7 d’ag. 2021

lenguas exiliadas, 7

 

La cita

Katharina Volker

traducción: Inga Pellisa

Anagrama, 2021

144 páginas

SINOPSIS:

“Una novela provocadora, desternillante e incómoda sobre la identidad nacional, la identidad sexual y el pene de Hitler. Una joven alemana residente en Londres acude a la consulta de su médico, el doctor Seligman. Durante la visita empieza a hablar y sigue hablando y no para de hablar… El resultado es un torrencial monólogo en el que la chica habla sin tapujos mientras el médico la examina y ella ve tan solo la parte superior de su cabeza. A medida que avanza el parlamento, el lector irá descubriendo que el doctor Seligman es judío y que la narradora siente necesidad de sincerarse con él como alemana indignada por cómo manejan el pasado sus compatriotas. Esa indignación la llevó a poner tierra por medio, aunque ahora ha tenido que regresar por la muerte de su abuelo.

Pero la incomodidad que siente se extiende también a su condición de mujer, y su relato aborda asimismo los roles establecidos, la percepción que tiene de su cuerpo, la fuerza del deseo, sus conflictos con la identidad y la sexualidad o las fantasías que recorren su mente. La joven habla también sobre la presencia abrumadora de las madres o sobre las transformaciones físicas entendidas como reparación histórica, y se pierde en impagables divagaciones a propósito del pan alemán y su relación con el sexo oral o de los estrambóticos usos –también sexuales– de la cola de una ardilla. Y así, hablando y hablando, se acabará desvelando el verdadero motivo de su visita médica.”


por Laura Fernández

El País, 22/07/2021

“Es un día de finales de junio, Katharina Volckmer (Alemania, 34 años), la autora del libro bomba La cita (Anagrama/La Campana, en catalán), está en su casa, en Londres. Dice que los alemanes jamás superarán el Holocausto. “Es imposible intentarlo, cuando tu país ha querido aniquilar a una civilización entera”, dice. Habla a través de la pantalla de su ordenador. Y parece que lo hace la protagonista de su novela. Porque esa es una de las cosas que dice la voz principal de La cita, una joven alemana también residente en Londres que ha decidido empezar a contarle a su médico, un tal doctor Seligman, todo tipo de cosas horribles. O no exactamente horribles. Más bien cosas que todo el mundo piensa, pero nadie se atreve a decir.

Su voz es la de una generación que nunca ha tenido nada de lo que esperaba. A eso suenan frases tan elocuentes como: “El otro día […] tuve que volver caminando por una de esas zonas de Londres en las que vive gente de generaciones anteriores, con muebles de verdad y bañeras limpias”. Su ingenio es tan brillante y cruel que parece sobrevolar cualquier época. Es una suerte de voz de la conciencia enfadada con un mundo que ha intentado que fuese un montón de cosas que no podía ser. Para empezar, no podía ser la clase de niña, ni adolescente, ni mujer que su madre esperaba que fuese. Y es ahí, en la relación madre e hija, donde sitúa el particular epicentro de su tragedia personal.

“La protagonista admira a la gente que ha podido perdonar a su madre, porque ella no ha podido hacerlo. El patriarcado se alimenta de esas relaciones tóxicas entre madres e hijas. Ella se siente en algún sentido torturada por las expectativas de su madre hasta que entiende que las dos han sido oprimidas y luchan contra su opresión de formas muy distintas. Pero, en cualquier caso, su relación es la más evidente muestra de que el sistema en el que naces es restrictivo y violento, y trata de impedir, con más violencia, que escapes a eso que ha decidido que serás”, expone Volckmer, que cree que “ganaríamos todos si la idea del género desapareciese, ¡sería tan liberador!”. Opina que, pese a todos los avances, “seguimos en una jaula”.

Prueba a no depilarte, o a quitarte la camiseta en la calle si tienes calor, dice. “Un hombre puede ir sin camiseta si le apetece, tú no, porque alguien sexualizó hace mucho tus pechos y ahora tienes que esconderlos. Es una decisión que han tomado por mí, y que no entiendo”. La escritora, a la que admiran exponentes del feminismo punk y la narrativa híbrida como Chris Kraus (Amo a Dick), tenía en mente El lamento de Portnoy, de Philip Roth, mientras escribía. “Y a Thomas Bernhard. Quería ser implacable. Quería que fuese intensa porque escribir es como golpear algo con un martillo. Quería ser despiadada”, admite.

Lo es. En especial con Alemania. Arremete contra ella de todas las maneras posibles. “No es casualidad que no haya en alemán ninguna palabra para referirse al placer”, escribe. O: “Para alguien que se ha criado en Alemania, una persona judía viva es una sensación, algo para lo que nadie nos había preparado”. “Nunca pasamos ningún duelo; como mucho, interpretamos una nueva versión de nuestro personaje antirracista hasta la histeria, negando la diferencia allí donde fuera posible”, escribe también. “Y, sin embargo”, añade, “nunca volvimos a concederles el estatus de seres humanos, ni les dejamos interferir en nuestra visión de la historia, que se resume en ese horrible montón de piedras que colocaron en Berlín para conmemorar a las víctimas del Holocausto”.

“Un pasado como el nuestro siempre será una herida abierta. Creo que la gente se compadece de sí misma por ser alemana y tener que soportar toda esa culpa. Es algo muy incómodo. Pero tenemos que aprender a vivir con ello. Y asumir la doble culpa por todo lo que no se hizo bien después de 1945. Como el hecho de que solo se juzgaran a 30 de las 1.000 personas que habían trabajado en Auschwitz”, insiste. Que la narradora del libro desee poseer un pene judío (el subtítulo de la novela es, de hecho, La historia de una polla judía), y algo esté haciendo para conseguirlo, apunta en ese sentido. Y en el de dinamitar desde dentro ese momento cero, y a la vez, la idea misma de la identidad, sexual, existencial, nacional.

Que haya elegido el inglés para hacerlo, es decir, una lengua que no es la suya, no es tampoco casual. “Elegí la brocha que más me convenía para pintar el cuadro”, dice. Una que, para empezar, ha permitido que el cuadro exista, porque en Alemania hubiese sido complicado publicar semejante diatriba —cada línea es, verdaderamente, un puñetazo—. De hecho, se ha publicado en medio mundo, pero allí aún no. “Se publica en agosto, y tengo curiosidad”, dice. ¿Más curiosidad que miedo? “Los nazis no leen libros”, contesta. También que “un poco de escándalo nunca hace daño a nadie, ¿verdad?”. Le parece divertido que la gente se escandalice. “Y habrá quien dirá: ‘Vaya, tiene razón, ¿por qué nunca hablamos de estas cosas?”.

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