10 d’ag. 2018

el olvido que seremos, 2

Héctor Abad Gómez (de izquierda a derecha, el quinto), cantando. 
Fecha: aprox. 1948

“Pero a principios de los sesenta, cuando yo tenía apenas tres o cuatro años, la pelea era con los representantes de la extrema derecha, como volvería a serlo en los años ochenta. Hacia 1961, mi papá tuvo su primer conflicto grave con ellos, que en ese momento eran nada menos que las más altas jerarquías de la Universidad de Antioquia, la Alma Mater donde se había formado y donde trabajó como profesor, pese a todo, hasta el último día de su vida. El rector,  Jaime Sanín Echeverri, de talante conservador (si bien con los años limaría sus filos más agudos hasta llegar a una vejez menos fanática), y sobre todo el decano de la Facultad de Medicina, Oriol Arango, empezaron a perseguirlo con el propósito, no muy oculto, de que renunciara a su cátedra. En algún momento hubo un paro de maestros públicos y mi papá apoyó la huelga con artículos e intervenciones en la radio y en la plaza. A raíz de este apoyo recibió una carta del decano, el doctor Arango, en la que lo regañaba así:

«Cuando asumí las funciones de decano, usted y yo convinimos en la necesidad de librar a la Cátedra de Medicina Preventiva, para bien de la Facultad, de lo que usted llamaba el «bad will» y yo el sambenito de comunista. Agradecí su promesa de no ahorrar esfuerzo alguno suyo para esta necesaria campaña. Pero ahora he recibido numerosas informaciones sobre su actuación en la tribuna pública y en la radio, dentro de un reciente movimiento que degeneró en un paro ilegal. En casos como este se basan las dudas sobre si en su Cátedra se está haciendo labor puramente universitaria, o se está tratando de agitar a las masas. Su actitud no se compagina con la posición de Profesor Universitario y estimo llegado el momento de definirse y escoger entre dedicarse por entero a la docencia o a actividades ajenas a ella.»

La respuesta de mi papá, después de informarle al decano sobre algunas labores que estaba emprendiendo en un pueblo cercano a Medellín con un filántropo norteamericano (se refería, sin nombrarlo, al doctor Saunders), de práctica efectiva, útil y real de la Salud Pública, traía las siguientes reflexiones:

«Debo manifestar a usted, muy respetuosamente, que nunca he entendido mi posición profesoral como renuncia a mis derechos de ciudadano y a la libre expresión de mis ideas y opiniones en la forma en que lo crea conveniente. Hasta ahora, en los cinco años de Cátedra Universitaria en esta Facultad, es la primera vez que esto trata de prohibírseme. Bajo los dos anteriores decanatos he escrito en la prensa y he emitido mis opiniones en la radio, y aunque es posible que esto sea lo que haya causado el «bad will» (entre ciertos sectores) en relación con esta Cátedra, no tengo el más mínimo arrepentimiento por haberlo hecho, pues creo que he tenido siempre por mira el bien público, y que siendo la Cátedra que dirijo esencialmente de servicio general y de contacto con la realidad colombiana, no me podría aislar y aislar a los estudiantes, en una torre académica de marfil, siendo que, al contrario, debería entrar de lleno en contacto con los reales problemas colombianos, no con los futuros y pasados, sino también con los presentes, para que la universidad no siga siendo un ente etéreo, aislado de las angustias de la gente, de espaldas al medio y sostenedora de los viejos métodos y privilegios que han mantenido en la Edad Media de la injusticia social al pueblo colombiano.

Ayer no más, sobre el lomo de un caballo, y con el presidente de una asociación americana de servicio social, visitaba a nuestros siervos campesinos que no tienen agua, ni tierra, ni esperanza. Pensaba venir a contar esto a los estudiantes y al público en general, e invitarlos a que fueran a conocerlos para que pudiéramos idear mejores métodos para remediar tan lamentables circunstancias. Si estas ideas son incompatibles con el profesorado, usted puede resolver lo que a bien tenga, señor decano, pero no pienso renunciar a ellas por ninguna presión económica o política que sobre mí se ejerza, ni pienso abandonarlas, melancólicamente, después de haber luchado toda la vida por ellas y por mi derecho a expresarlas.»

Héctor Abad Faciolince
El olvido que seremos
Seix Barral, 201022
Páginas: 95-97


“A Ezequiel Rangel le dispararon tres veces. Tenía 35 años,  dos hijos y era líder de una asociación campesina.  Su nombre fue escrito la semana pasada en la lista de asesinatos de líderes en Colombia.  Un doloroso conteo en un país que se supone ha empezado el camino hacia la paz.  Nadie sabe exactamente cuántos van.  La indiferencia los golpea,  incluso después de muertos. L a Defensoría del Pueblo habla de 52 de enero a junio,  la ONU registraba 41 hasta mayo.  “Más allá de los números,  el tema es que sí hay una violencia focalizada y se agudizó en algunas zonas con la salida de las FARC”,  dice Carlos Guevara de Somos Defensores,  que calcula 51 homicidios en los últimos seis meses.

“El Estado debería ser el responsable de documentar los casos. Los homicidios contra líderes comunitarios y campesinos han aumentado. La violencia se está transformando después del desarme de la guerrilla”, explica Guevara. Colombia es testigo de un oscuro capítulo que, como casi siempre,  afecta a las regiones apartadas,  a los vulnerables.  “El país no aguanta el asesinato de un líder social más”, dijo hace unas semanas el Procurador, Fernando Carrillo Flórez.  Ante la alerta, Naciones Unidas aprobó como una de sus funciones verificar las condiciones de los líderes de los exguerrilleros.  Este año han aumentado en 33% los homicidios y en 35% las amenazas frente a 2016.  “La violencia hacia este sector de la población es histórica, así como ha sido su invisibilidad”,  reitera el vocero de Somos Defensores.  Denuncia impunidad. Tantos muertos y solo cinco sentencias de la justicia.

Los asesinan en la noche y en la mañana.  Casi siempre cerca de sus casas,  a balazos, por sicarios.  Las características son similares,  sin embargo,  en Colombia,  al menos oficialmente, no se habla todavía de que sea algo sistemático. Después del exterminio de la Unión Patriótica (UP),  la formación política que nació en los ochenta tras un proceso de paz,  el país está siendo testigo de estos asesinatos con el temor de que ocurra lo mismo.  “La gran mayoría de los homicidios y amenazas se han registrado en zonas donde antes estaban las FARC. La sociedad y el Estado tendrán que trabajar para que esto no vuelva a ocurrir”,  sostiene el defensor del pueblo, Carlos Alfonso Negret,  que habla de 186 homicidios desde enero de 2016.

 “Acá no se han combatido de fondo los poderes reales en las regiones.  Las FARC cumplieron y se retiraron,  pero el Estado no llegó”. Guevara se refiere a las economías legales e ilegales que quedaron sin control con la salida de la guerrilla y al “obstáculo” que representan los líderes.  “Son una piedra en el zapato,  no por ser de derecha o de izquierda sino por estar en el medio de quienes quieren tener el poder en el territorio”.

Según la Fiscalía, hay al menos cien personas vinculadas a procesos legales y 71 privadas de la libertad,  señaladas como posibles autores materiales de los asesinatos.  Aunque es un avance,  los líderes cuestionan que no haya unidad en la forma cómo se están clasificando esas muertes. La Federación internacional de derechos humanos ha mostrado preocupación por “la persistencia de elevados niveles de impunidad”.  Falta justicia y acompañamiento a las víctimas. “No hay ninguna institución del Estado que haga seguimiento a las familias de los líderes asesinados.  Muchos son desplazados”, agrega Guevara.

A los líderes, que desde antes del proceso de paz lucharon por una salida política al conflicto,  los están matando.  Su trabajo para hacer algunos territorios menos violentos les está costando la vida.  A Alicia López Guisado la asesinaron en un taxi,  a Eider Cuetía hombres encapuchados le dispararon desde una moto,  a Alvenio Rosero lo mataron en su propia casa, también a balazos.  “Condeno de la manera más enérgica todos los atentados de los que han sido víctimas líderes sociales.  No vamos a dejar ningún caso en la impunidad",  ha asegurado el presidente Juan Manuel Santos,  que vive su último año de mandato. Los defensores de derechos humanos esperan que alcance a cumplir su promesa.”


Sally Palomino
El País
 22 de julio de 2017

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