20 d’ag. 2018

el olvido que seremos, 4

Jericó, Colombia


“Escribo esto en La Inés, la finca que nos dejó mi papá, que le dejó mi abuelo, que le dejó mi bisabuela,  que abrió mi tatarabuelo tumbando monte con sus propias manos.  Me saco de adentro estos recuerdos como se tiene un parto, como se saca un tumor.  No miro la pantalla, respiro y miro hacia afuera. Es un sitio privilegiado de la tierra.  Al fondo se ve,  abajo,  el río Cartama, abriéndose paso en el verdor.  Arriba,  hacia el otro lado,  las peñas de La Oculta y de Jericó. El paisaje está salpicado por los árboles sembrados por mi papá y por mi abuelo: palmas, cedros,  naranjos,  tecas,  mandarinos, mamoncillos,  mangos.  Miro a lo lejos y me siento parte de esta tierra y de este paisaje.  Hay cantos de pájaros,  bandadas de loros verdes,  mariposas azules,  ruido de cascos de caballo en la pesebrera, olor a boñiga de vaca en el establo,  perros que a veces ladran,  chicharras que celebran el calor,  hormigas que desfilan en hileras,  cada una con una diminuta flor rosada a cuestas.  Al frente,  imponentes,  los farallones de La Pintada que mi papá me enseñó a ver como los pechos de una mujer desnuda y acostada.

Han pasado casi veinte años desde que lo mataron,  y durante estos veinte años,  cada mes,  cada semana,  yo he sentido que tenía el deber ineludible,  no digo de vengar su muerte, pero sí,  al menos,  de contarla.  No puedo decir que su fantasma se me haya aparecido por las noches,  como el fantasma del padre de Hamlet, a pedirme que vengue su monstruoso y terrible asesinato.  Mi papá siempre nos enseñó a evitar la venganza.  Las pocas veces que he soñado con él,  en esas fantasmales imágenes de la memoria y de la fantasía que se nos aparecen mientras dormimos,  nuestras conversaciones han sido más plácidas que angustiadas,  y en todo caso llenas de ese cariño físico que siempre nos tuvimos.  No hemos soñado el uno con el otro para pedir venganza,  sino para abrazarnos.

Tal vez sí me haya dicho, en sueños,  como el fantasma del rey Hamlet, «recuérdame», y yo,  como su hijo,  puedo contestarle: « ¿Recordarte? Ay, pobre espíritu,  sí,  mientras la memoria tenga un sitio en este globo alterado. ¿Recordarte? Sí,  de la tabla de mi mente borraré todo recuerdo tonto y trivial, las enseñanzas de los libros,  las impresiones,  las imágenes que la experiencia y la juventud allí han grabado,  y tu deseo solo vivirá dentro del libro y volumen de mi cerebro,  purgado de escoria.»

Es posible que todo esto no sirva de nada;  ninguna palabra podrá resucitarlo, la historia de su vida y de su muerte no le dará nuevo aliento a sus huesos,  no va a recuperar sus carcajadas,  ni su inmenso valor,  ni el habla convincente y vigorosa,  pero de todas formas yo necesito contarla.  Sus asesinos siguen libres,  cada día son más y más poderosos,  y mis manos no pueden combatirlos. Solamente mis dedos,  hundiendo una tecla tras otra,  pueden decir la verdad y declarar la injusticia.  Uso su misma arma: las palabras. ¿Para qué? Para nada;  o para lo más simple y esencial: para que se sepa.  Para alargar su recuerdo un poco más , antes de que llegue el olvido definitivo.”


Héctor Abad Faciolince
El olvido que seremos
Seix Barral, 201022
Páginas: 253-255


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