En su autobiografía “Recuerdos, sueños y pensamientos”, Jung escribió:
“Mi vida es la historia de una autorrealización de lo
inconsciente. Todo lo que se encuentra en lo inconsciente quiere acontecer y
así también la personalidad desea liberarse de sus inconscientes limitaciones y
condiciones para vivirse a sí misma y
desarrollarse como un todo. Para describir este proceso, no puedo utilizar el
método científico puesto que no puedo considerarme a mí mismo como un problema científico
a desentrañar… Así que hoy en mi octogésimo tercer año de vida me he propuesto
contar el mito de ésta. Podría sin embargo tan sólo relatar algunas
consideraciones o sólo contar historias, fueran o no ciertas, ése no es el
problema. La pregunta es: ¿es éste mi cuento?, ¿es ésta mi verdad ?…
…. La vida siempre se me ha parecido a una planta que vive de su
rizoma. Su auténtica vida es invisible, yace en el rizoma. Lo que es visible
sobre la tierra apenas dura un verano, y luego se marchita. Una aparición
efímera. Si nos paramos a pensar en el
infinito acaecer y perecer de la vida y las culturas, nos embarga un
sentimiento de absoluta nimiedad. Sin
embargo nunca he perdido la sensación de que algo vive y perdura tras el eterno
cambio. Lo que se ve son las flores que
se marchitan y desaparecen, el rizoma
perdura.”
“Anhelaba encontrar un sitio donde me sintiera en casa, y hasta mi
primera visita al Collège de Saint Michel, en Bruselas, fui tan ingenuo que
creí que podría encontrarse entre los bolandistas. Pasé varias semanas muy
felices allí; desde el principio me liberaron de la residencia para estudiantes
extranjeros, y a medida que estrechaba
relaciones con algunos de los jesuitas que dirigían el lugar, disfrutaba de más
y más privilegios, incluido el acceso a su magnífica biblioteca. ¡Más de ciento cincuenta mil libros sobre santos!
Parecía un paraíso.
Pero a menudo, casi siempre alrededor de las tres en punto de la
tarde, cuando el ambiente se cargaba y los estudiosos de las mesas cercanas dormitaban
sobre sus notas, me decía: «Dunstan Ramsay, ¿qué diablos estás haciendo aquí y
adónde te crees que vas? Ya has cumplido treinta y cuatro años; no tienes esposa ni hijos y ningún plan que no
sea el de dejarte llevar por los caprichos; das clase a chicos que, con razón, te observan
como si fueras una señal de tráfico en el camino que deben recorrer y que, al igual que se haría con una señal de tráfico,
pasan a tu lado y te dejan atrás sin un
simple pensamiento; tu única responsabilidad humana es una loca sobre la que
albergas un delirante y peligroso engaño; y aquí estás, rompiéndote la cabeza sobre
documentos de vidas tan extrañas como cuentos de hadas, escritos por personas
sin sentido de la historia, y sin embargo no eres capaz de desechar la idea de
que es una ocupación interesante. ¿Por qué no te marchas a Harvard, consigues
un doctorado, te buscas un empleo en la universidad y te haces intelectualmente
respetable? ¡Despierta, hombre! ¡Estás
malgastando tu vida con los sueños!».
Acto seguido, me dedicaba a intentar averiguar cómo fue posible
que María Magdalena fuera aceptada como la misma María que era hermana de Lázaro
y Marta, y si aquellas hermanas, una representativa del ama de casa y la otra
de la mujer sensual, tenían homólogas reales
en los cultos paganos, y a veces — ¡ah, zoquete y haragán!— si su rico padre
era descrito en alguna parte como los ricos a los que conocía en las cenas de
Boy Staunton. En caso afirmativo, ¿quién
podría sorprenderse de que su hija hubiera salido así?
A pesar de las dudas y los reproches vespertinos, me aferraba a mi convicción —por ridícula que
fuera— de que un estudio serio de cualquier corpus del conocimiento humano, de cualquier teoría o de cualquier creencia, podía
concluir con el descubrimiento de algún secreto oculto, de algún valor permanente sobre la naturaleza
de la vida y el verdadero fin del hombre, si dicho estudio se realizaba con una
mente crítica, aunque no despiadada. Estaba siguiendo un camino ciertamente extraño
para un chico de Deptford criado en la fe protestante, pero el destino me había empujado con tanta
fuerza en aquella dirección que resistirme habría significado un peligroso desafío
a mi suerte; como ya habrá adivinado, yo
colaboraba con el destino, en vez de
dedicarme a ponerle una pistola en la cabeza para exigir algún tesoro en concreto.
Lo único que podía hacer era seguir adelante, tener fe en mis caprichos y
recordar que en lo relativo a mí, como en lo relativo a los santos, la
iluminación llegaría con toda probabilidad desde un lugar inesperado.”
“El quinto en discòrdia”
Robertson Davies
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