Jericó, Colombia |
“Escribo esto en La Inés, la finca
que nos dejó mi papá, que le dejó mi abuelo, que le dejó mi bisabuela, que abrió mi tatarabuelo tumbando monte con
sus propias manos. Me saco de adentro
estos recuerdos como se tiene un parto, como se saca un tumor. No miro la pantalla, respiro y miro hacia
afuera. Es un sitio privilegiado de la tierra. Al fondo se ve, abajo, el
río Cartama, abriéndose paso en el verdor. Arriba, hacia el otro lado, las peñas de La Oculta y de Jericó. El paisaje
está salpicado por los árboles sembrados por mi papá y por mi abuelo: palmas,
cedros, naranjos, tecas, mandarinos,
mamoncillos, mangos. Miro a lo lejos y me siento parte de esta
tierra y de este paisaje. Hay cantos de
pájaros, bandadas de loros verdes, mariposas azules, ruido de cascos de caballo en la pesebrera,
olor a boñiga de vaca en el establo, perros
que a veces ladran, chicharras que
celebran el calor, hormigas que desfilan
en hileras, cada una con una diminuta
flor rosada a cuestas. Al frente, imponentes, los farallones de La Pintada que mi papá me
enseñó a ver como los pechos de una mujer desnuda y acostada.
Han pasado casi veinte años
desde que lo mataron, y durante estos
veinte años, cada mes, cada semana, yo he sentido que tenía el deber ineludible, no digo de vengar su muerte, pero sí, al menos, de contarla. No puedo decir que su fantasma se me haya
aparecido por las noches, como el
fantasma del padre de Hamlet, a pedirme que vengue su monstruoso y terrible
asesinato. Mi papá siempre nos enseñó a
evitar la venganza. Las pocas veces que
he soñado con él, en esas fantasmales
imágenes de la memoria y de la fantasía que se nos aparecen mientras dormimos, nuestras conversaciones han sido más plácidas que
angustiadas, y en todo caso llenas de
ese cariño físico que siempre nos tuvimos. No hemos soñado el uno con el otro para pedir
venganza, sino para abrazarnos.
Tal vez sí me haya dicho, en
sueños, como el fantasma del rey Hamlet,
«recuérdame», y yo, como su hijo, puedo contestarle: « ¿Recordarte? Ay, pobre
espíritu, sí, mientras la memoria tenga un sitio en este
globo alterado. ¿Recordarte? Sí, de la
tabla de mi mente borraré todo recuerdo tonto y trivial, las enseñanzas de los
libros, las impresiones, las imágenes que la experiencia y la juventud
allí han grabado, y tu deseo solo vivirá
dentro del libro y volumen de mi cerebro, purgado de escoria.»
Es posible que todo esto no
sirva de nada; ninguna palabra podrá
resucitarlo, la historia de su vida y de su muerte no le dará nuevo aliento a
sus huesos, no va a recuperar sus
carcajadas, ni su inmenso valor, ni el habla convincente y vigorosa, pero de todas formas yo necesito contarla. Sus asesinos siguen libres, cada día son más y más poderosos, y mis manos no pueden combatirlos. Solamente
mis dedos, hundiendo una tecla tras
otra, pueden decir la verdad y declarar
la injusticia. Uso su misma arma: las
palabras. ¿Para qué? Para nada; o para
lo más simple y esencial: para que se sepa. Para alargar su recuerdo un poco más , antes
de que llegue el olvido definitivo.”
Héctor Abad Faciolince
El olvido que seremos
Seix Barral, 201022
Páginas: 253-255
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