11 d’ag. 2018

el olvido que seremos, 3



“Durante esas salidas de campo,  mi papá no daba respuestas,  como suele hacerse en todas las clases,  sino que utilizaba el viejo método socrático de enseñar preguntando. Los estudiantes se desconcertaban e incluso protestaban: ¿de qué servía un profesor que en vez de enseñar no hacía sino preguntas y más preguntas? Si iban al hospital no era para tratar a los pacientes, sino para interrogarlos o para medirlos; lo mismo pasaba con los campesinos. Debían investigar las causas sociales, los orígenes económicos y culturales de la enfermedad: por qué ese niño desnutrido estaba en esa cama de hospital, o ese herido de bala, de tránsito, de machetazo o cuchillada, y por qué a ciertas categorías sociales les daba más tuberculosis, o más leishmaniasis o más paludismo que a otras. En la cárcel estudiaban la génesis del comportamiento violento, pero también intentaban ayudar para que los tuberculosos no estuvieran en sitios donde pudieran contagiar a los demás reclusos, o de controlar con programas alternativos (clases, lecturas, cineclubes) la drogadicción, el abuso sexual, la difusión del sida, etc.

Su noción novedosa de la violencia como un nuevo tipo de peste venía de muy atrás. Ya en el primer Congreso Colombiano de Salud Pública, organizado por él en 1962, había leído una ponencia que marcaría un hito en la historia de la medicina social del país: su conferencia se llamó «Epidemiología de la violencia» y allí insistía en que se estudiaran científicamente los factores desencadenantes de la violencia; proponía, por ejemplo, que se investigaran los antecedentes personales y familiares de los violentos, su integración social, su «sistema cerebral», su «actitud ante el sexo y los conceptos que tengan de hombría (machismo)». Recomendaba que se hiciera «un completo examen físico, psicológico y social del violento, y un examen comparativo, igual al anterior, de otro grupo de no violentos, similar en número, edades y circunstancias, dentro de las mismas zonas y grupos étnicos, para analizar las diferencias encontradas entre uno y otro».

Observaba con detenimiento las causas de muerte más frecuentes, y allí comprobaba las intuiciones sin cifras que tenía tan solo mirando lo que pasaba y oyendo lo que le contaban: en Colombia crecía de nuevo la epidemia cíclica de la violencia que había azotado el país desde tiempos inmemoriales, la misma violencia que había acabado con sus compañeros de bachillerato y que había llevado a la guerra civil a sus abuelos. Lo más nocivo para la salud de los humanos, aquí, no era ni el hambre ni las diarreas ni la malaria ni los virus ni las bacterias ni el cáncer ni las enfermedades respiratorias o cardiovasculares. El peor agente nocivo, el que más muertes ocasionaba entre los ciudadanos del país, eran los otros seres humanos. Y esta pestilencia, a mediados de los años ochenta, tenía la cara típica de la violencia política. El Estado, concretamente el Ejército, ayudado por escuadrones de asesinos privados, los paramilitares, apoyados por los organismos de seguridad y a veces también por la policía, estaba exterminando a los opositores políticos de izquierda, para «salvar al país de la amenaza del comunismo», según ellos decían.

Su última lucha fue, pues, también una lucha médica, de salubrista, aunque por fuera de las aulas y de los hospitales. Permanente y ávido lector de estadísticas (decía que sin un buen censo era imposible planear científicamente ninguna política pública), mi papá contemplaba con terror el avance progresivo de la nueva epidemia que en el año de su muerte registró cifras por homicidios más altas que las de un país en guerra, y que en los primeros años noventa llevó a Colombia a tener el triste primado de ser el país más violento del mundo. Ya no eran las enfermedades contra las que tanto luchó (tifoidea, enteritis, malaria, tuberculosis, polio, fiebre amarilla) las que ocupaban los primeros puestos entre las causas de muerte en el país. Las ciudades y los campos de Colombia se cubrían cada vez más con la sangre de la peor de las enfermedades padecidas por el hombre: la violencia. Y como los médicos de antes, que contraían la peste bubónica, o el cólera, en su desesperado esfuerzo por combatirlas, así mismo cayó Héctor Abad Gómez, víctima de la peor epidemia, de la peste más aniquiladora que puede padecer una nación: el conflicto armado entre distintos grupos políticos, la delincuencia desquiciada, las explosiones terroristas, los ajustes de cuentas entre mafiosos y narcotraficantes.

Para combatir todo esto no servían vacunas: lo único que podía hacer era hablar, escribir, denunciar, explicar cómo y dónde se estaba produciendo la masacre, y exigir al Estado que hiciera algo por detener la epidemia, teniendo sí el monopolio del poder, pero ejerciéndolo dentro de las reglas de la democracia, sin esa prepotencia y esa sevicia que eran idénticas a las de los criminales que el Gobierno decía combatir. En su último libro publicado en vida, pocos meses antes de ser asesinado, Teoría y práctica de la salud pública, escribe y subraya que las libertades de pensamiento y de expresión son «un derecho duramente conquistado a través de la historia por millares de seres humanos, derecho que debemos conservar. La historia demuestra que la conservación de este derecho requiere esfuerzos constantes, ocasionales luchas y aun, a veces, sacrificios personales. A todo esto hemos estado dispuestos y seguiremos dispuestos en el futuro, muchos profesores de aquí y de todos los lugares de la tierra.» Y añadía una reflexión que sigue hoy tan vigente como entonces: «La alternativa va siendo cada vez más clara: o nos comportamos como animales inteligentes y racionales, respetando la naturaleza y acelerando en lo posible nuestro incipiente proceso de humanización, o la calidad de la vida humana se deteriora. Sobre la racionalidad de los grupos humanos empezamos algunos a tener ciertas dudas. Pero si no nos comportamos racionalmente, sufriremos la misma suerte de algunas culturas y algunas estúpidas especies animales, de cuyo proceso de extinción y sufrimiento nos quedan apenas restos fósiles. Las especies que no cambian biológica, ecológica o socialmente cuando cambia su hábitat, están llamadas a perecer después de un período de inenarrables sufrimientos.»

Héctor Abad Faciolince
El olvido que seremos
Seix Barral, 201022
Páginas: 203-206




“El país está en alerta.  Los asesinatos contra líderes sociales se han disparado y,  en lo que va del año,  el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz) ha registrado 123 casos.
La cifra corresponde a datos recolectados entre el 1 de enero y el 5 de julio del presente año (2018).

Según Indepaz,  Cauca (18 casos),  Antioquia (18),  Valle del Cauca (11),  Córdoba (9) y Nariño (8) son los departamentos que más asesinatos de líderes y/o defensores de Derechos Humanos han tenido en lo corrido del año.

Hasta ahora, los meses en los que más muertes se han registrado son enero (27),  marzo (21) y mayo (18).

El Instituto también aseguró que las organizaciones que más reconocen a sus líderes asesinados son Cumbre Agraria (Onic 17,  Marcha Patriótica 16,  PCN 3,  Congreso de los Pueblos 2 y  Ríos Vivos 2) y la Confederación Comunal de Colombia (16).

En lo que va del 2018,  las víctimas han sido 101 hombres y 18 mujeres.

Con relación al mismo periodo de tiempo del año anterior,  se registró un incremento de 30 asesinatos.

Además, la cifra de muertes contrasta con un mapa que maneja la Defensoría del Pueblo, en el que se habla de 311 asesinatos de líderes sociales entre el 1 de enero del 2016 hasta el 30 de julio del 2018.

Y es que según las estadísticas de Indepaz,  los asesinatos han sido 419.  Son 108 más de los que habla la Defensoría.

“Las dificultades actuales del proceso de paz exigen nuevas respuestas frente a las agresiones que se han venido presentando en contra de los líderes y de las comunidades en los territorios prioritarios para la implementación de los acuerdos”, manifestaron desde Indepaz.

Los dos últimos casos de asesinatos corresponden a dos mujeres que murieron en Tumaco (Nariño) y en Cáceres (Antioquia).

Margarita Estupiñán Uscategui fue víctima en el municipio nariñense. Tenía 54 años y era presidenta de la Junta de Acción Comunal del barrio El Recreo. Fue encontrada con 4 heridas de arma de fuego: 2 en la cabeza y 2 en la espalda.

Del caso registrado en el municipio antioqueño,  se sabe que el nombre de la víctima era Ana María Cortés,  quien fue coordinadora de la campaña de Gustavo Petro en la zona y se desempeñaba como activista en medio de la crisis de Hidroituango.

Y hay otra información que se está indagando: según el ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas,  Cortés tenía “una investigación por tener vínculos con las redes de apoyo del ‘clan del Golfo’”.

Otro de los casos que llamó la atención de todo el país fue el homicidio de 7 campesinos en Argelia (Cauca). Sobre esta situación, Indepaz manifestó que no hay mucha claridad al respecto.

“Lo que sabemos es que esos campesinos no hacían parte de la comunidad y no los han reclamado como líderes o defensores de Derechos Humanos ninguna organización. Hasta que no se esclarezca el hecho no los contemplamos en el listado”, dijo el Instituto,  que agregó que la versión que tienen los militares es que esas personas eran disidentes de las Farc y los asesinó el Eln.

“Lo que sí es claro es que las organizaciones sociales y de Derechos están exigiendo más medidas de prevención y de protección territorial y colectiva”, comentó Indepaz.”

El Tiempo.com


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