después de haber luchado toda la vida por ellas y por mi
derecho a expresarlas.»
Héctor Abad Faciolince
El olvido que seremos
Seix Barral, 201022
Páginas: 95-97
“A Ezequiel Rangel le
dispararon tres veces. Tenía 35 años, dos
hijos y era líder de una asociación campesina. Su nombre fue escrito la semana pasada en la
lista de asesinatos de líderes en Colombia. Un doloroso conteo en un país que se supone ha
empezado el camino hacia la paz. Nadie
sabe exactamente cuántos van. La
indiferencia los golpea, incluso después
de muertos. L a Defensoría del Pueblo habla de 52 de enero a junio, la ONU registraba 41 hasta mayo. “Más allá de los números, el tema es que sí hay una violencia focalizada
y se agudizó en algunas zonas con la salida de las FARC”, dice Carlos Guevara de Somos Defensores, que calcula 51 homicidios en los últimos seis
meses.
“El Estado debería ser el
responsable de documentar los casos. Los homicidios contra líderes comunitarios
y campesinos han aumentado. La violencia se está transformando después del
desarme de la guerrilla”, explica Guevara. Colombia es testigo de un oscuro
capítulo que, como casi siempre, afecta
a las regiones apartadas, a los
vulnerables. “El país no aguanta el
asesinato de un líder social más”, dijo hace unas semanas el Procurador,
Fernando Carrillo Flórez. Ante la
alerta, Naciones Unidas aprobó como una de sus funciones verificar las
condiciones de los líderes de los exguerrilleros. Este año han aumentado en 33% los homicidios y
en 35% las amenazas frente a 2016. “La
violencia hacia este sector de la población es histórica, así como ha sido su
invisibilidad”, reitera el vocero de
Somos Defensores. Denuncia impunidad.
Tantos muertos y solo cinco sentencias de la justicia.
Los asesinan en la noche y en
la mañana. Casi siempre cerca de sus
casas, a balazos, por sicarios. Las características son similares, sin embargo, en Colombia, al menos oficialmente, no se habla todavía de
que sea algo sistemático. Después del exterminio de la Unión Patriótica (UP), la formación política que nació en los ochenta
tras un proceso de paz, el país está
siendo testigo de estos asesinatos con el temor de que ocurra lo mismo. “La gran mayoría de los homicidios y amenazas
se han registrado en zonas donde antes estaban las FARC. La sociedad y el
Estado tendrán que trabajar para que esto no vuelva a ocurrir”, sostiene el defensor del pueblo, Carlos
Alfonso Negret, que habla de 186
homicidios desde enero de 2016.
“Acá no se han combatido de fondo los poderes
reales en las regiones. Las FARC cumplieron
y se retiraron, pero el Estado no
llegó”. Guevara se refiere a las economías legales e ilegales que quedaron sin
control con la salida de la guerrilla y al “obstáculo” que representan los
líderes. “Son una piedra en el zapato, no por ser de derecha o de izquierda sino por
estar en el medio de quienes quieren tener el poder en el territorio”.
Según la Fiscalía, hay al menos
cien personas vinculadas a procesos legales y 71 privadas de la libertad, señaladas como posibles autores materiales de
los asesinatos. Aunque es un avance, los líderes cuestionan que no haya unidad en
la forma cómo se están clasificando esas muertes. La Federación internacional
de derechos humanos ha mostrado preocupación por “la persistencia de elevados
niveles de impunidad”. Falta justicia y
acompañamiento a las víctimas. “No hay ninguna institución del Estado que haga
seguimiento a las familias de los líderes asesinados. Muchos son desplazados”, agrega Guevara.
A los líderes, que desde antes
del proceso de paz lucharon por una salida política al conflicto, los están matando. Su trabajo para hacer algunos territorios
menos violentos les está costando la vida. A Alicia López Guisado la asesinaron en un
taxi, a Eider Cuetía hombres
encapuchados le dispararon desde una moto, a Alvenio Rosero lo mataron en su propia casa,
también a balazos. “Condeno de la manera
más enérgica todos los atentados de los que han sido víctimas líderes sociales.
No vamos a dejar ningún caso en la
impunidad", ha asegurado el
presidente Juan Manuel Santos, que vive
su último año de mandato. Los defensores de derechos humanos esperan que
alcance a cumplir su promesa.”
Sally Palomino
El País
22 de julio de 2017
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