por Tim Adams
“Hay una
tendencia casandriana en la ficción de McEwan. Sus dramas domésticos se
desarrollan rutinariamente en un contexto de fatalidad amenazada que el New Yorker llamó “el arte de la
inquietud”. Por lo tanto, le sugerí una tarde, sólo era cuestión de tiempo que
se acercara a los inminentes desafíos éticos de la Inteligencia Artificial.
McEwan sonrió ante esta idea y explicó que había estado cautivado por la
posibilidad de la conciencia creada por el hombre casi desde que podía
recordar. Tiene 71 años, aún es ágil, delgado y prolífico, y se encuentra entre
los pocos novelistas ingleses que todavía pueden aparecer en los titulares con
comentarios erráticos sobre los temas del día. Hubo un tiempo en que parecía
acercarse a ese papel de “hombre de letras” con una gravedad estudiada, pero
hoy en día luce este manto más ligeramente.
El McEwan
escritor tiene antenas nerviosas que escanean las noticias en busca de
patrones. Al reflexionar sobre los temas de su nueva novela, menciona el
accidente del Boeing 737 en Etiopía del pasado marzo, en el que el software del
avión anuló los esfuerzos del piloto para mantenerlo en el aire.
Pregunta. ¿Fue una historia similar el
germen de su novela?
Respuesta. No exclusivamente, claro,
pero este es un suceso que se convertirá en una tónica insistente en todas las
áreas de nuestras vidas. La gente todavía no es muy consciente de que cuando se
sube a un avión está volando en un cerebro gigante. Y ese cerebro podría creer
que el avión está cayendo, aunque desde el piloto hasta el último pasajero
puedan ver que el avión sigue en vuelo. Estamos viviendo el proceso de
traspasar la responsabilidad de la seguridad, pero también de las decisiones
éticas, a las máquinas.
P. ¿Por qué no entrar plenamente en la
ciencia ficción para reflexionar sobre estos dilemas?
R. No me interesa explorar el futuro en
términos de viajar a 10 veces la velocidad de la luz, sino que quiero
desmenuzar los dilemas humanos de estar cerca de algo que sabes que es
artificial pero que piensa como tú. Si una máquina parece ser humana o no se
puede notar la diferencia, es mejor que empecemos a pensar si tiene
responsabilidades, derechos y todo lo demás. Debemos enfrentar los desafíos de
codificar lo que significa ser completamente humano.
La historia de
Máquinas como yo es la mezcla
familiar en McEwan de psicologías minuciosamente observadas y una trama con
giros inesperados. El drama de su novela, un triángulo amoroso en el que uno de
los tres tiene un interruptor de apagado, depende de la cuestión de si podemos
enseñar a las máquinas a mentir. “¿Quién va a escribir el algoritmo para la
mentira piadosa que evita los sonrojos de un amigo?”, pregunta, “¿o la mentira
capciosa que envía a prisión al violador que de otra manera quedaría libre?”.
P. ¿Se podría decir que está abordando
las preguntas de la IA desde el ángulo opuesto a Mary Shelley en Frankenstein?
R. En cierto sentido sí, porque en la
novela de Shelley el monstruo es una metáfora de la ciencia fuera de control,
pero lo que a mí me interesaba relatar aquí es nuestra propia pérdida de
control, que es el hilo conductor de toda mi narrativa.
La acción de
la novela no se desarrolla en un futuro virtual, sino en un fragmento
reinventado del pasado personal de McEwan. Charlie, un vago alter ego del
novelista y su compañero robot, Adán, viven en una casa en el sur de Londres a
principios de la década de 1980, tal como hizo McEwan. La anomalía tecnológica
de Adán se explica por el hecho de que Alan
Turing, el científico que descifró el código Enigma, nunca se quitó la vida
en 1954, sino que vivió hasta los 70 años para cumplir su sueño de crear el
primer humano con un cerebro artificial.
P. ¿Qué le llevó a ambientar la novela
en esa época?
R. No sabría exactamente por dónde
empezar escribiendo una novela sobre nuestro polarizado momento actual, así que
elegí aquellos años como una licencia para examinar una década cuyos dramas
políticos se parecen mucho a los nuestros. Así, el libro hace referencia a la
batalla por dentro del Partido Laborista y también se imagina las consecuencias
de una guerra de las Malvinas que habría sido una derrota humillante. Lo mejor
de tener una realidad alterada es que no puedes equivocarte. Aunque me temo que
me he convertido en un creador de noticias falsas para casi cualquiera menor de
40.
Cuanto más
reinventaba McEwan esa época, más sentía que su historia se estaba
reproduciendo como una farsa. “Cuando ocurrió lo de las Malvinas, estaba muy en
contra de toda la campaña, y todos los que conocía, con la excepción de Christopher Hitchens, sentían lo
mismo”, recuerda. “Sin embargo, cada encuesta que leí decía que el 80 o el 90 %
estaba a favor de la invasión. Me di cuenta de que vivía en una enorme burbuja.
Pero igual que ahora, que apenas tengo amigos o conocidos que estén a favor del
Brexit”.
P. Se embarcó en su novela un par de
meses después del referéndum europeo. ¿Cuánto se filtró en ella de la atmósfera
general de malestar que sintió?
R. Si lo hizo fue desde el
subconsciente. A veces, me levanto por la mañana preguntándome en qué me afecta
todo esto y luego lo recuerdo. El Brexit me parece una tragedia nacional. La
gran mentira de los Brexiters, su polvo mágico, fue persuadir al 37 % del
electorado de que la UE, y no el Reino Unido, es responsable de la inmigración.
Y tuvieron éxito. Nunca sé las cosas que estas personas aman de Inglaterra,
sólo oigo lo que odian.
Mientras
explica esto, recuerdo un par de perfiles de McEwan donde lo describen como el “novelista
nacional” de Gran Bretaña. Realmente nunca había pensado en él de esa manera,
pero parece cierto teniendo en cuenta su amplio conocimiento de las raíces profundas
de nuestras neurosis. La noche de bodas no consumada en Chesil Beach (2007), por ejemplo, capturó toda esa rareza
larkinesca sobre el sexo que nunca fue expulsada del todo de las clases medias
por la promiscua década de 1960.
McEwan nació
de alguna manera para ese papel de psicólogo nacional. Su padre, el comandante David McEwan, era un suboficial recio y
duro que bebía mucho, y él creció en Aldershot y en varias bases militares en
los confines más remotos del imperio. La madre de McEwan había conocido a su
padre en 1941. Su primer esposo, Ernest
Wort, estaba sirviendo en las fuerzas extranjeras y en 1942 ella y David
concibieron un hijo que fue dado en adopción. Después, Wort fue asesinado en
combate en 1944, y los padres de McEwan se casaron. Los dos hijos del primer
matrimonio de su madre, no deseados por su padre, fueron repartidos, uno fue
enviado a vivir con su abuela paterna y el otro fue inscrito en un internado
para huérfanos de soldados. Cuando McEwan nació, fue tratado como hijo único.
Hasta 2002 no descubrió y conoció al hermano que había sido dado en adopción,
un albañil llamado Dave Sharp.
P. ¿Esa turbulenta historia familiar le
provoca un deseo mayor al de la media de dar un sentido al mundo? ¿Ve la
relación de sus padres como el detonante de su ficción?
R. Pienso mucho en el matrimonio de mis
padres. Descubrir que tenía un hermano que no conocía me hizo volver a
examinarlo y entenderlo de manera diferente, especialmente a mi madre, la
tristeza que creo que ya entonces se cernía sobre ella y que ahora empiezo a
comprender.
P. Sus libros, desde Niños en el tiempo (1987) en adelante,
están llenos de relaciones naufragadas y niños desaparecidos, ¿quizá confronta
su historia personal de manera inconsciente?
R. No, creo que nunca me he acercado
tanto, porque es un pensamiento bastante doloroso. De la misma forma en que una
guerra destruye vidas privadas, siembra una confusión que no puede registrarse
ni siquiera por quienes escribimos.
P. ¿Su padre leyó sus libros, qué le
parecieron?
R. Sí, lo hizo, y estaba dividido entre
el placer que parecía sentir al ver mi cara en los periódicos de vez en cuando
y el horror absoluto por el contenido de mis novelas.
En esto,
McEwan compartió un trasfondo común con esos amigos, todos nacidos en los
cuatro años posteriores a la guerra, que más tarde se convirtieron, junto a él,
en los principales adalides del Londres literario. Los padres de Julian Barnes nunca leyeron sus libros
(“demasiado lenguaje popular”), mientras que Kingsley Amis nunca pasó de las primeras páginas de ninguna de las
novelas de Martin. Christopher Hitchens
llamaba a su padre, héroe naval en la guerra, simplemente “el comandante”.
P. ¿Cree que este grupo de escritores y
figuras públicas habría logrado todo lo que tiene sin el apoyo mutuo?
R. Oh sí, creo que sí. La literatura
nunca fue una clave. En aquel entonces nos sentábamos a charlar como lo hacemos
ahora, y si hablábamos de literatura solo era para celebrar las cosas que nos
gustaban. Sobre todo nos divertimos mucho.
Aunque sin
duda había mucha energía competitiva entre ellos, cada uno tenía siempre
suficiente éxito para hacer que la envidia fuera solo un juego de salón. El de
McEwan es quizá el talento menos extravagante de ese círculo, pero ha resultado
ser el más comercial y quizá el más duradero. Desde el enorme éxito de Expiación, con seis millones de
ejemplares vendidos, varias de sus novelas se han llevado al cine. Dos se
estrenaron el año pasado: Chesil Beach
y La Ley del menor (2014), y
actualmente está trabajando en la adaptación de Operación Dulce (2012), su historia de espionaje de los años 70.
P. ¿Sigue sentándose a su escritorio
con la misma emoción que cuando empezaba?
R. Creo sinceramente que sigo en la
brecha. Intento ponerme a escribir antes de las 10, no demasiado temprano, y
todavía disfruto de esos días mágicos de escritura cuando olvidas que existes y
sales a la superficie una hora más tarde con 400 palabras que no esperabas
escribir. Nunca he aprendido a convocar esos momentos de inspiración, pero
sentarse a escribir es, sin duda, la primera condición.
P. Entonces, ¿entrar en su séptima
década, no le ha quitado el gusto por la vida?
R. Al revés. Cuando cumplí 18 años
tenía el corazón roto. Mi madre me dijo una vez cuando tenía 20: “Sabes que
daría lo que fuera por tener 45 años de nuevo”. Obviamente me eché a reír, pero
ahora lo entiendo. Jugué un buen partido de squash cuando tenía 45 años. Tenía
la vida resuelta y disfrutaba. Ahora sigue siendo similar. Los placeres de la
conversación o el grado en que me deprimo por las noticias diarias no se
desvanecen. Por ejemplo, siempre me he tomado muy en serio la idea de las
vacaciones y mis dos hijos mayores también la tienen, lo cual me encanta. A
menudo vamos de vacaciones juntos, algo que nunca hice con mis padres.
P. ¿Cree que su generación entiende
mejor a sus hijos que sus padres a la de ustedes?
R. No sé si mejor, pero no existe, como
entonces, una barrera invisible. En la generación de mis padres, los hombres
habían mirado de forma especial al abismo, así que después sólo querían cortar
el césped o limpiar el coche. No tenían ningún problema con lo ordinario y no
comprendían que para nosotros crecer con paz y prosperidad fuera motivo de
rebelión. Sin embargo, en aquellos días el Parlamento estaba lleno de personas
que habían servido en la guerra, por lo que eran útilmente reacias al riesgo.
Desgraciadamente, hoy en día ya no tenemos políticos con ese carácter.
P. Volvemos así al tema original de los
riesgos de la tecnología, ¿hasta qué punto es inadecuada e imprudente nuestra
política actual para tratar con ellos?
R. Estamos al comienzo de la
Inteligencia Artificial y suponiendo que la civilización se mantenga unida,
esto tendrá un efecto masivo en el empleo. Varias formas de nacionalismo ya
están culpando a los inmigrantes de los cambios que son el resultado de la
automatización… y esto es terrible. Sin embargo, hay una famosa regla sobre los
futuros imaginados: las cosas nunca son tan malas como dicen los pesimistas y
nunca tan buenas como esperan los optimistas.”
El Cultural
06/09/2019
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