“Durante esas salidas de campo, mi papá no daba respuestas, como suele hacerse en todas las clases, sino que utilizaba el viejo método socrático
de enseñar preguntando. Los estudiantes se desconcertaban e incluso protestaban:
¿de qué servía un profesor que en vez de enseñar no hacía sino preguntas y más
preguntas? Si iban al hospital no era para tratar a los pacientes, sino para
interrogarlos o para medirlos; lo mismo pasaba con los campesinos. Debían
investigar las causas sociales, los orígenes económicos y culturales de la
enfermedad: por qué ese niño desnutrido estaba en esa cama de hospital, o ese
herido de bala, de tránsito, de machetazo o cuchillada, y por qué a ciertas
categorías sociales les daba más tuberculosis, o más leishmaniasis o más
paludismo que a otras. En la cárcel estudiaban la génesis del comportamiento
violento, pero también intentaban ayudar para que los tuberculosos no
estuvieran en sitios donde pudieran contagiar a los demás reclusos, o de
controlar con programas alternativos (clases, lecturas, cineclubes) la
drogadicción, el abuso sexual, la difusión del sida, etc.
Su noción novedosa de la
violencia como un nuevo tipo de peste venía de muy atrás. Ya en el primer
Congreso Colombiano de Salud Pública, organizado por él en 1962, había leído
una ponencia que marcaría un hito en la historia de la medicina social del
país: su conferencia se llamó «Epidemiología
de la violencia» y allí insistía en que se estudiaran científicamente los
factores desencadenantes de la violencia; proponía, por ejemplo, que se
investigaran los antecedentes personales y familiares de los violentos, su
integración social, su «sistema cerebral», su «actitud ante el sexo y los
conceptos que tengan de hombría (machismo)». Recomendaba que se hiciera «un
completo examen físico, psicológico y social del violento, y un examen
comparativo, igual al anterior, de otro grupo de no violentos, similar en
número, edades y circunstancias, dentro de las mismas zonas y grupos étnicos,
para analizar las diferencias encontradas entre uno y otro».
Observaba con detenimiento las
causas de muerte más frecuentes, y allí comprobaba las intuiciones sin cifras
que tenía tan solo mirando lo que pasaba y oyendo lo que le contaban: en
Colombia crecía de nuevo la epidemia cíclica de la violencia que había azotado
el país desde tiempos inmemoriales, la misma violencia que había acabado con
sus compañeros de bachillerato y que había llevado a la guerra civil a sus
abuelos. Lo más nocivo para la salud de los humanos, aquí, no era ni el hambre
ni las diarreas ni la malaria ni los virus ni las bacterias ni el cáncer ni las
enfermedades respiratorias o cardiovasculares. El peor agente nocivo, el que
más muertes ocasionaba entre los ciudadanos del país, eran los otros seres
humanos. Y esta pestilencia, a mediados de los años ochenta, tenía la cara
típica de la violencia política. El Estado, concretamente el Ejército, ayudado
por escuadrones de asesinos privados, los paramilitares, apoyados por los organismos
de seguridad y a veces también por la policía, estaba exterminando a los
opositores políticos de izquierda, para «salvar al país de la amenaza del
comunismo», según ellos decían.
Su última lucha fue, pues,
también una lucha médica, de salubrista, aunque por fuera de las aulas y de los
hospitales. Permanente y ávido lector de estadísticas (decía que sin un buen
censo era imposible planear científicamente ninguna política pública), mi papá
contemplaba con terror el avance progresivo de la nueva epidemia que en el año
de su muerte registró cifras por homicidios más altas que las de un país en
guerra, y que en los primeros años noventa llevó a Colombia a tener el triste
primado de ser el país más violento del mundo. Ya no eran las enfermedades
contra las que tanto luchó (tifoidea, enteritis, malaria, tuberculosis, polio,
fiebre amarilla) las que ocupaban los primeros puestos entre las causas de
muerte en el país. Las ciudades y los campos de Colombia se cubrían cada vez
más con la sangre de la peor de las enfermedades padecidas por el hombre: la
violencia. Y como los médicos de antes, que contraían la peste bubónica, o el
cólera, en su desesperado esfuerzo por combatirlas, así mismo cayó Héctor Abad Gómez,
víctima de la peor epidemia, de la peste más aniquiladora que puede padecer una
nación: el conflicto armado entre distintos grupos políticos, la delincuencia
desquiciada, las explosiones terroristas, los ajustes de cuentas entre mafiosos
y narcotraficantes.
Para combatir todo esto no
servían vacunas: lo único que podía hacer era hablar, escribir, denunciar,
explicar cómo y dónde se estaba produciendo la masacre, y exigir al Estado que
hiciera algo por detener la epidemia, teniendo sí el monopolio del poder, pero
ejerciéndolo dentro de las reglas de la democracia, sin esa prepotencia y esa
sevicia que eran idénticas a las de los criminales que el Gobierno decía
combatir. En su último libro publicado en vida, pocos meses antes de ser
asesinado, Teoría y práctica de la salud
pública, escribe y subraya que las libertades de pensamiento y de expresión
son «un derecho duramente conquistado a través de la historia por millares de seres
humanos, derecho que debemos conservar. La historia demuestra que la conservación
de este derecho requiere esfuerzos constantes, ocasionales luchas y aun, a
veces, sacrificios personales. A todo esto hemos estado dispuestos y seguiremos
dispuestos en el futuro, muchos profesores de aquí y de todos los lugares de la
tierra.» Y añadía una reflexión que sigue hoy tan vigente como entonces: «La
alternativa va siendo cada vez más clara: o nos comportamos como animales
inteligentes y racionales, respetando la naturaleza y acelerando en lo posible
nuestro incipiente proceso de humanización,
o la calidad de la vida humana se deteriora. Sobre la racionalidad de los
grupos humanos empezamos algunos a tener ciertas dudas. Pero si no nos
comportamos racionalmente, sufriremos la misma suerte de algunas culturas y
algunas estúpidas especies animales, de cuyo proceso de extinción y sufrimiento
nos quedan apenas restos fósiles. Las especies que no cambian biológica, ecológica
o socialmente cuando cambia su hábitat,
están llamadas a perecer después de un período de inenarrables sufrimientos.»
Héctor Abad Faciolince
El olvido que seremos
Seix Barral, 201022
Páginas: 203-206
“El país está en alerta. Los asesinatos contra líderes sociales se han
disparado y, en lo que va del año, el Instituto de Estudios para el Desarrollo y
la Paz (Indepaz) ha registrado 123 casos.
La cifra corresponde a datos
recolectados entre el 1 de enero y el 5 de julio del presente año (2018).
Según Indepaz, Cauca (18 casos), Antioquia (18), Valle del Cauca (11), Córdoba (9) y Nariño (8) son los departamentos
que más asesinatos de líderes y/o defensores de Derechos Humanos han tenido en
lo corrido del año.
Hasta ahora, los meses en los
que más muertes se han registrado son enero (27), marzo (21) y mayo (18).
El Instituto también aseguró que
las organizaciones que más reconocen a sus líderes asesinados son Cumbre
Agraria (Onic 17, Marcha Patriótica 16, PCN 3, Congreso
de los Pueblos 2 y Ríos Vivos 2) y la
Confederación Comunal de Colombia (16).
En lo que va del 2018, las víctimas han sido 101 hombres y 18
mujeres.
Con relación al mismo periodo de
tiempo del año anterior, se registró un
incremento de 30 asesinatos.
Además, la cifra de muertes
contrasta con un mapa que maneja la Defensoría del Pueblo, en el que se habla
de 311 asesinatos de líderes sociales entre el 1 de enero del 2016 hasta el 30
de julio del 2018.
Y es que según las estadísticas
de Indepaz, los asesinatos han sido 419.
Son 108 más de los que habla la
Defensoría.
“Las dificultades actuales del
proceso de paz exigen nuevas respuestas frente a las agresiones que se han
venido presentando en contra de los líderes y de las comunidades en los
territorios prioritarios para la implementación de los acuerdos”, manifestaron
desde Indepaz.
Los dos últimos casos de
asesinatos corresponden a dos mujeres que murieron en Tumaco (Nariño) y en
Cáceres (Antioquia).
Margarita Estupiñán Uscategui
fue víctima en el municipio nariñense. Tenía 54 años y era presidenta de la
Junta de Acción Comunal del barrio El Recreo. Fue encontrada con 4 heridas de
arma de fuego: 2 en la cabeza y 2 en la espalda.
Del caso registrado en el
municipio antioqueño, se sabe que el
nombre de la víctima era Ana María Cortés, quien fue coordinadora de la campaña de
Gustavo Petro en la zona y se desempeñaba como activista en medio de la crisis
de Hidroituango.
Y hay otra información que se
está indagando: según el ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, Cortés tenía “una investigación por tener
vínculos con las redes de apoyo del ‘clan del Golfo’”.
Otro de los casos que llamó la
atención de todo el país fue el homicidio de 7 campesinos en Argelia (Cauca).
Sobre esta situación, Indepaz manifestó que no hay mucha claridad al respecto.
“Lo que sabemos es que esos
campesinos no hacían parte de la comunidad y no los han reclamado como líderes
o defensores de Derechos Humanos ninguna organización. Hasta que no se
esclarezca el hecho no los contemplamos en el listado”, dijo el Instituto, que agregó que la versión que tienen los
militares es que esas personas eran disidentes de las Farc y los asesinó el
Eln.
“Lo que sí es claro es que las
organizaciones sociales y de Derechos están exigiendo más medidas de prevención
y de protección territorial y colectiva”, comentó Indepaz.”
El Tiempo.com
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