Wladyslaw
Szpilman, nacido en 1911, estudió piano
en Varsovia y Berlín. Cuando estalló la guerra, tenía 27 años y ya era conocido
como uno de los pianistas polacos más brillantes. Tras la ocupación, la familia Szpilman fue desalojada de su casa e
internada en el gueto de Varsovia. En el gueto se ganó la vida interpretando en
los bares donde se reunían colaboradores y traficantes del mercado negro. Uno
de estos colaboradores judíos fue quien salvó a Szpilman del tren que llevó a
su familia a la muerte en los campos de concentración. Gracias a sus conocidos,
muchos miembros de la resistencia, y la
ayuda de un oficial alemán, Szpilman sobrevivió.
Tras la
guerra, regreso a trabajar para la radio polaca y entre 1945 y 1963 fue su
director musical. Tras dejar el cargo,
continuó su carrera como concertista y compositor.
Szpilman
escribió sus memorias en 1946, pero las autoridades comunistas polacas
prohibieron en libro. Fue el hijo de éste el que encontró el manuscrito y lo
reeditó en 1999. Murió el 6 de julio de
2000.
Esta obra
autobiográfica narra cómo fueron
levantados los muros del gueto de Varsovia, como en 1942 empezaron los
“reasentamientos” hacia Treblinka, donde fue trasladada su familia y de cómo sobrevivió
a la destrucción de la comunidad judía de Polonia.
“Comencé mi
carrera como pianista de guerra en el Café Nowoczesna, que estaba en la calle Nowolipki,
en el mismo corazón del gueto de Varsovia. Para la época en que se cerraron las
puertas del gueto, en noviembre de 1940, hacía tiempo que mi familia había
vendido todo lo que podíamos vender,
incluso nuestra más preciada pertenencia doméstica, el piano. La vida, por
demás insignificante, me había obligado sin embargo a vencer mi apatía y buscar
alguna forma de ganarme el sustento; gracias a Dios, había encontrado una. El
trabajo me dejaba poco tiempo para cavilaciones, y la conciencia de que toda mi
familia dependía de lo que yo ganara me ayudó a superar poco a poco mi anterior
estado de amargura y desesperación.
Mi jornada
laboral comenzaba a primera hora de la tarde. Para llegar al café tenía que
recorrer un laberinto de callejuelas que se adentraban en el gueto o, si por el
contrario me apetecía observar las emocionantes actividades de los
contrabandistas, podía rodear el muro.
Las primeras
horas de la tarde eran las mejores para el contrabando. Los policías, agotados
tras una mañana de llenarse los bolsillos, estaban menos alerta, ocupados en
hacer recuento de sus ganancias. Inquietas figuras se asomaban a las ventanas y
portales de los bloques de viviendas situados a lo largo del muro y volvían a
ocultarse, esperando con impaciencia el tableteo de un carro o el estruendo del
tranvía. De vez en cuando el ruido al otro lado del muro se hacía más intenso
y, al paso de un carro tirado por caballos al trote, se oía la señal convenida,
un silbido, y volaban bolsas y paquetes por encima del muro. Quienes habían
estado al acecho salían a la carrera de los portales, agarraban a toda prisa el
botín, volvían de nuevo al interior y un engañoso silencio, lleno de expectación, nerviosismo y cuchicheos, volvía
a caer sobre la calle minuto tras minuto. Los días en que la policía se ocupaba con más energía de su
trabajo se oían ecos de disparos mezclados con el ruido de las ruedas de los
carros, y por encima del muro volaban, en lugar de bolsas, granadas de mano que
explotaban produciendo fuertes estampidos y desconchones en las fachadas de los
edificios.
Los muros del
gueto no alcanzaban el suelo en toda su longitud. A intervalos había largas aberturas en la base, por las cuales afluía
agua que procedía de las zonas arias de la ciudad y circulaba junto a las
aceras judías. Los niños usaban esas aberturas para el contrabando. Se podían ver
diminutas figuras negras de piernas escuálidas, con unos ojos que lanzaban a
hurtadillas miradas aterrorizadas a izquierda y derecha, corriendo hacia los
huecos desde todos lados. Después unas manitas negras arrastraban los fardos a
través de las aberturas, fardos que muchas veces eran más grandes que los propios
contrabandistas.
Una vez que
los tardos estaban de este lado, los niños se los echaban al hombro; encorvados
y tambaleantes bajo la carga, con las venas azuleándoles las sienes a
consecuencia del esfuerzo y respirando trabajosamente por la boca, se
dispersaban en todas direcciones como ratitas asustadas. Su trabajo era tan
arriesgado como el de los contrabandistas adultos y entrañaba el mismo peligro
para su vida. Cierto día que caminaba junto al muro vi una operación infantil
de contrabando que parecía haber alcanzado un final feliz. El niño judío,
todavía al otro lado, sólo tenía que seguir el mismo camino que su fardo y
atravesar el muro. Ya asomaba en parte su delgadísima figura cuando, de
repente, comenzó a gritar y al mismo tiempo oí el ronco bramido de un alemán al
otro lado del muro. Corrí hasta el niño para ayudarlo a pasar lo más deprisa
posible pero, a pesar de nuestros esfuerzos, quedó atascado por las caderas en
la abertura. Tiraba de sus bracitos con todas mis fuerzas mientras sus gritos
se hacían cada vez más desesperados; podía oír los golpazos que le propinaba el
policía desde el otro lado del muro. Cuando por fin conseguí sacar al niño,
murió. Tenía la columna destrozada.
En realidad,
el gueto no se alimentaba de este contrabando. La mayoría de los sacos y
paquetes que pasaban por encima del muro contenían donativos de los polacos a
los judíos más pobres. El verdadero negocio del contrabando, el habitual, lo
dirigían potentados como Kon y Heller; era mucho más sencillo y también más
seguro. Bastaba con sobornar a los policías de guardia, los cuales cerraban los
ojos en los momentos convenidos, para que cruzaran la puerta del gueto, ante
sus narices y con su acuerdo tácito, verdaderas columnas de carros que
transportaban alimentos, bebidas caras, manjares exquisitos, tabaco recién
llegado de Grecia, y artículos de fantasía y cosméticos franceses.
En el
Nowoczesna podía ver todos los días esos productos de contrabando. Era un café frecuentado
por ricos, que acudían allí cargados de joyas de oro y diamantes. Entre
taponazos de champaña, busconas de llamativo maquillaje ofrecían sus servicios
a los especuladores, sentados ante mesas repletas. Perdí dos ilusiones en ese
café: mi fe en nuestra solidaridad general y en la musicalidad de los judíos.“
El pianista del gueto de
Varsovia
Wladyslaw Szpilman
pág. 5-6
El año 2002, el director de cine francés, de origen polaco, Roman Polanski estreno la película “El pianista”, The pianist, una coproducción de Francia, El Reino Unido, Alemania y Polonia.
El guión, basado en el libro de Szpilman, corrió a cargo de Ronald Harwood y el reparto esta compuesto por : Adrien Brody, Thomas Kretschmann, Frank Finlay, Maureen Lipman, Emilia Fox, Ed Stoppard, Julia Rayner, Jessica Kate Meyer, Michal Zebrowski, Wanja Mues.
El cantautor
Jorge Drexler, en su disco del año 2001, “Sea”, incluyó una canción
titulada: “El pianista del gueto de Varsovia”, cuya letra dice:
Dos generaciones menos
dos generaciones más
Fechas, tan sólo fechas
Yo estoy aquí, tú estabas allá
El pico y la pala, el hielo en
los dedos
te estás jugando las manos...
El mundo se muere y tú sigues
vivo
porque recuerdas tu piano
Compás por compás, en el frío
del gueto
vas repasando el nocturno en Do
Sostenido Menor de Chopin, en tu memoria
Si fueras tu nieto y yo fuera mi
abuelo
quizás, tú contarías mi historia
Yo tengo tus mismas manos
Yo tengo tu misma historia
Yo pude haber sido el pianista
del gueto de Varsovia
Dos generaciones menos,
dos generaciones más
Fechas, tan sólo fechas
Yo estoy aquí, tú estabas allá
Y el mundo no aprende nada, es
analfabeto
y hoy suena tu piano, solo que
en otros guetos
Si yo estoy afuera y tú estabas
adentro
fue sólo cuestión de lugar y de
momento
Yo tengo tus mismas manos
Yo tengo tu misma historia
Yo pude haber sido el pianista
del gueto de Varsovia
Dos generaciones menos
dos generaciones más
Fechas, tan sólo fechas
Yo estoy aquí, tú estabas allá
Jorge Drexler
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