Ángeles sin alas
Un relato de Theodor Kallifatides
La Vanguardia
17/08/2020
“Cuando era niño, en mi casa no había cuadros. Sospecho que no los había en ninguna casa del pueblo. Pero iconos sí. Sobre todo de la Virgen María. Era nuestra capilla doméstica. Veía a mi abuela persignarse, encender una vela frente a ella, bisbisear algunas palabras. Con eso se quedaba ya lista para acometer sus faenas diarias. Menuda y vestida de negro, erguida como un signo de exclamación.
Los iconos eran sagrados, pero no todos obraban milagros. En el pueblo, sin embargo, teníamos uno de esos. Era el sagrado icono de Paraskevís, que estaba en la capilla de la colina, en lo alto del pueblo. Lo había encontrado en un campo una anciana piadosa, conducida allí por un fuerte resplandor que se había alzado de la tierra.
Hasta ese icono llegaban peregrinos de distintas partes del país. En su mayoría ciegos o con problemas de visión. Se arrodillaban ante él, le rogaban con lágrimas en los ojos y algunos afirmaban sentirse mejor al instante. Aquel icono fue el primer oculista del pueblo.
Un domingo de octubre del año pasado se me venían a la memoria esos recuerdos, al despertarme solo en el hotel Sardinero de Madrid, confuso y cansado. Habían sido unos días muy ajetreados con numerosas reuniones, entrevistas y conversaciones. Mi librito Otra vida por vivir había cosechado éxito. Gozaba de reconocimiento en todas partes, figuraba en las listas de los más vendidos, hasta había recibido el premio Cálamo: el primer y único galardón extranjero. La publicación de El asedio de Troya estaba al caer.
Nunca antes había vivido algo parecido. La gente era amable, cercana, alegre. Debería estar contento, pero no lo estaba. En su lugar, me angustiaba la perspectiva de aquel largo domingo solitario. Mi Ariadna no había podido acompañarme. Me refiero a mi mujer. Es ella la que siempre encuentra el camino, la que sabe de su propio paradero las 24 horas del día. Yo no tengo sentido de la orientación. Soy capaz de perderme en mi propio cuerpo. Me pica detrás de la oreja y me rasco la axila.
De verdad que es así. Me perdí en el hotel, concretamente en busca de la sala de desayunos, a la que al final llegué con ayuda del olfato, que pese a décadas fumando aún me funcionaba. Mi madre decía de mí que había nacido con tres orificios nasales. Era capaz de percibir la lluvia que venía de camino, el aroma de mi madre entre un centenar de personas, y también otros olores menos agradables.
¿Qué iba yo a hacer un día entero en una gran ciudad como Madrid? No quería llamar a ninguna de esas personas encantadoras a las que había conocido, en realidad quería estar solo. Quería estar solo como la primera vez en Estocolmo. Con los años, las imágenes de aquella época me asaltaban con mucha mayor frecuencia.
Largos días sin intercambiar una sola palabra más que en alguna cola. Cuando iba a comprar comida, me colocaba voluntariamente en la fila más larga y casi siempre surgía alguna conversación, pese a lo limitadísimo de mi léxico. Se respiraba cierta calidez entre quienes esperábamos. Podía uno encontrarse con una mirada ajena; estábamos todos allí con un mismo recado. Era un alivio estar a la cola.
Era peor por las noches. Trabajaba en un restaurante y cogía en Jarlaplan el autobús nocturno de vuelta a casa. De noche me daban la espalda unos barrios hermosos y silenciosos. Así me sentía. En Atenas era totalmente distinto. Allí conocía a la gente, sabía a quién votaban, en qué tenían depositada su esperanza, de qué equipo de fútbol eran, y yo era uno de ellos. Mi ciudad jamás me daba la espalda. Pero Estocolmo se encerraba en sí misma y no había nada que hacer al respecto. Estaba solo. En casa no había nadie más que yo.
Ahora estaba en Madrid y ante mí se extendía un largo domingo vacío. Pero tenía un plan.
Domenicos Theotokopoulos nació en 1541 en un pueblecito de Creta, que por entonces pertenecía a Venecia, una democracia independiente. Con tan solo diecisiete años se marchó de Creta a Venecia, concretamente como aprendiz en el taller del maestro Tiziano. En su Creta natal lo llamaban maestro, pero en Venecia tuvo que volver a empezar de cero. Fue allí también donde lo bautizaron como El Greco, pues su verdadero apellido era bastante largo y complicado.
De mis comienzos en Suecia recuerdo cómo reaccionaba la gente.
—¿Y tú cómo te llamas?
—Theodor Kallifatides.
—¡Uy! —me decían, y me pedían que lo deletreara.
—Kalle-Adam-Ludvig-Ludvig-Ivar-Fredrick-Adam...
—¡No tan rápido!
—Tore-Ivar-David-Erik-Sigurd.
El mundo no avanza tan rápido como creemos.
Poco sabemos sobre el período veneciano en la vida del Greco. Pero ha dado pie a una serie de anécdotas. Y hay una que me gusta mucho. Un día se quejaba el joven griego de que jamás pintaría como el maestro. Y Tiziano lo consoló. “Puedes ser todavía mejor. Puedes ser tú mismo”, le dijo el maestro.
Pensé en Ingmar Bergman. Una vez, me lamenté ante él de haber cometido todos los errores posibles. “Tranquilo, que siempre hay más”, me respondió él.
Una respuesta así puede marcar a uno para el resto de su vida.
El Greco se quedó tres años en Venecia y después se marchó a Roma, donde la rivalidad entre artistas era todavía más acusada. Miguel Ángel era el rey, pero el Greco decía de él que, aunque majo, era un inepto, y sugirió que pintaran por encima de su obra en la Capilla Sixtina.
¿Por qué dicen los grandes artistas semejantes tonterías sobre otros grandes artistas? Porque a los grandes artistas el arte malo no les preocupa, lo que les preocupa es el gran arte ajeno. Algunas veces caen de rodillas ante él y otras veces lo detestan. A Tolstói Shakespeare lo ponía enfermo.
El Greco no permaneció mucho tiempo en Roma, sino que probó suerte en Madrid, donde Felipe II estaba construyendo El Escorial y atraía a artistas de toda Europa. El Greco recibió un encargo, pero el rey no se quedó satisfecho y aquel cretense de treinta años emprendió rumbo hacia Toledo.
Allá me dirigía yo aquel caluroso domingo de octubre, “de espaldas al futuro”, como diría Anthony Burgess, pues iba sentado en dirección contraria a la marcha. El tren estaba atestado, pero la urbanidad española hizo que aquel breve viaje resultara muy cómodo y agradable. Nada de griteríos, ni de conversaciones telefónicas indiscretas, ni de saltos por los vagones. Me conmovió especialmente una hermana mayor jovencísima que les leía en voz alta a sus tres hermanos pequeños. Estaban colgados de ella igual que cuelgan las uvas en la vid. Me pareció entender que les estaba leyendo El Quijote.
Me atrevería a afirmar que es el único libro del mundo que cualquiera puede leer a cualquier edad. Yo tenía catorce años cuando lo leí y me hizo llorar de la risa. Don Quijote. El primer hombre moderno, arrojado a una realidad que él no comprende. Gran parte de lo que se escribió después sigue su estela.
Al apearme del tren en la bonita estación de Toledo, me sentía colmado de esperanza. Tenía el día a mis pies. Era un sentimiento del todo distinto el que se apoderó de mí cuando me bajé del tren en la estación central de Estocolmo al llegar a Suecia. Entonces estaba ansioso como un conejo. Fue hace mucho. Pero a día de hoy todavía me inquieta la estación central. Hay sentimientos que nunca nos abandonan. Los extranjeros nos congregábamos allí al caer la tarde, igual que pájaros en busca de un árbol donde pasar la noche. No nos conocíamos. Había yugoslavos, griegos, algún que otro turco, unos pocos finlandeses. Hombres jóvenes y solitarios que veían desaparecer la vida con la rapidez de un gusano en la hierba. Intercambiábamos algunas palabras. Fumábamos algún cigarrillo juntos. Aquello era todo y era lo único. La vida se componía de casualidades.
Toledo no es una ciudad cualquiera. Durante mucho tiempo fue sede de la corona española, y se yergue a orillas del plácido Tajo, sobre una alta colina. Las calles son estrechas y las callejuelas, más aún. Se la ha llamado “la ciudad de las tres culturas”, es decir, de moros, cristianos y judíos. Las tres han ejercido una influencia mutua muy visible y muy provechosa. Podría considerarse una lección sobre integración.
El Greco se instaló en el sector judío, “la Jerusalén española”. Por allí avanza el taxi con notable destreza y me deja a toda prisa a la entrada de su casa, reconvertida ahora en un museo. Museo del Greco. Se trata de un edificio de tres plantas, rodeado por un jardín bien cuidado con bancos para los ancianos. Pero ese día no somos muchos. La mayoría son jóvenes que pasean de la mano. Se oyen distintas lenguas. Dos mujeres jóvenes hablan griego y el corazón me pega una voltereta en el pecho. Lo hace cada vez que oigo mi idioma en algún país extranjero.
Conque aquí vivía mi paisano con su hermano mayor, casi con total probabilidad los únicos griegos de la ciudad, aunque uno no puede estar seguro. Sea como sea, tuvo suerte. Conoció al amor de su vida. Doña Jerónima de las Cuevas.
¿Quién era? ¿Cómo se conocieron? ¿Sería en alguna fiesta, o en alguna de las callejuelas estrechas? Nada se sabe al respecto, pero eso no impide que haya una serie de teorías. Que si era hija de un acaudalado toledano que había contratado al Greco como pintor, que si era hija única y de ascendencia morisca.
No sabemos mucho de ella, pero permanece entre nosotros. Es su rostro. Es su mirada la que se ve en sus cuadros. Esa mirada oscura e introspectiva bajo sus alargadas cejas.
Tuvieron un hijo juntos, pero jamás se casaron. ¿Por qué? Una vez más, no hay más que teorías. Que si su padre la había mandado con las monjas, que si murió joven. Sencillamente no se sabe.
Su hijo, Jorge Manuel, se crio con el Greco, que era un padre muy cariñoso. ¿Y cómo iba a ser si no? No tenía a nadie más.
Eso es lo que le ocurre a uno al vivir su vida en un país extranjero. Un hijo pasa a ser la prueba de que uno ha echado raíces. Lo sé. Así me sentí yo al ser padre. “Ahora tengo raíces en Suecia”, pensé entonces, y en eso pienso también mientras camino despacio, de una habitación a otra, en la casa del Greco.
La mayoría de sus pinturas más célebres están repartidas por España y por el extranjero, pero aquí se encuentra lo cotidiano detrás de la obra maestra, el ahínco diario por dominar aquello que él quería dominar por encima de todo lo demás: la luz.
La verdad es que no sabría decir si lo consiguió. Lo único que sabría decir es que la luz de sus pinturas es la más grande y la más hermosa que he visto. El museo alberga su vista y plano de Toledo, que figura entre sus obras más conocidas. Uno podría pasarse horas contemplándola.
Eso hice yo también. Igual que cuando vi por primera vez el retrato del primer inquisidor, el cardenal Niño de Guevara, que acometió su tarea con suma diligencia. Cientos de personas ardieron en la hoguera. Hasta el Greco estuvo acusado por pintar ángeles sin alas.
La mirada del cardenal y el fanatismo que desprende nos permiten intuir todos los crímenes que, antes y después, se cometieron contra la humanidad. La mirada del exterminio. Basta con verla una vez para no olvidarla jamás.
Llega la hora de volver a Madrid. Paseo despacio por la judería. De repente veo una placa a la entrada de una taberna muy antigua que ya no funciona como tal. Allí solía ir Cervantes cuando estaba de visita por Toledo. Él y el Greco fueron coetáneos. ¿Se conocerían? ¿Aquel forastero venido de Grecia y aquel forastero en la realidad?
No se sabe.
Pero a mí me gusta pensar que sí.
Más tarde, ya de noche, me llama mi Ariadna desde casa, desde Huddinge, preguntándose qué hice en todo el día.
—Estuve con un paisano.”
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