“Así llegaron muy pronto fuera de la ciudad, la cual, en aquel sector,
lindaba casi sin transición con los campos. Una pequeña cantera, desierta y abandonada, se hallaba en las proximidades de una casa de
aspecto todavía urbano. Allí se
detuvieron los señores, ya porque el
lugar hubiese sido desde el comienzo su punto de destino, ya porque estaban demasiado
agotados para continuar corriendo. Entonces
soltaron a K., que esperó en silencio, se
quitaron los sombreros de copa y, mientras echaban una ojeada a la cantera, se
limpiaron con sus pañuelos el sudor que les cubría la frente. La luz de la luna lo inundaba todo con su
naturalidad y su silencio, no concedidos a ninguna otra clase de luz.
Tras cambiar algunas cortesías sobre quién tenía
que ejecutar las tareas subsiguientes -los señores parecían haber recibido el
encargo los dos juntos, sin que se precisaran las respectivas funciones-, el
primero de ellos se dirigió a K. y le quitó la chaqueta, el chaleco y
finalmente la camisa. K. se estremeció
involuntariamente, y acto seguido el
señor le dio un leve golpe en la espalda para tranquilizarle. Inmediatamente dobló con cuidado las prendas
de ropa, como si fuesen cosas que aún habría que usar, aunque no muy en breve. A fin de no exponer a K. sin movimiento al
aire de la noche, que no dejaba de ser
fresco, lo cogió por debajo del brazo y
paseó un poco con él, mientras el otro
señor buscaba en la cantera algún lugar apropiado. Una vez lo hubo encontrado, hizo una seña, y el otro señor condujo a K. a aquel lugar. Estaba cerca de la escarpada pared y había en
el suelo una roca desprendida. Los
señores acostaron a K. en el suelo, lo hicieron apoyar en la piedra y
depositaron su cabeza en la parte superior. A pesar de la maña que se daban y
de las facilidades que les daba K., la
posición de éste quedaba muy forzada y resultaba inverosímil. Por ello, uno de los señores pidió al otro que, durante unos momentos, le permitiese a él solo acomodar a K., pero no por ello fueron mejor las cosas. Acabaron
por dejar a K. en una posición que ni siquiera era la mejor de las que antes
habían conseguido. Después uno de los
señores se desabrochó la levita y, de
una vaina que llevaba colgada a un cinto que le rodeaba el chaleco, sacó un largo cuchillo de carnicero, estrecho y afilado por ambos lados. Lo sostuvo en alto y comprobó el filo a la
luz. De nuevo se iniciaron las
repugnantes cortesías; por encima de K.,
el uno le pasaba el cuchillo al otro; éste lo devolvía, también por encima de K. Ahora K. sabía exactamente que su deber habría
sido coger él mismo el cuchillo que pasaba de mano en mano por encima de él, e introducirlo en su cuerpo. Pero no lo hizo; lo que hizo fue mover el
cuello, todavía libre, y mirar a su alrededor. No podía satisfacer del todo
aquella exigencia ni librar a las autoridades de su trabajo, pero la responsabilidad
de aquel último error no era suya sino de quien le había quitado el resto de
las fuerzas que hubiera necesitado. Sus
ojos se clavaron en el último piso de la casa lindante con la cantera. Del mismo modo que se enciende una llama, se abrieron de golpe los cristales de una
ventana; una persona, una figura débil y vacilante por la distancia
y la altura, se inclinó mucho hacia
adelante con un brusco movimiento y tendió los brazos aún más hacia adelante. ¿Quién era? ¿Un amigo? ¿Una buena persona? ¿Alguien que sentía compasión? ¿Alguien que quería ayudar? ¿No habría más de uno? ¿Eran todos? ¿Era una última ayuda? ¿Quedaban objeciones que habían olvidado? Seguro que quedaba alguna. La lógica es ciertamente inconmovible, pero a
una persona que quiere vivir no le opone resistencia. ¿Dónde estaba el juez que
no había visto nunca? ¿Dónde estaba el
alto tribunal al que nunca había llegado? Levantó las manos y separó todos los dedos. Pero
las manos de uno de los señores
se posaban ya en la garganta de K., mientras el otro le hundía profundamente el
cuchillo en el
corazón y lo hacía girar dos veces. Con
los ojos vidriosos, K. vio aún cómo los señores, muy cerca de su cara, mejilla
contra mejilla, observaban la decisión. « ¡Como un perro!», dijo; era como si la vergüenza
hubiese de sobre-vivirle.”
El proceso
Franz Kafka
Traducció: Feliu Formosa
Alianza Editorial, 2002
pàg: 232-234
pàg: 232-234
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