Patrimonio: una historia
verdadera, de Philip Roth
Philip Roth
convierte a su padre Herman Roth, y su historia familiar, en el argumento de la
novela. Tras diagnosticarle un tumor cerebral a su padre de 86 años, que vive
solo en un complejo de apartamentos para jubilados en Florida, Philip se hace
cargo del cuidado de Herman y narra, en
primera persona, las vicisitudes
cotidianas de la atención a su padre, que
por otro lado es un hombre de carácter fuerte y poco dado a dejarse cuidar por
un hijo cincuentón.
“Mi padre
había perdido casi por completo la visión del ojo derecho cuando cumplió los
ochenta y seis, pero, por lo demás, su estado de salud podía considerarse
fenomenal para una persona de su edad, hasta que contrajo lo que un médico de
Florida diagnosticó, equivocadamente, como
parálisis de Bell, una infección vírica
que, por lo común, paraliza, con carácter temporal, un lado de la cara.
La parálisis
se le presentó sin previo aviso, al día
siguiente de haber realizado el vuelo entre Nueva Jersey y West Palm Beach,
donde iba a pasar los meses de invierno en un apartamento subarrendado que
compartía con una contable de setenta años, Lilian Beloff —vecina suya del piso de arriba,
en Elizabeth—, con quien había establecido relación
sentimental un año después de la muerte de mi madre, acaecida en 1981. Se sentía tan estupendamente al llegar al
aeropuerto, que decidió no llamar a un
maletero (que, además, le habría costado la propina) y acarrear él
mismo las maletas, desde la recogida de
equipajes a la parada de taxis. Luego, a
la mañana siguiente, en el espejo del
cuarto de baño, vio que la mitad de su
cara había dejado de pertenecerle. Lo
que el día antes era su propio aspecto, ahora
se había trocado en un rostro de nadie: hinchado y caído el párpado inferior
del ojo malo, dejando al descubierto la
textura interior; suelta y sin vida la mejilla del mismo lado, como si, por debajo, le hubiesen rebanado el hueso; y los labios en diagonal, perdida la rectitud en la traza.
Se colocó la
mejilla derecha en el sitio que aún ocupaba la noche antes, sujetándola en tal posición, con la mano, hasta contar diez. Lo hizo varias veces, aquella mañana —y todos los días
subsiguientes—, pero la mejilla volvía a caerse en cuanto la soltaba. Trató de
convencerse de que todo era por una mala postura en la almohada, de que se le había arrugado la piel durante el
sueño; pero lo que de verdad creía era
que le había dado un ataque. Su padre se
había quedado paralítico, a consecuencia
de un ataque, a principios de los años
cuarenta, y él, una vez alcanzada la vejez, me había dicho en repetidas ocasiones:
—No quiero
morirme igual que él. No quiero quedarme
ahí tirado. Es lo que más temo en este mundo.
Me contó que
solía ir a ver a su padre al hospital, a
primera hora de la mañana, camino de su
oficina del centro de la ciudad, y luego
otra vez, cuando iba de regreso a casa. Dos veces al día encendía cigarrillos y se los
colocaba a su padre en los labios. A
última hora de la tarde, se sentaba a su cabecera y le leía el periódico
yiddish. Inmóvil y desamparado, sin más alivio que el tabaco, Sender Roth todavía duró casi un año; y, hasta
que un segundo ataque acabó con él, a
altas horas de una noche de 1942, mi
padre siguió sentándose a su lado dos veces al día, mirándolo morir.”
fragmento
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