Jardí Mercè Rodoreda Institut d'Estudis Catalans, Barcelona |
¿Sabe usted quién era Mercè Rodoreda?
por Gabriel García
Márquez
La semana pasada pregunté por Mercè Rodoreda en una librería de
Barcelona y me dijeron que había muerto hace un mes. La noticia me causó una
pena muy grande, primero por la
admiración muy justa que siento por sus libros y segundo por el hecho
inmerecido de que la noticia de su muerte no se hubiera publicado fuera de
España con el despliegue y los honores debidos. Al parecer, pocas personas saben fuera de Cataluña quién
era esa mujer invisible que escribía en un catalán espléndido unas novelas
hermosas y duras como no se encuentran muchas en las letras actuales. Una de ellas -La plaza del Diamante-
es, a mi juicio, la más bella que se ha publicado en España después de la
guerra civil. La razón de que se la conozca tan poco, aun dentro de España, no
puede atribuirse a que hubiera escrito en una lengua de ámbito reducido, ni a
que sus dramas humanos transcurran en un rincón secreto de la muy secreta
ciudad de Barcelona, pues sus libros han sido traducidos a más de diez idiomas
y en todos ellos han sido objeto de comentarios críticos mucho más entusiastas
de los que merecieron en su propio país. "Éste es uno de los libros de
alcance universal que haya escrito el amor", escribió en su momento el crítico francés
Michel Cournot, refiriéndose a La plaza del Diamante. Diana Athill, sobre la versión inglesa, escribió: "Es la mejor novela publicada
en España en muchos años". Y un
crítico del Publisher Weekly, en
Estados Unidos, escribió que era una
novela extraña y maravillosa. Sin
embargo, hace algunos años, y con motivo de alguno de tantos aniversarios, se
hizo una encuesta entre escritores españoles de hoy para tratar de establecer,
según su criterio, cuáles eran los diez mejores libros escritos en España
después de la guerra civil, y no recuerdo que alguno hubiera mencionado a La
plaza del Diamante. En cambio,
muchos citaron con toda justicia La forja de un rebelde, de Arturo
Barea. Lo curioso es que este libro, cuyos cuatro tomos apretados habían sido
publicados a fines de la cuarta década de este siglo en Buenos Aires, no había
sido ni ha sido todavía publicado en España, y, en cambio, La plaza del Diamante
llevaba ya veintiséis ediciones en catalán. Yo la leí en castellano por esos
tiempos, y mi deslumbramiento fue apenas comparable al que me había causado la
primera lectura de Pedro Páramo, de Juan Rulfo, aunque los dos libros no tienen en
común sino la transparencia de su belleza.
A partir de entonces, no sé cuántas veces la he vuelto a leer, y
varias de ellas en catalán, con un esfuerzo que dice mucho de mi devoción.
La vida privada de Mercè Rodoreda es uno de los misterios mejor
guardados de la muy misteriosa ciudad de Barcelona. No conozco a nadie que la
haya conocido bien, que pueda decir a ciencia cierta cómo era, y sus libros
sólo permiten vislumbrar una sensibilidad casi excesiva y un amor por sus
gentes y por la vida de su vecindario que es quizá lo que les da un alcance
universal a sus novelas. Se sabe que pasó la guerra civil en la casa familiar
de San Gervasio, y su estado de alma de ese tiempo es evidente en sus libros. Se sabe que después se fue a vivir a Ginebra,
y que allí escribió al rescoldo de sus nostalgias. "Cuando empecé a
escribir la novela apenas si recordaba cómo era la plaza del Diamante", escribió en uno de sus prólogos, que son muestras ejemplares de su conciencia
de novelista. Alguien que no sea otro escritor podría sorprenderse de que la
autora hubiera logrado una recreación tan minuciosa y lúcida de sus lugares y
sus gentes a partir de una vivencia remota, casi perdida entre las brumas de la
infancia. "Sólo recordaba", ha escrito en el prólogo de una edición
catalana, "cuando tenía trece o catorce años, que una vez, por la fiesta
mayor de Gracia, fui a caminar por las calles con mi padre. En la plaza del
Diamante habían levantado una carpa, como en otras plazas, por supuesto, pero la que siempre recordé fue aquella. Al pasar frente a esa caja de música, yo, a
quien mis padres habían prohibido bailar, tenía unos deseos desesperados de
hacerlo, y andaba como un ánima en pena por las calles adornadas". Mercè Rodoreda suponía que fue a causa de esta
frustración que muchos años después, en Ginebra, empezó su novela con aquella
fiesta popular.
En general, esa ansiedad de bailar, que sus padres reprimieron
siempre porque no era admisible en una chica decente, ha sido identificada por
la propia escritora como la contrariedad original que le dio el impulso para
escribir.
Pocos autores han hecho precisiones tan certeras y útiles sobre el
proceso subconsciente de la creación literaria como las que hizo Mercè Rodoreda
en los prólogos de sus libros. "Una novela es un acto mágico",
escribió. Hablando de Espejo
roto -su novela más larga- hizo
otra revelación casi alquímica: "Eladi Farriols, muerto y tendido en una
biblioteca de una casa señorial, me
resolvió el primer capítulo del modo más inesperado". En otra parte dijo: "Las cosas tienen una
gran importancia en la narración. Y la han tenido siempre, mucho antes de que
Robbe-Grillet escribiera Le voyeur". Conocí esta
declaración mucho después de que su autora me hubiera deslumbrado con la
sensualidad con que hace ver las cosas en el aire de sus novelas, mucho después
de que me hubiera asombrado la luz nueva con que las iluminan sus palabras. Un
escritor que todavía sabe cómo se llaman las cosas tiene salvada la mitad del
alma, y Mercè Rodoreda lo sabía a placer en su lengua materna. En castellano,
en cambio, no todos los escritores lo sabemos, y en algunos se nota más de lo
que nosotros mismos creemos.
Creo -si no recuerdo mal- que Mercè Rodoreda es la única escritora
(o el único escritor) que he visitado sin conocerla, impulsado por una
admiración irresistible. Supe por nuestro editor común, hace unos doce años, que ella estaba en Barcelona por pocos días, y
me recibió en un apartamento provisional, amueblado de un modo muy sobrio y con una sola
ventana que daba sobre el jardín crepuscular de Monterolas. Me sorprendió su aire distraído que más tarde
encontré definido en uno de sus prólogos: "Quizá la más marcada de mis
múltiples personalidades sea una especie de inocencia que me hace sentirme bien
en el mundo en que me ha tocado vivir". Entonces yo sabía que junto a la vocación
literaria tenía una vocación paralela, tan dominante como la otra, y era la de
cultivar flores. Hablamos de eso, que yo consideraba como otra forma de escribir,
y entre rosas y rosas trataba de
hablarle de sus libros y ella trataba de hablarme de los míos. Me llamó la atención que de todo lo escrito
por mí le interesaba más que nada el gallo del coronel que no tenía quien le
escribiera, y a ella le llamó la atención que me gustara tanto la rifa de la
cafetera en La plaza del Diamante. Tengo
hoy un recuerdo entre nieblas de aquel extraño encuentro, que sin duda no fue
uno de los recuerdos que ella se llevó a la tumba, pero para mí fue la única vez en que conversé
con un creador literario que era una copia viva de sus personajes. Nunca supe por qué, al despedirme en el
ascensor, me dijo: "Usted tiene mucho sentido del humor". Nunca más
tuve noticias de ella hasta esta semana, en que supe por casualidad, y en mala
hora, que le había ocurrido el único percance que podía impedirle seguir
escribiendo.
El País
18 de mayo de 1983
Dedicado a los amigos Mario y Mery (VL)
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