Entre ellos. Recuerdos de mis padres, de Richard Ford
Richard Ford reúne en este
volumen dos piezas escritas con una diferencia de más de treinta años. La primera, dedicada a su padre, que murió de un ataque al corazón cuando él
tenía 16 años, y la segunda, a su madre, muerta de cáncer ya en la vejez, en 1981, fue escrita al poco de fallecer ésta.
“En alguna parte profunda de mi
infancia, mi padre llega a casa de la carretera un viernes por la noche. Es
viajante de comercio. Estamos en el año 1951 o 1952. Trae abultados paquetes envueltos
en papel blanco de carnicería llenos de gambas cocidas, tamales u ostras sin
concha que ha comprado al peso en Louisiana. Las gambas y los tamales sueltan
un vaho húmedo y caliente cuando abre los paquetes. Las luces de nuestra
pequeña casa adosada de North Congress Street, en Jackson, están todas
encendidas. Mi padre, Parker Ford, es un hombre grande, suave y de aspecto robusto, de sonrisa muy abierta, como si supiera un
chiste muy bueno. Está entusiasmado por estar en casa. Olfatea el aire con placer. Sus ojos azules chispean. Mi madre está de pie
a su lado; le tranquiliza que haya vuelto.
Está pletórica, feliz. Mi padre extiende
los paquetes en la mesa metálica de la cocina para que veamos las cosas antes
de comer. La vida es tan festiva como uno pueda imaginar. Mi padre ha vuelto a
casa otra vez.
Mi madre y yo nos hemos pasado
la semana esperando con emoción su llegada. «Edna, ¿te importa...?», «Edna,
¿hiciste...?», «Hijo, hijo, hijo...». Yo estoy en medio de todo. La vida normal
– entre su marcha los lunes y su vuelta los viernes por la noche es el tiempo
del intervalo. Un tiempo sobre el que él no necesita saber nada y del que mi
madre se lo ahorra todo. Si ha sucedido algo malo, si mi madre y yo hemos
tenido una pelea (lo cual siempre es posible), si yo he tenido problemas en el
colegio (algo también posible), la
noticia se le ocultará, se le maquillará
para que él siga con su paz de espíritu. No recuerdo a mi madre diciendo
«Tendré que contarle esto a tu padre». O «Espera a que vuelva tu padre...». O
«A tu padre no va a gustarle esto...». Mi padre deja –los dos dejan la
administración de los acontecimientos de la semana, mi supervisión incluida, en
manos de mi madre. Si no tiene que oír
nada sobre eso cuando vuelve a casa –eufórico y sonriente y lleno de paquetes–,
se presupone que no ha pasado nada muy
malo durante la semana. Lo cual es
cierto y, en ese sentido, a mí me vale.
Su cara grande, carnosa y
maleable era muy dada a sonreír. Su
primera cara era siempre la sonriente. El largo labio irlandés. Los ojos azules
transparentes..., mis ojos. Mi madre debió de notarlo cuando le conoció, dondequiera
que fuera. En Hot Springs o en Little
Rock, un poco antes de 1928. Reparó en ello y le gustó. Un hombre al que le gustaba ser feliz. Ella nunca había sido exactamente feliz, solo
lo había sido de forma inexacta con las monjas del St. Anne’s, en Fort Smith, donde su madre la había metido
para quitársela de en medio.
Para ser feliz, sin embargo,
había que pagar un precio. La madre de
mi padre, Minnie, emigrante inflexible y presbiteriana de County Cavan –una
mujer viuda en una localidad pequeña–, sostenía que mi madre era católica. ¿Por
qué, si no, había estado interna en un colegio de esa confesión? Católico
significaba «abierto de mente», no de mente estrecha y retraída. Parker Carrol
era el tercero de sus hijos. El
benjamín. Su marido, el padre de mi padre, L. D. júnior, se había suicidado. Un granjero con ínfulas de dandy y bastón con
empuñadura de oro en una pequeña población de Arkansas. Dejó a su viuda todas sus deudas y los
chismorreos sobre su persona. Y esta se propuso proteger a aquel hijo precioso.
De los católicos, en primer lugar. Mi madre nunca «poseería» del
todo a su marido, si es que su suegra
tenía algo que decir a ese respecto. Y lo tendría.
Mi padre no proyectaba una
imagen de «fuerza», ni siquiera de joven. Más bien proyectaba una forma de ser
amable, bisoña, una propensión a que lo subestimaran. A que lo engañaran. Salvo en el caso de mi
madre. Mi memoria me dice que era
proclive a no sobresalir cuando estaba en grupo, y sin embargo se inclinaba
hacia delante cuando hablaba, como si estuviera a punto de oír algo que tenía
que conocer. Estaba su tamaño considerable; su sonrisa cálida, indecisa. Una mujer a la que le gustara mi padre –mi
madre– podría tomar eso como timidez, como una fragilidad con la que una esposa
podía arreglárselas. Él, probablemente, no disfrazaba las cosas ni a sí mismo: no era
un hombre tan entendido en todo como para que una mujer no pudiera ocuparse de
él. Estaba también el terrible mal
genio, no tanto iracundia cuanto estallido y arrebato, a causa de frustraciones
por las cosas que no podía hacer, no había hecho todo lo bien que debía o no
sabía hacer: insatisfacciones íntimas, posiblemente como las que habían llevado
a su joven padre a sentarse en el escalón del porche una noche de luna del
verano de 1916, después de haber perdido
la granja por culpa de unas malas inversiones, y, desesperado,
quitarse la vida con veneno. El genio de
mi padre no era de ese tipo. Su ternura, su carácter luminoso y esperanzado y
su indefinición eran lo opuesto a eso, y le permitían una abertura hacia una
vida que mi madre podía vislumbrar y casar con el sonido de su nombre: Edna.
Cuando mi madre conoció a mi
padre tenía diecisiete años, y él
seguramente unos veinticuatro. Era el «hombre de las frutas y verduras» en la
Clarence Saunders de Hot Springs, donde mi madre vivía con sus padres. La Clarence Saunders era una pequeña cadena de
tiendas de comestibles que hoy ya no existe. Conservo una fotografía de mi padre rodeado de
grandes cestos y expositores de madera rebosantes de cebollas, patatas, zanahorias, manzanas. Es una tienda con el aire de antaño. Lleva un mandil blanco con peto y mira
fijamente y con una leve sonrisa a la cámara. Lleva el pelo negro bien peinado. Es bastante guapo, y parece competente y espabilado, un joven en camino hacia algo mejor: una
carrera, no un mero empleo. Son los años veinte. Ha venido a la ciudad desde el campo, con todas sus virtudes campesinas. ¿Estaba nervioso en esa fotografía?
¿Entusiasmado? ¿Tenía miedo a fracasar? ¿Por qué, se pregunta uno, había dejado
la diminuta Atkins (la capital mundial de los encurtidos), de donde era
oriundo? Todo incógnitas. Su hermano
Elmo –llamado «Pat» por su origen irlandés– vivía en Little Rock, pero pronto
se enroló en la marina. Su hermana se
quedó en casa, con una familia en
expansión. Es muy posible que cuando le sacaron esta fotografía ya hubiera
conocido a mi madre y se hubiera enamorado de ella. Las fechas no están más claras que las
razones.
No mucho después, sin embargo,
consiguió un empleo de encargado en las Liberty Stores de Little Rock, otra
cadena de tiendas de comestibles. Se hizo masón. Y al poco unos atracadores entraron
en uno de sus lugares de trabajo esgrimiendo armas de fuego, cogieron el dinero, golpearon a mi padre en la
cabeza y se fueron. Después de eso le
despidieron, y nunca le dijeron exactamente
por qué. Quizá dijo algo que no debería
haber dicho. No sé cómo lo veía la
gente. ¿Cómo a un paleto? , ¿Cómo a un patán? , ¿Cómo a un niño mimado? ¿No era
lo bastante valiente? Quizá lo veían como a un personaje al que el gran Chéjov
habría atribuido una copiosa aunque no necesariamente rica vida interior. Un
joven a la deriva en medio de sus circunstancias.”
fragmento
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