2 d’abr. 2014

wemmick


“Invité a Wemmick a tomar un vaso de grog en mis habitaciones antes de que regresase a Walworth. Aceptó la invitación, y mientras estaba bebiendo su moderada porción, después de dar algunas señales de inquietud, acabo por decir sin rodeos:
-« ¿Qué le parecería a usted, Mr. Pip, sí me permitiera tomarme un día de vacaciones; el lunes, por ejemplo? -Imagino que durante los últimos doce meses no lo ha hecho usted ni una vez.
-Diga usted durante estos últimos doce años -repuso Wemmick-. Sí, voy a tomarme un día de asueto. Y más aún: voy a dar un gran paseo, y espero que no tenga usted inconveniente en acompañarme.
Me disponía a excusarme, porque temía resultar un triste compañero en aquellos momentos, cuando él se me anticipo, diciendo:
-Ya sé cuáles son sus compromisos y no ignoro que no está de buen humor, Mr. Pip. Pero sí tuviera usted la bondad de hacerme éste favor, le quedaría muy agradecido. No será un paseo muy largo y, además, lo daremos temprano. Supongamos que lo retengo (incluyendo el almuerzo) de las ocho de la mañana hasta el mediodía. ¿Podrá usted hacer los arreglos necesarios para complacerme?
Wemmick había hecho tanto por mí en distintas ocasiones, que lo que me pedía era verdaderamente lo menos que podía hacer por él. Le dije que me las arreglaría para acompañarlo, y se mostró tan contento que me sentí muy complacido. Atendiendo su ruego, prometí que a las ocho y media de la mañana del lunes estaría yo en el castillo, y, puestos ya de acuerdo, nos despedimos.
Puntual a la cita, llamé a la puerta del castillo el lunes por la mañana y fui recibido por el propio Wemmick.  Me llamó la atención verlo con el traje más ceñïdo que de costumbre y con el sombrero más limpio que otras veces. Tenía preparados dos vasos de ron con leche y dos bizcochos. El anciano debía de haber abandonado el lecho al mismo tiempo que levantaba el vuelo la alondra, pues al dirigir la mirada hacia su dormitorio advertí que su cama estaba vacía.
Después de dar cuenta de la leche y los bizcochos, nos disponíamos a salir cuando vi, extrañado, que Wemmick cogía una caña de pescar y se la ponía al hombro.
-¡Supongo que no iremos a pescar! -dije.
-No -contesto-, pero me gusta pasear con una caña.
Me pareció un capricho muy raro, pero no dije nada sobre el particular y salimos en dirección a Camberwell Green. Cuando llegamos a sus inmediaciones, Wemmick exclamo de pronto:
-¡Caramba! ¡Aquí hay una iglesia!
En aquello no había nada sorprendente, pero sí me extrañó de nuevo oír que proponía como si se le hubiese ocurrido una idea luminosa:
-¡Entremos!
Y entramos, después de que Wemmíck hubo dejado su caña de pescar en la puerta del templo y mirado alrededor. Luego busco en los bolsillos de su chaqueta y saco un objeto envuelto en un papel.
-Aquí tengo un par de guantes; voy a ponérmelos,
Los guantes eran de cabritilla blanca, y como su boca de buzón se abrió por completo, empecé a sospechar, y mis sospechas se fueron acentuando hasta convertirse en certidumbre cuando vi entrar al anciano por una puerta lateral acompañando a una joven.
-¡Caramba! -exclamo Wemmick-. Ahí viene miss Skiffins. ¡Vamos a casarnos!
Aquella dama discreta iba vestida como de costumbre, solo que en esa ocasión había sustituido sus guantes verdes por otros blancos. El anciano estaba ocupado en preparar un sacrificio similar ante el altar de Himeneo; pero luchaba hasta tal punto con sus guantes, que Wemmick creyó necesario colocarlo delante de una columna, y luego, situándose detrás de la misma, tirar de los guantes mientras yo, por mi parte, sostenía al viejo Caballero por la cintura, con objeto de que ofreciese una resistencia igual por todos los lados. Gracias a este sistema ingenioso, los guantes entraron perfectamente.
Se presentaren en aquel momento el sacerdote y su ayudante, y nos ubicamos ordenadamente ante la barandilla fatal. Antes de dar comienzo la ceremonia advertí que Wemmick sacaba algo del bolsillo y, como si verdaderamente estuviese sorprendido, exclamaba:
-¡Vaya, si aquí tengo una sortija!
Actué en calidad de testigo del novio, y un sacristan de aspecto enfermizo, bajito y cojo, con un gorro que le daba la apariencia de un bebé, fingía ser el amigo entrañable de miss Skiffins. La responsabilidad de entregar la dama correspondió al anciano, quien hizo, bien que involuntariamente, que el sacerdote se escandalizase. El hecho ocurrió de la siguiente manera: cuando el sacerdote pregunto: «¿Quién entrega a esta mujer para que contraiga matrimonio con este hombre?», el anciano que no tenía la menor noción del punto a que habíamos llegado en la ceremonia, se quedó contemplándolo beatíficamente sin abrir la boca. El sacerdote pregunto de nuevo: «¿QuÍén entrega a esta mujer para que contraiga matrimonio con este hombre?» Y como el venerable Caballero se hallaba en un estado de marcada inconsciencia, el novio le gritó con su voz habitual:
-Ahora, padre, ya lo sabe. ¿Quién entrega a esta mujer?
Antes de responder que la entregaba él, el anciano se volvió hacia su hijo y dijo con vehemencia:
-Perfectamente, John, muy bien.
Al oír esto, el sacerdote hizo una pausa tan melancólica que por un instante llegué a temer que no acabarían de casarse aquel día.
Sin embargo, todo termino felizmente, y al salir de la iglesia Wemmick destapo la pila bautismal, metió sus guantes blancos en ella y volvió a taparla. Mrs. Wemmick, más atenta al porvenir, se metió los guantes blancos en el bolsillo y volvió a ponerse los verdes.
-Ahora, Mr. Pip -dijo Wemmick con aire de triunfo y volviendo a ponerse al hombro la caña de pescar al llegar a la puerta-, permítame que le pregunte sí alguien puede suponer que formamos un cortejo nupcial.
El almuerzo tendría lugar en una pequeña taberna de aspecto agradable, situada en un prado a poco más de un kilómetro de distancia. En el comedor había una mesa de juego, por si se daba el caso de que quisiéramos solazarnos un poco después de acontecimiento tan solemne. Era agradable observar que Mrs. Wemmick ya no soltaba el brazo de su esposo cuando éste se adaptaba a su cintura, sino que se quedaba en un sillón de respaldo alto, como un violonchelo en su estuche, y se dejaba abrazar como habría podido hacerlo el melodioso instrumento.
El almuerzo fue excelente, y cuando aliguen se abstenía de aceptar algo de lo que había en la mesa, Wemmick decía:
-Es un almuerzo servido por contrato, ¿omprenden? No tengan ninguna clase de reparo.
Brindé por los recién casados, por el anciano y por el castillo, saludé a la novia al marcharme y procuré comportarme del modo más agradable posible.
Wemmick me acompañó hasta la puerta y volví a estrecharle la mano deseándole mucha felicidad.
-¡Gracias! -exclamó Wemmick, frotándose las manos con satisfacción-. No puede usted figurarse lo bien que sabe cuidar las gallinas. Le enviaré unos huevos y podrá juzgar por usted mismo. Y ahora, Mr. Pip -añadió en voz baja cuando ya me marchaba-, no olvide que todo esto es el resultado de un sentimiento que proviene de Walworth.
-Comprendo -contesté-. No hay que hacer ninguna referencia a ello en Little Britain.
Wemmick asintió con un movimiento de la cabeza.
-Después de lo que soltó usted el otro día en presencia de Mr. Jaggers, será mejor que el ignore todo esto, pues podría figurarse que se me ha ablandado el cerebro o algo por el estilo.”
Grandes esperanzas
Charles Dickens
pág. 616-620


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