1 d’ag. 2018

la universidad

Héctor Abad Gómez y su hijo, Héctor Abad Faciolince.

“Mi papá nos llevaba con el doctor Saunders a las barriadas más miserables de Medellín (y muchas veces sin él, cuando regresaba a su casa en Albuquerque, en Estados Unidos). Al llegar reunían a los líderes del barrio, y mi papá le servía de traductor para las propuestas de trabajo comunitario que se les hacían para mejorar sus condiciones de vida. Se juntaban en una esquina, o en la casa cural si el párroco estaba de acuerdo (no a todos les gustaba este trabajo social), y les hablaba y les preguntaba muchas cosas, problemas y necesidades básicas que mi papá iba anotando en una libreta. Debían organizarse, ante todo, para conseguir por lo menos agua potable, pues los niños se morían de diarrea y desnutrición. Yodebía de tener cinco o seis años y mi papá me medía con los niños de mi edad, o incluso con los mayores, para demostrarles a los líderes del barrio que algunos de sus hijos estaban flacos, muy bajitos, desnutridos, y así no iban a poder estudiar bien. No los humillaba; los incitaba a reaccionar. Medía el perímetro cefálico de los recién nacidos, lo anotaba en tablas, y tomaba fotos de los niños flacos y barrigones, con parásitos, para enseñarlas después en sus clases de la Universidad. También pedía que le mostraran los perros y los cerdos, pues si los animales estaban tan famélicos que se les veían las costillas eso quería decir que en las casas no sobraba ni un bocado y estaban pasando hambre. «Sin alimentación, ni siquiera es verdad que todos nacemos iguales, pues esos niños ya vienen al mundo con desventajas», decía.

A veces íbamos más lejos, a algunos pueblos, y con nosotros iba también, en ocasiones, el decano de Arquitectura de la Universidad Pontificia, el doctor Antonio Mesa Jaramillo, que se encargaba de enseñar a hacer con buena técnica los tanques de agua y a llevar tuberías hasta las casas, porque el agua potable era lo primero. Después venían las letrinas («para la adecuada disposición de excretas», decía, muy técnico, mi papá) o si era posible los trabajos de alcantarillado, que se hacían los fines de semana, por acción comunal. Más adelante seguían las campañas de vacunación y las clases de higiene y primeros auxilios en el hogar, según un programa que se inventó mi papá con las mujeres más inteligentes y receptivas de cada sitio, y que luego se llevaría a cabo en toda Colombia con el nombre de «Promotoras rurales de salud». En ocasiones nos recogía un bus de la Universidad e íbamos con todos los estudiantes de su curso, porque a él le gustaba que ayudaran y aprendieran al mismo tiempo: «La medicina no se aprende solamente en los hospitales y en los laboratorios, viendo pacientes y estudiando células, sino también en la calle, en los barrios, dándonos cuenta de por qué y de qué se enferman las personas» les decía, muy serio, desde la primera fila del bus, empuñando un micrófono.”

Héctor Abad Faciolince
El olvido que seremos
Seix Barral, 201022
Páginas: 41-43

 

Veintitrés punto siete hectáreas de memoria

Por William Fredy Pérez

“Este campus (Universidad de Antioquía) puede ser visto como un monumento auténtico. Su arquitectura,  decía el maestro Ariel Escobar Llano, “tiene identidad porque está de acuerdo con lo que somos nosotros.  No es una copia de nada”.  Los materiales con los cuales se hizo son “de nuestra propia entraña cultural”: arcilla, madera y piedra.  Y tejas de barro: “Es que todos en Colombia llevamos en el subconsciente y en el fondo del alma una casa de teja”.  Esta ciudad universitaria puede ser vista,  agregaba el arquitecto, “como si la acabaran de construir o como si tuviera cien,  doscientos o trescientos años”.

Este campus puede ser visto como un monumento icónico.  Aunque haya sido erigido hace apenas unas décadas,  es la imagen que los méritos científicos y culturales de la universidad evocan. Es el ícono de una universidad venerada como patrimonio histórico de la comunidad antioqueña.

Este campus puede ser visto como un monumento polifacético.  Él significa también la territorialidad por excelencia de los universitarios de la universidad pública en la región;  sintetiza el sentido de la crítica política,  la protesta social,  las disputas,  luchas e impugnaciones que han caracterizado la construcción del orden en Colombia. Puede ser visto como un monumento al conflicto que se vive afuera,  pero también como un símbolo de las habituales formas de recuperar el orden que se requiere adentro.  Un monumento a los intereses externos que han llegado mucho más acá de porterías del campus, y también a las “incursiones sociales” de los miles de universitarios que tampoco encuentran una línea que señala el fin de su territorio. Un monumento a la extraterritorialidad universitaria,  pero en el sentido del avance de los universitarios más allá de “su propia jurisdicción”.

Este campus puede ser visto como un monumento vencido. En su contrastación con el entorno,  algunas personas aseguran ver allí los trazos de “una envejecida corporación” que se resiste al pragmatismo; los “vicios” de una comunidad insoportablemente contemplativa y parlanchina;  los “extraños hábitos” de una gente curiosa,  reflexiva,  circunspecta,  desparpajada y diversa,  y los “excesos” de una autoridad y unas instituciones peculiarmente autónomas. Ven un monumento a “la ineficiencia”.

Este campus puede ser visto como un monumento público. Su cerramiento es una alegoría del difícil acceso a la educación superior en Colombia,  y por tanto simboliza el privilegio de “ser de la de Antioquia”.  El campus puede simbolizar también una especie de reducto de la “esfera pública política” en la cual algunas personas ejercen “una extraña representación” de alguien o de algo, o en la cual inclusive se encuentran eventualmente las propias poblaciones concernidas: campesinos,  indígenas, habitantes de la ciudad, desplazados que tratan de ventilar sus problemas. Una estación en el itinerario de causas sociales y conflictos políticos diversos.

Este campus puede ser visto como un monumento intricado y a veces misterioso.  En él hay rastros de disturbios,  escaramuzas,  explosiones,  huidas precipitadas y accidentes fatales; huellas del encuentro atropellado entre universitarios y agentes de la fuerza pública, registros de transgresiones, “incivilidades”,  hurtos y asaltos con violencia.  Pero sobre todo hay allí unas trazas más o menos misteriosas o emborronadas de violencia organizada; de una violencia que se escenificó en la universidad o que recayó sobre ella y sobre los universitarios. Cicatrices de la guerra, señales de sus protagonistas, marcas de los medios utilizados y estampas de los daños causados.

Finalmente, este campus puede ser visto como un monumento en construcción cuyos contornos serán definidos en todo caso por la memoria, es decir, por las memorias que desde siempre han permanecido (y tal vez quieren permanecer) en un gesto, en un discurso; o por las que se han ido incrustando y ocupando un espacio en el campus; o por las que siguen a la espera de un sitio en el monumento. Lo que importa de todas esas memorias es que tengan un lugar; es decir, la localización que permite recordar, el emplazamiento que insiste en preguntar por qué, la luminosidad que dignifica a las víctimas y la elocuencia que dice una y otra vez ¡nunca más!

Dos cosas se pueden decir entonces sobre este campus. La primera, que es un monumento; y que puede ser visto como auténtico, icónico, polifacético, vencido, público, intricado, a veces misterioso y en construcción. La segunda, mucho más concreta, que las dimensiones de ese monumento se pueden medir con exactitud: Veintitrés punto siete hectáreas de memoria.”



Entre julio y diciembre de 1987, los paramilitares asesinaron a 17 profesores y estudiantes de la Universidad de Antioquia, a los principales líderes del Comité de Derechos Humanos y a importantes activistas de la Unión Patriótica y la Juventud Comunista del mismo departamento.

El 25 de agosto de 1987 fue asesinado en Medellín el  médico, ensayista, luchador por los derechos humanos y especialista en Salud Pública colombiano Héctor Abad Gómez.




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