16 d’ag. 2021

Kallifatides, obres i 3

 


El asedio de Troya

Theodor Kallifatides


traducción: Neila García Salgado

Galaxia Gutenberg, 2020

176 páginas



SINOPSIS:



En este recuento perspicaz de La Ilíada, una joven maestra griega recurre al poder duradero del mito para ayudar a sus estudiantes a sobrellevar los terrores de la ocupación nazi. Las bombas caen sobre un pueblo griego durante la Segunda Guerra Mundial, y una maestra lleva a sus alumnos a una cueva para refugiarse. Allí les cuenta sobre otra guerra, cuando los griegos sitiaron a Troya. Día tras día, cuenta cómo los griegos sufren de sed, calor y nostalgia, y cómo se enfrentan los oponentes: ejército contra ejército, hombre contra hombre. Los cascos se cortan, las cabezas vuelan, la sangre fluye. Ahora son otros los que invaden Grecia, el ejército de la Alemania nazi. Pero los horrores son los mismos miles de años después.

Theodor Kallifatides proporciona una notable visión psicológica en su versión moderna de La Ilíada, minimizando el papel de los dioses y profundizando en la mentalidad de sus héroes mortales. La epopeya de Homero cobra vida con una urgencia renovada que nos permite experimentar los eventos como si fueran de primera mano, y revela verdades eternas sobre la insensatez de la guerra y lo que significa ser humano.


FRAGMENTO:

“Tenía quince años y estaba enamorado de mi profesora. Corría 1945, comienzos de abril. Mi aldea llevaba ocupada por el ejército alemán desde 1941, igual que toda Grecia. Durante esos años la escuela no funcionaba. Los dos maestros –‍uno de los cuales era mi padre‍– habían sido cesados por los alemanes y no vino sustituto alguno. No sabíamos si vivía o si estaba ya muerto. Mamá lloraba por las noches y cuidaba de mí y de la casa por el día. Éramos sólo dos, éramos mamá y yo.

Un abogado jubilado impartía ocasionalmente clases de historia y griego. No en la escuela, puesto que los alemanes la habían convertido en un cuartel. Nos veíamos alguna vez en su casa, y más a menudo en su café de la plaza por las tardes, después de la siesta, cuando el abogado trataba de resucitar con varios cafés que tomaba «pesados, sin burbujas», es decir, sin azúcar y bien removidos. No es fácil precisar qué aprendimos en aquellas clases, pero nos volvimos unos ases con las cartas.

La Señorita llegó una de esas tardes en el autobús procedente de Atenas. La recibió el alcalde. Era una mujer joven, delgada como un haz de luz, si bien iba vestida de negro de la cabeza a los pies. Estaba perdidamente enamorado, por extraño que pueda sonar. Se trataba de la nueva maestra. Y eso era una buena señal. La vida volvería a la normalidad. Pero no para todos. Para mí significaba que probablemente papá ya no volvería jamás y me preparaba para la llegada de más noches aún de insomnio, con mamá sollozando en la habitación de al lado.

Mi único consuelo era la Señorita. No me saciaba de mirarla. Era pequeña, morena, con la mirada ardiente y unas manos bonitas que movía con frecuencia y deleite. Oficialmente nos referíamos a ella como la Señorita y extraoficialmente como la Bruja, pues conseguía que los furiosos y temerosos perros callejeros dejaran de ladrar. Si no, ladraban hasta a su propia sombra.

Fue Dimitra, mi compañera de juegos de la infancia, quien emitió el diagnóstico.

–Es una bruja –‍dijo.

Corría 1945, como he dicho. La Segunda Guerra Mundial se acercaba a su fin, el ejército alemán se iba retirando de todos los frentes, pero nosotros no sabíamos nada de eso y la vida en el pueblo seguía como de costumbre. Los soldados alemanes ya no nos eran tan ajenos, y a cada día que pasaba eran menos. Una parte pereció en la batalla contra los partisanos, y otra fue enviada al frente oriental.

Ahora, tras haber obtenido el permiso del capitán alemán, las clases se impartían en la escuela, situada a escasa distancia del pueblo. Ahí fue donde comenzó todo. Era un día de sol, las ventanas estaban abiertas y veíamos cómo la bandera alemana ondeaba levemente al viento, juguetón. La Señorita estaba explicando que los verbos que expresaban una ocupación regían genitivo y brindó como ejemplo un dicho popular: «Todos los días, a primera hora de la mañana, la alegre esposa atiende su hogar». «Su hogar» ha de estar, pues, en genitivo.

–Vaya muermo de ejemplo –‍masculló Dimitra, que jamás había visto a su madre alegre por la mañana. Además, despreciaba toda regla, en especial las lingüísticas.

–Esposas que maniatan la fantasía –‍así las llamaba.

La Señorita opinaba lo contrario. Su principal deber y diversión era enseñarnos nuestra propia lengua.

–Ser griego es saber hablar griego –‍decía.

Cuando oíamos el estruendo de los aviones no nos preocupábamos. Creíamos que eran alemanes. En el pueblo había un aeródromo provisional que los alemanes habían levantado para sus transportes durante el asedio de Creta. Mi abuelo y mi tío paternos se habían visto obligados a trabajar allí, al igual que la mayoría de los hombres del pueblo. Y lo mismo le habría ocurrido a mi padre, de no haber sido porque estaba encarcelado, si es que aún seguía con vida.

Estábamos en el aula cuando cayó la primera bomba y el vidrio de la ventana tintineó. Esto nos despertó más curiosidad que temor y corrimos afuera para ver dónde había caído. La primera víctima era una burra cargada de leña. Su gran panza se había partido en dos y agitaba las cuatro patas en el aire mientras moría lentamente.

Los aviones no eran alemanes. Eran británicos.

La siguiente bomba se precipitó sobre el precario retrete exterior de la escuela, y por los aires volaban zurullos como si fueran ratas o ratones muertos. La Señorita, que se nos había sumado, gritaba que si no queríamos morir debíamos correr hasta la gruta.

No queríamos morir. La gruta estaba a unos cientos de metros de la escuela, adentrándose por la quebrada que cruzaba el pueblo. Estábamos familiarizados con ella. Allí jugábamos a policías y ladrones, entre otras cosas, y a veces espiábamos a las parejitas que buscaban cobijo.

En la clase éramos seis chicos y una única chica, Dimitra. Siete. «Buen número –dijo la Señorita–, Dios creó el mundo en siete días.»

Así pues, estábamos nosotros siete y la Señorita en la gruta. Era angosta, oscura, húmeda y estaba repleta de chinches y otros bichos. Nos sentamos, apretujados los unos contra los otros. Estaba muy cerca de Dimitra. La Señorita se plantó ante nosotros a la entrada de la gruta, la luz del exterior caía sobre ella y parecía uno de esos adustos ángeles de la iglesia del pueblo.

Las bombas seguían cayendo. Oíamos explosiones, el estruendo de los aviones y la sirena alemana. El campanero aprovechó la ocasión para hacer sonar la alarma. Le encantaba hacerlo, también antes de la guerra, cuando en verano se desataban incendios fortuitos en el valle. Se podría decir que su vida cobraba sentido, si bien ensordecía como consecuencia.

La Señorita parecía tranquila y aguardó hasta que el agitado parloteo se apagó.

–Mirad, esto puede ir para rato. Yo no tengo ningún problema. Ya desde que estudiaba en la universidad soñaba con esto. Con tener una clase entera para mí sola. Aquí no hay nada que hacer, nada que ver. Estamos solos: vosotros y yo.

Dimitra tenía razón. Era una bruja. Los ojos se acostumbraron a la oscuridad, podíamos vernos los unos a los otros y podíamos, sobre todo, ver a la Señorita, allí donde estaba, ante nosotros, con su vestido negro de manga corta, moviendo sus hermosos brazos pálidos como gaviotas.

–Cuando tenía vuestra edad e iba al instituto vino un día un señor mayor a la escuela y nos leyó en voz alta fragmentos de la Ilíada, de la que quizás hayáis oído hablar. Trata sobre la guerra entre Troya, una ciudad a la otra orilla del mar Egeo, y los griegos o aqueos, como se los llamaba entonces. Aquel hombre que nos visitó era un recitador profesional, un rapsoda. Iba por las escuelas hablando de Homero, el autor de la Ilíada y la Odisea, y leía algunos pasajes en voz alta. Igual que, según parece, Homero, que era ciego. Iba de una ciudad a otra declamando sus poemas y la gente acudía en masa a escucharlo. Y yo pensé que podría hacer lo mismo. Os voy a contar la Ilíada de memoria mientras estemos aquí. Tampoco es que tengamos mucho más que hacer.

Era cierto. No teníamos mucho más que hacer en la gruta más allá de tratar de protegernos de las chinches y otros bichos.

–¿Esa guerra cuándo fue? –‍preguntó Dimitra.

–Hace mucho. Hace más de tres mil años –‍respondió la Señorita.

Dimitra suspiró.

–Qué divertido…

La Señorita no se lo tomó a mal. No sonaba especialmente divertido. Pero tampoco es que tuviéramos mucho más que hacer en la gruta y la Señorita dio comienzo a la historia: “

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