Héctor Abad
Gómez y su hijo, Héctor Abad Faciolince.
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“Mi papá nos llevaba con el
doctor Saunders a las barriadas más miserables de Medellín (y muchas veces sin
él, cuando regresaba a su casa en Albuquerque, en Estados Unidos). Al llegar
reunían a los líderes del barrio, y mi papá le servía de traductor para las
propuestas de trabajo comunitario que se les hacían para mejorar sus
condiciones de vida. Se juntaban en una esquina, o en la casa cural si el
párroco estaba de acuerdo (no a todos les gustaba este trabajo social), y les
hablaba y les preguntaba muchas cosas, problemas y necesidades básicas que mi
papá iba anotando en una libreta. Debían organizarse, ante todo, para conseguir
por lo menos agua potable, pues los niños se morían de diarrea y desnutrición.
Yodebía de tener cinco o seis años y mi papá me medía con los niños de mi edad,
o incluso con los mayores, para demostrarles a los líderes del barrio que
algunos de sus hijos estaban flacos, muy bajitos, desnutridos, y así no iban a
poder estudiar bien. No los humillaba; los incitaba a reaccionar. Medía el
perímetro cefálico de los recién nacidos, lo anotaba en tablas, y tomaba fotos
de los niños flacos y barrigones, con parásitos, para enseñarlas después en sus
clases de la Universidad. También pedía que le mostraran los perros y los
cerdos, pues si los animales estaban tan famélicos que se les veían las
costillas eso quería decir que en las casas no sobraba ni un bocado y estaban
pasando hambre. «Sin alimentación, ni siquiera es verdad que todos nacemos
iguales, pues esos niños ya vienen al mundo con desventajas», decía.
A veces íbamos más lejos, a
algunos pueblos, y con nosotros iba también, en ocasiones, el decano de
Arquitectura de la Universidad Pontificia, el doctor Antonio Mesa Jaramillo,
que se encargaba de enseñar a hacer con buena técnica los tanques de agua y a
llevar tuberías hasta las casas, porque el agua potable era lo primero. Después
venían las letrinas («para la adecuada disposición de excretas», decía, muy
técnico, mi papá) o si era posible los trabajos de alcantarillado, que se
hacían los fines de semana, por acción comunal. Más adelante seguían las
campañas de vacunación y las clases de higiene y primeros auxilios en el hogar,
según un programa que se inventó mi papá con las mujeres más inteligentes y
receptivas de cada sitio, y que luego se llevaría a cabo en toda Colombia con
el nombre de «Promotoras rurales de salud». En ocasiones nos recogía un bus de
la Universidad e íbamos con todos los estudiantes de su curso, porque a él le
gustaba que ayudaran y aprendieran al mismo tiempo: «La medicina no se aprende
solamente en los hospitales y en los laboratorios, viendo pacientes y
estudiando células, sino también en la calle, en los barrios, dándonos cuenta
de por qué y de qué se enferman las personas» les decía, muy serio, desde la
primera fila del bus, empuñando un micrófono.”
Héctor Abad Faciolince
El olvido que seremos
Seix Barral, 201022
Páginas: 41-43
Veintitrés punto siete hectáreas de memoria
Por William Fredy Pérez
“Este campus (Universidad de Antioquía) puede
ser visto como un monumento auténtico. Su arquitectura, decía el maestro Ariel Escobar Llano, “tiene
identidad porque está de acuerdo con lo que somos nosotros. No es una copia de nada”. Los materiales con los cuales se hizo son “de
nuestra propia entraña cultural”: arcilla, madera y piedra. Y tejas de barro: “Es que todos en Colombia
llevamos en el subconsciente y en el fondo del alma una casa de teja”. Esta ciudad universitaria puede ser vista, agregaba el arquitecto, “como si la acabaran
de construir o como si tuviera cien, doscientos
o trescientos años”.
Este campus
puede ser visto como un monumento icónico. Aunque haya sido erigido hace apenas unas
décadas, es la imagen que los méritos
científicos y culturales de la universidad evocan. Es el ícono de una
universidad venerada como patrimonio histórico de la comunidad antioqueña.
Este campus
puede ser visto como un monumento polifacético. Él significa también la territorialidad por
excelencia de los universitarios de la universidad pública en la región; sintetiza el sentido de la crítica política, la protesta social, las disputas, luchas e impugnaciones que han caracterizado
la construcción del orden en Colombia. Puede ser visto como un monumento al
conflicto que se vive afuera, pero
también como un símbolo de las habituales formas de recuperar el orden que se
requiere adentro. Un monumento a los
intereses externos que han llegado mucho más acá de porterías del campus, y
también a las “incursiones sociales” de los miles de universitarios que tampoco
encuentran una línea que señala el fin de su territorio. Un monumento a la
extraterritorialidad universitaria, pero
en el sentido del avance de los universitarios más allá de “su propia
jurisdicción”.
Este campus
puede ser visto como un monumento vencido. En su contrastación con el entorno, algunas personas aseguran ver allí los trazos
de “una envejecida corporación” que se resiste al pragmatismo; los “vicios” de
una comunidad insoportablemente contemplativa y parlanchina; los “extraños hábitos” de una gente curiosa, reflexiva, circunspecta, desparpajada y diversa, y los “excesos” de una autoridad y unas
instituciones peculiarmente autónomas. Ven un monumento a “la ineficiencia”.
Este campus
puede ser visto como un monumento público. Su cerramiento es una alegoría del
difícil acceso a la educación superior en Colombia, y por tanto simboliza el privilegio de “ser de
la de Antioquia”. El campus puede
simbolizar también una especie de reducto de la “esfera pública política” en la
cual algunas personas ejercen “una extraña representación” de alguien o de
algo, o en la cual inclusive se encuentran eventualmente las propias
poblaciones concernidas: campesinos, indígenas, habitantes de la ciudad,
desplazados que tratan de ventilar sus problemas. Una estación en el itinerario
de causas sociales y conflictos políticos diversos.
Este campus
puede ser visto como un monumento intricado y a veces misterioso. En él hay rastros de disturbios, escaramuzas, explosiones, huidas precipitadas y accidentes fatales;
huellas del encuentro atropellado entre universitarios y agentes de la fuerza
pública, registros de transgresiones, “incivilidades”, hurtos y asaltos con violencia. Pero sobre todo hay allí unas trazas más o
menos misteriosas o emborronadas de violencia organizada; de una violencia que
se escenificó en la universidad o que recayó sobre ella y sobre los
universitarios. Cicatrices de la guerra, señales de sus protagonistas, marcas
de los medios utilizados y estampas de los daños causados.
Finalmente,
este campus puede ser visto como un monumento en construcción cuyos contornos
serán definidos en todo caso por la memoria, es decir, por las memorias que
desde siempre han permanecido (y tal vez quieren permanecer) en un gesto, en un
discurso; o por las que se han ido incrustando y ocupando un espacio en el
campus; o por las que siguen a la espera de un sitio en el monumento. Lo que
importa de todas esas memorias es que tengan un lugar; es decir, la
localización que permite recordar, el emplazamiento que insiste en preguntar
por qué, la luminosidad que dignifica a las víctimas y la elocuencia que dice
una y otra vez ¡nunca más!
Dos cosas se
pueden decir entonces sobre este campus. La primera, que es un monumento; y que
puede ser visto como auténtico, icónico, polifacético, vencido, público,
intricado, a veces misterioso y en construcción. La segunda, mucho más
concreta, que las dimensiones de ese monumento se pueden medir con exactitud:
Veintitrés punto siete hectáreas de memoria.”
Entre julio y
diciembre de 1987, los paramilitares asesinaron a 17 profesores y estudiantes
de la Universidad de Antioquia, a los principales líderes del Comité de
Derechos Humanos y a importantes activistas de la Unión Patriótica y la
Juventud Comunista del mismo departamento.
El 25 de
agosto de 1987 fue asesinado en Medellín el médico, ensayista, luchador por los derechos
humanos y especialista en Salud Pública colombiano Héctor Abad Gómez.
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