La siempreviva
obra de teatro de
Miguel Torres
Los hechos:
EL 6 de noviembre de 1985, a las 11:30 de la mañana, un comando del M-19 tomó el Palacio de
Justicia de Bogotá, con el objetivo principal de enjuiciar públicamente al
presidente de la época Belisario Betancur por el incumplimiento de los acuerdos
de paz firmados el año anterior.
La reacción de las fuerzas
armadas colombianas fue brutal y tras 28 horas recuperaron el Palacio, después de haberle prendido fuego dejar
más de un centenar de muertos y secuestrar y hacer desparecer a doce personas.
La obra:
“El 6 de noviembre de 1985
Miguel Torres andaba cerca de la Plaza de Bolívar cuando los tanques del Ejército
iniciaron su embestida contra el Palacio de Justicia, que había caído en manos
de un grupo de guerrilleros. Vio cómo los militares bombardearon el edificio
hasta producir su total destrucción, dejando carbonizados e irreconocibles los
cuerpos de sus ocupantes, incluyendo el del presidente de la Corte Suprema
igual que a los de la casi totalidad de sus miembros. Al día siguiente, cuenta el dramaturgo, al ver que del Palacio solo habían quedado
“sangre y cenizas”, resolvió que en algún momento “haría algo sobre la
tragedia”. El resultado fue esta extraordinaria pieza para el teatro: La siempreviva.
Sobraban elementos para un
drama. Otro autor habría situado su obra dentro del mismo Palacio. Tal vez en
el despacho del presidente de la Corte quien, en medio de crecientes llamaradas
y bajo la amenaza de un fusil guerrillero, clamaba desesperadamente por un cese
al fuego. O en el estrecho baño del segundo piso donde docenas de empleados se
apeñuscaban aterrados como en una ratonera mientras los cañonazos abrían
grandes boquetes en el techo encima de sus cabezas. Pero Torres sorprendió con
un escenario en apariencia mucho menos dramático: una vieja casa de inquilinato
a unas cuadras de la Plaza de Bolívar. Los personajes que la habitan son tan
familiares que al inicio el espectador se siente ante una obra costumbrista.
Hasta cuando empiezan a sonar los ominosos noticieros transmitidos por un radio
puesto sobre una repisa en el centro del corredor. La acción se centra en la
hija de la casa quien, recién graduada de abogada, solo ha conseguido trabajo
temporal de mesera en una cafetería. Pero no en cualquier cafetería, sino en la
del Palacio, donde prontamente va a ser desaparecida junto con sus compañeros.
Al situarnos entre gente del
común, La siempreviva nos hace ver –más que ver, sentir– cómo fuimos afectados
todos por aquella barbarie, tal vez la más horrenda atrocidad perpetrada en la
historia del país como espectáculo público, y en pleno centro de la capital.
Imposible no identificarnos con el dolor de la madre enloquecida por el cruel
destino de su hija. Y con el de los pobres inquilinos que, al final de la obra,
nos miran a través de los postigos de la casa. Golpean contra los vidrios con
angustia. Nos quieren decir algo. Pero no pueden. Son meros fantasmas. Han sido
desaparecidos y asesinados. Si no en este mismo holocausto, en algún otro.
Igual que nosotros, tal vez, los mudos espectadores del drama.”
por Joe Broderick
revista Arcadia
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