Ámsterdam
Ian McEwan
Anagrama, septiembre 2008 (8ª edición)
“Miró a su
alrededor: muchos de los asistentes tenían más o menos su edad (la de él, la de
Molly). Cuán prósperos, cuán influyentes, cómo habían medrado con aquel
gobierno que antes habían despreciado durante casi diecisiete años. He ahí a tu
generación. Tanta energía, tanta suerte… Alimentados en la posguerra a los
pechos del Estado, y luego sostenidos por la inocua, vacilante prosperidad de
sus progenitores, se habían hecho hombres y mujeres en el pleno empleo, en las
nuevas universidades, en los luminosos libros de bolsillo, en la era augusta
del rock and roll, de los ideales realizables. Cuando la escalera se había
hundido a su espalda, ellos ya estaban a salvo, ellos ya se habían asentado,
ellos ya se habían establecido y ya habían dado forma a esto y aquello: el
gusto, la opinión, la riqueza…” (pág.
22)
“Los humanos
sabíamos tan poco unos de otros. Nos hallábamos sumergidos casi por entero,
como icebergs, y apenas dejábamos ver la cara tranquila y clara de nuestro ser
social. Ahora Clive tenía ante sí una rara vista de debajo de las olas, la
visión de la intimidad tormentosa de un hombre, de su dignidad desbaratada por
una imperiosa necesidad de pura fantasía, de puro pensamiento, por ese elemento
humano irreductible: la mente.” (pág.
84)
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