“Invité a Wemmick a tomar un
vaso de grog en mis habitaciones antes de que regresase a Walworth. Aceptó la
invitación, y mientras estaba bebiendo su moderada porción, después de dar
algunas señales de inquietud, acabo por decir sin rodeos:
-« ¿Qué le parecería a usted,
Mr. Pip, sí me permitiera tomarme un día de vacaciones; el lunes, por ejemplo?
-Imagino que durante los últimos doce meses no lo ha hecho usted ni una vez.
-Diga usted durante estos
últimos doce años -repuso Wemmick-. Sí, voy a tomarme un día de asueto. Y más
aún: voy a dar un gran paseo, y espero que no tenga usted inconveniente en acompañarme.
Me disponía a excusarme, porque temía
resultar un triste compañero en aquellos momentos, cuando él se me anticipo,
diciendo:
-Ya sé cuáles son sus
compromisos y no ignoro que no está de buen humor, Mr. Pip. Pero sí tuviera
usted la bondad de hacerme éste favor, le quedaría muy agradecido. No será un
paseo muy largo y, además, lo daremos temprano. Supongamos que lo retengo
(incluyendo el almuerzo) de las ocho de la mañana hasta el mediodía. ¿Podrá
usted hacer los arreglos necesarios para complacerme?
Wemmick había hecho tanto por mí
en distintas ocasiones, que lo que me pedía era verdaderamente lo menos que podía
hacer por él. Le dije que me las arreglaría para acompañarlo, y se mostró tan
contento que me sentí muy complacido. Atendiendo su ruego, prometí que a las
ocho y media de la mañana del lunes estaría yo en el castillo, y, puestos ya de
acuerdo, nos despedimos.
Puntual a la cita, llamé a la
puerta del castillo el lunes por la mañana y fui recibido por el propio Wemmick.
Me llamó la atención verlo con el traje más
ceñïdo que de costumbre y con el sombrero más limpio que otras veces. Tenía preparados
dos vasos de ron con leche y dos bizcochos. El anciano debía de haber abandonado
el lecho al mismo tiempo que levantaba el vuelo la alondra, pues al dirigir la
mirada hacia su dormitorio advertí que su cama estaba vacía.
Después de dar cuenta de la
leche y los bizcochos, nos disponíamos a salir cuando vi, extrañado, que Wemmick
cogía una caña de pescar y se la ponía al hombro.
-¡Supongo que no iremos a
pescar! -dije.
-No -contesto-, pero me gusta
pasear con una caña.
Me pareció un capricho muy raro,
pero no dije nada sobre el particular y salimos en dirección a Camberwell
Green. Cuando llegamos a sus inmediaciones, Wemmick exclamo de pronto:
-¡Caramba! ¡Aquí hay una
iglesia!
En aquello no había nada
sorprendente, pero sí me extrañó de nuevo oír que proponía como si se le hubiese
ocurrido una idea luminosa:
-¡Entremos!
Y entramos, después de que
Wemmíck hubo dejado su caña de pescar en la puerta del templo y mirado
alrededor. Luego busco en los bolsillos de su chaqueta y saco un objeto
envuelto en un papel.
-Aquí tengo un par de guantes;
voy a ponérmelos,
Los guantes eran de cabritilla
blanca, y como su boca de buzón se abrió por completo, empecé a sospechar, y
mis sospechas se fueron acentuando hasta convertirse en certidumbre cuando vi
entrar al anciano por una puerta lateral acompañando a una joven.
-¡Caramba! -exclamo Wemmick-.
Ahí viene miss Skiffins. ¡Vamos a casarnos!
Aquella dama discreta iba
vestida como de costumbre, solo que en esa ocasión había sustituido sus guantes
verdes por otros blancos. El anciano estaba ocupado en preparar un sacrificio
similar ante el altar de Himeneo; pero luchaba hasta tal punto con sus guantes,
que Wemmick creyó necesario colocarlo delante de una columna, y luego, situándose
detrás de la misma, tirar de los guantes mientras yo, por mi parte, sostenía al
viejo Caballero por la cintura, con objeto de que ofreciese una resistencia
igual por todos los lados. Gracias a este sistema ingenioso, los guantes entraron
perfectamente.
Se presentaren en aquel momento
el sacerdote y su ayudante, y nos ubicamos ordenadamente ante la barandilla
fatal. Antes de dar comienzo la ceremonia advertí que Wemmick sacaba algo del
bolsillo y, como si verdaderamente estuviese sorprendido, exclamaba:
-¡Vaya, si aquí tengo una
sortija!
Actué en calidad de testigo del
novio, y un sacristan de aspecto enfermizo, bajito y cojo, con un gorro que le
daba la apariencia de un bebé, fingía ser el amigo entrañable de miss Skiffins.
La responsabilidad de entregar la dama correspondió al anciano, quien hizo, bien
que involuntariamente, que el sacerdote se escandalizase. El hecho ocurrió de
la siguiente manera: cuando el sacerdote pregunto: «¿Quién entrega a esta mujer
para que contraiga matrimonio con este hombre?», el anciano que no tenía la
menor noción del punto a que habíamos llegado en la ceremonia, se quedó contemplándolo
beatíficamente sin abrir la boca. El sacerdote pregunto de nuevo: «¿QuÍén
entrega a esta mujer para que contraiga matrimonio con este hombre?» Y como el
venerable Caballero se hallaba en un estado de marcada inconsciencia, el novio
le gritó con su voz habitual:
-Ahora, padre, ya lo sabe. ¿Quién
entrega a esta mujer?
Antes de responder que la
entregaba él, el anciano se volvió hacia su hijo y dijo con vehemencia:
-Perfectamente, John, muy bien.
Al oír esto, el sacerdote hizo
una pausa tan melancólica que por un instante llegué a temer que no acabarían
de casarse aquel día.
Sin embargo, todo termino
felizmente, y al salir de la iglesia Wemmick destapo la pila bautismal, metió
sus guantes blancos en ella y volvió a taparla. Mrs. Wemmick, más atenta al
porvenir, se metió los guantes blancos en el bolsillo y volvió a ponerse los
verdes.
-Ahora, Mr. Pip -dijo Wemmick
con aire de triunfo y volviendo a ponerse al hombro la caña de pescar al llegar
a la puerta-, permítame que le pregunte sí alguien puede suponer que formamos
un cortejo nupcial.
El almuerzo tendría lugar en una
pequeña taberna de aspecto agradable, situada en un prado a poco más de un
kilómetro de distancia. En el comedor había una mesa de juego, por si se daba
el caso de que quisiéramos solazarnos un poco después de acontecimiento tan solemne.
Era agradable observar que Mrs. Wemmick ya no soltaba el brazo de su esposo
cuando éste se adaptaba a su cintura, sino que se quedaba en un sillón de respaldo
alto, como un violonchelo en su estuche, y se dejaba abrazar como habría podido
hacerlo el melodioso instrumento.
El almuerzo fue excelente, y
cuando aliguen se abstenía de aceptar algo de lo que había en la mesa, Wemmick
decía:
-Es un almuerzo servido por
contrato, ¿omprenden? No tengan ninguna clase de reparo.
Brindé por los recién casados,
por el anciano y por el castillo, saludé a la novia al marcharme y procuré
comportarme del modo más agradable posible.
Wemmick me acompañó hasta la
puerta y volví a estrecharle la mano deseándole mucha felicidad.
-¡Gracias! -exclamó Wemmick, frotándose
las manos con satisfacción-. No puede usted figurarse lo bien que sabe cuidar
las gallinas. Le enviaré unos huevos y podrá juzgar por usted mismo. Y ahora,
Mr. Pip -añadió en voz baja cuando ya me marchaba-, no olvide que todo esto es
el resultado de un sentimiento que proviene de Walworth.
-Comprendo -contesté-. No hay
que hacer ninguna referencia a ello en Little Britain.
Wemmick asintió con un
movimiento de la cabeza.
-Después de lo que soltó usted
el otro día en presencia de Mr. Jaggers, será mejor que el ignore todo esto,
pues podría figurarse que se me ha ablandado el cerebro o algo por el estilo.”
Grandes
esperanzas
Charles
Dickens
pág. 616-620
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