Wilkie Collins està considerat com un primers els autors, si no el primer, l'obra va
asseure un precedent del gènere policíac i va ser, sens dubte, un mestre del
relat curt.
El caçador caçat és un dels seus relats més celebrats. Es tracta d'un relat policial en tota regla.
Un jove i arrogant aspirant a investigador fa una perquisició policial per
descobrir al culpable d'un robatori. La narració avança a través de les cartes
i els informes que el jove li envia al seu superior i la comunicació epistolar
que aquest al seu torn estableix, tant amb l'investigador com amb un sergent de
la policia. Finalment els caps del presumptuós i fatxenda investigador
descobreixen al veritable criminal amb la sola lectura dels seus informes.
El cazador cazado
"(Del inspector jefe Theakstone, del
Departamento de Investigaciones, al sargento Bulmer, de la misma oficina)
Londres, 4 de julio de 18...
Sargento Bulmer: Esta es para informarle que se le
necesita para ayudar a resolver un caso importante que requiere la cooperación
de un hombre de su experiencia. Me hará
usted el favor de pasar al joven portador de esta carta el asunto en el cual
está usted ocupado actualmente. Le dará
usted todos los pormenores del caso, tales
como están; le hará saber los progresos
que ha hecho (si es que los hay) para descubrir la persona o personas que
robaron el dinero. Deje que él haga lo
que mejor pueda con el caso que, hasta
este momento, usted ha tenido entre
manos. A él le pertenecerá la
responsabilidad, o el éxito si lo lleva
a buen término. Hasta aquí, las órdenes
que tenía que darle. Ahora, algo en
confidencia para usted, acerca del
hombre que lo reemplazará en este asunto. Su nombre es Matthew Sharpin, y se le presenta la oportunidad de entrar en
las Fuerzas, sin previa preparación; depende de su inteligencia permanecer en
ellas. Usted me preguntará cómo
consiguió este privilegio; lo único que
puedo decirle es que alguien sumamente influyente lo respalda. Una persona a
quien, tanto usted como yo, preferimos
no nombrar. El joven de quien le hablo
ha sido pasante de un abogado; tiene una elevada opinión de sí mismo, y es tan
engreído como mezquina y socarrona es su apariencia. Según dice, deja su antigua ocupación y se pasa a la
nuestra, por su propia voluntad y
preferencia. Usted no creerá esto más
que yo. Mi opinión es que se ha enterado de algún secreto perteneciente a un
cliente de su patrón, que lo convierte en persona poco grata para tenerla en la
oficina; al mismo tiempo, esto le da cierto poder sobre su empleador, el cual no podría despedirlo sin peligro. Yo
creo que darle esta oportunidad es lo mismo que darle dinero para silenciarlo. Como quiera que sea, el señor Matthew Sharpin se ocupará ahora del
asunto; si su actuación se viera coronada por el éxito, ya lo veo metiendo su inquisidora nariz en
nuestras oficinas y asuntos, tan
ciertamente como que hay Dios. Todo esto se lo digo para que no le dé ningún
motivo de queja con el que pudiera ir a la Jefatura y dejarlo a usted en mal
lugar. Atentamente suyo, Francis Theakstone.
(Del señor Matthew Sharpin al
inspector jefe Theakstone)
Londres, 5 de julio de 18...
Estimado señor: Después de haberme visto favorecido con las
instrucciones necesarias por parte del sargento Bulmer, me permito llamarle la atención sobre ciertas
directivas que he recibido relativas a los informes que, sobre mi futura actuación, he de preparar para su estudio por la
Jefatura.
El objeto de que me dirija a usted, y de que usted examine lo escrito por mí antes
de llevarlo a la Superioridad, es, según se me ha dicho, concederme el beneficio de su consejo, si llego a necesitarlo (y me atrevo a esperar
que no será éste el caso), en cualquier
momento de mis actuaciones, dada mi poca
experiencia. Las extraordinarias
circunstancias del asunto en que estoy ocupado me impiden ausentarme del lugar
en que fue cometido el robo, mientras no
haga algún progreso en el descubrimiento del ladrón, de suerte que no puedo consultar personalmente
con usted. De ahí la necesidad en que me veo de escribirle sobre varios
detalles que sería preferible, tal vez, tratar personalmente. Esta es, si no me equivoco, a situación en que nos hallamos colocados.
Consigno mi impresión al respecto a fin de que podamos entendernos
perfectamente desde el principio, y quedo su atento y seguro servidor, Matthew
Sharpin.
(Del inspector jefe Theakstone al
señor Matthew Sharpin)
Londres, 5 de julio de 18...
Señor: Usted ha empezado perdiendo tiempo, tinta y
papel. Los dos sabíamos perfectamente bien nuestras respectivas posiciones
cuando lo mandé con mi carta al sargento Bulmer. No había la menor necesidad de
repetirlo por escrito. Haga el favor, en
lo futuro, de emplear su pluma para el
asunto que se le ha encomendado. Son
tres los informes que usted debe escribirme. Primero, debe hacer un resumen de las instrucciones que
le dio el sargento Bulmer, para
demostrarme que no se le olvida nada y que está completamente familiarizado con
el caso que se le confía. Segundo, debe informarme qué se propone hacer. Tercero, debe referirme por escrito cada progreso que
haga (si es que hace alguno) día por día, y, si es necesario, hora por hora. Ese es su deber. En cuanto al mío, cuando yo quiera que usted
me lo recuerde, s e lo avisaré. Mientras
tanto, lo saluda, Francis Theakstone.
(Del señor Matthew Sharpin al
inspector jefe Theakstone)
Londres, 6 de julio de 18...
Señor: Usted es un hombre de edad, naturalmente inclinado a estar un poco celoso
de los jóvenes que están en la plenitud de la vida y de sus facultades
mentales. En esas circunstancias, es mi
deber no tomar demasiado a pecho sus pequeños defectos. Tampoco me ofendo por el tono de su carta; le doy el beneficio de mi generosidad natural,
y borro de mi memoria su impertinente
comunicación. En una palabra, inspector jefe Theakstone, lo perdono, y paso a
otra cosa.
Mi primer deber es darle un informe completo de
las instrucciones que he recibido del sargento Bulmer. Helas aquí según mi versión:
En el número 13 de la calle Rutherford, en Soho, existe un comercio de papelería atendido por
un señor Yatman, casado y sin hijos. Además
del señor Yatman y su señora, los otros
ocupantes de la casa son: un hombre soltero de apellido Jay, que vive en la habitación del frente del
segundo piso; un comerciante que ocupa
una de las piezas del altillo y una persona para todo servicio, que tiene su cama en la pieza de atrás de la
cocina. Una mañana por semana viene una
suplente para ayudar en la limpieza. Estas
son las personas que tienen habitualmente libre acceso al interior de la casa.
El señor Yatman ha estado en los negocios durante
varios años, llevando sus asuntos en
forma próspera, hasta adquirir una
envidiable posición. Desgraciadamente, empezó a especular para acrecentar el monto de
su fortuna. Hizo inversiones audaces, y la suerte se volvió contra él en forma tal
que, hace apenas dos años, se encontró convertido otra vez en hombre
pobre. Todo lo que salvó del naufragio
de su fortuna fueron doscientas libras.
A pesar de que el señor Yatman hizo lo que pudo
frente a las circunstancias, dejando de
lado varios lujos y comodidades a los que él y su esposa estaban acostumbrados,
vio que no podrían ahorrar nada de lo
que le daba la papelería. El negocio iba
declinando de año en año, a causa de
competidores que trabajaban más barato. Así
estaban las cosas hasta la última semana; el único remanente de la fortuna del señor
Yatman lo constituían las doscientas libras que consiguió salvar del derrumbe. Esta suma estaba depositada en un banco en
forma de capital común.
Hace ocho días, el señor Yatman y el señor Jay conversaron
acerca de las dificultades que en estos tiempos entorpecen el comercio en todas
sus ramificaciones. El señor Jay, que vive de lo que le producen los artículos
que manda a diversos diarios (accidentes, querellas; en una palabra, artículos
a centavo la línea), dijo a su casero
que esa mañana había oído comentarios desfavorables acerca de los bancos que
aceptan depósitos en forma de capital común. Esos rumores ya habían llegado a oídos del
señor Yatman por otros conductos. Estas
noticias, confirmadas por su inquilino, alarmaron al señor Yatman, ya que decidió sacar cuanto antes el dinero
depositado en el banco.
Como era un poco tarde, llegó justo a tiempo para
que se lo entregaran, antes de cerrar el banco.
Recibió el dinero en la siguiente forma: un
billete de cincuenta libras, tres de veinte libras, seis de diez libras y seis
de cinco libras. Pidió el depósito en esta forma porque pensaba invertirlo en
préstamos de poca importancia entre los pequeños comerciantes de su distrito,
algunos de los cuales están en situación apremiante en estos momentos. Las
inversiones de esta índole parecieron al señor Yatman ser ahora las más seguras
y provechosas. Guardó el sobre con el
dinero en un bolsillo, y al llegar a su casa pidió una caja de lata que años
atrás usara para guardar valores, la
cual, según creía recordar, era del tamaño exacto para contener los
billetes. Durante largo rato buscaron la caja en vano; el señor Yatman preguntó a su esposa si sabía
dónde estaba. La pregunta fue oída por la
sirvienta, que en ese momento llevaba la
bandeja con el té para el piso alto, y
por el señor Jay, que en ese instante
bajaba para ir al teatro. Al fin, la
caja fue encontrada por el empleado del negocio. El señor Yatman colocó los billetes de banco en
ella, la cerró con un candado y se la
guardó en un bolsillo del abrigo, no
quedando muy oculta, ya que era un poco
grande para ser guardada en tal lugar. El
señor Yatman permaneció toda la tarde en el piso alto de su casa; no recibió
visitas, y a las once de la noche se fue a acostar, poniendo la caja con los
valores, junto con su ropa, en una silla al lado de la cama.
Cuando él y su esposa despertaron a la mañana
siguiente, la caja había desaparecido.
El posible canje de esos billetes fue detenido, avisando al Banco de Inglaterra, aunque hasta ese momento nada se había oído de
ellos.
Hasta aquí, las circunstancias del caso son perfectamente
claras. Ellas demuestran que el robo
debió de ser cometido por alguna persona que vive en la casa. Por esto las
sospechas recaen sobre la sirvienta, el dependiente, o sobre el señor Jay. Los
dos primeros estaban en antecedentes de la búsqueda de la caja, y aunque no supieran para qué se la
necesitaba, era muy probable que
supusieran que era para guardar dinero. Los dos tuvieron oportunidad de ver la caja
que sobresalía del bolsillo de su patrón; la sirvienta, cuando retiró la bandeja con el servicio de
té, y el empleado, cuando fue a entregarle las llaves del
negocio, antes de retirarse por ese día.
Al verle la caja en el bolsillo, pueden haber inferido que el señor Yatman
pensaba llevarla a su dormitorio esa noche.
Por otra parte, el señor Jay sabía, después de la conversación de esa tarde acerca
de los bancos, que el señor Yatman tenía
un depósito de doscientas libras en uno de ellos; también sabía que, al separarse, su casero tenía la intención de retirar en
seguida el dinero. Cuando después oyó
las preguntas relativas a la caja, era
lo más natural que supusiera que el dinero estaba ya en la casa, y que la caja era requerida para guardarlo. Claro que el hecho de que él saliera de la
casa antes de que la caja se encontrara, lo descarta como sabedor del lugar en
que el señor Yatman pensaba guardarla durante la noche. Lógicamente, si el señor Jay cometió el robo, tiene que haber entrado en el dormitorio
después que el señor Yatman se hubo acostado, y sin saber a ciencia cierta si
lo iba a encontrar o no.
Al hablar del dormitorio, me acuerdo de la necesidad de hacer notar su
situación en la casa, y de lo fácil que
es entrar en él a cualquier hora de la noche.
Esta habitación se encuentra en la parte de atrás
del primer piso. A causa del miedo que
la señora Yatman tiene a los incendios (que le hace temer el quedar apresada
por las llamas en su habitación en caso de incendio al no poder abrir una
puerta cerrada con llave), su marido
está acostumbrado a no cerrar jamás la puerta del dormitorio; por lo demás, los dos confiesan tener un sueño profundo. De aquí se desprende que una persona con
intenciones aviesas que quisiera penetrar en ese dormitorio, correría muy poco
riesgo; con dar vuelta a la manija de la
puerta, ésta se abriría, y agregando un poco de precaución, los ocupantes de la
pieza no despertarían. Este detalle es
de suma importancia, ya que fortalece nuestra convicción de que el dinero fue
robado por alguna de las personas que habitan en la casa, sin que sea necesario que posea la experiencia
de un ladrón profesional.
Estas fueron las circunstancias, tales como le
fueron referidas al sargento Bulmer, cuando fue llamado para descubrir al
ladrón y, si le era posible, recuperar el dinero. Sus averiguaciones fallaron
al no producir ni la menor evidencia contra las personas de las cuales era
lógico sospechar. Cuando se les informó del robo cometido, procedieron como lo
harían personas ajenas al hecho. El
sargento Bulmer optó, desde el principio, por hacer las indagaciones en la
forma más discreta posible; comenzó por
aconsejar al señor Yatman y a su señora que demostraran no tener la menor duda
ni desconfianza respecto de las personas que habitaban bajo su mismo techo. El sargento Bulmer decidió ocuparse él mismo
en observar las idas y venidas de estas personas, y además averiguar las costumbres, secretos y amistades de la sirvienta para todo
trabajo.
Durante tres días y tres noches estuvo el sargento
Bulmer vigilándola, ayudado por un
empleado de investigaciones tan competente como él; el resultado fue nulo; no encontraron nada que pudiera arrojar ni la
más ligera sombra de sospecha sobre la muchacha.
El mismo sistema de averiguación usó para con el
dependiente; en este caso tuvo más
dificultades debido a lo poco que sabía del hombre, pero después de aclarar algunos detalles, y aunque no tuvo la completa seguridad (como
en el caso de la joven), llegó a la
conclusión de que era ajeno al robo de la caja con el dinero.
Lógicamente, después de estos procedimientos, las
sospechas recaen sobre el pensionista, señor
Jay.
Cuando me personé al sargento Bulmer con la carta
de presentación, éste ya había hecho ciertas averiguaciones respecto al joven
pensionista. El resultado de éstas no lo
favorece mucho que digamos. Sus
costumbres son irregulares; frecuenta
sitios poco recomendables y sus amistades son personas de carácter disoluto. Está en deuda con todos los comerciantes con
los cuales trata, y además le debe un
mes de alquiler al señor Yatman. La
semana pasada se le vio hablando con un boxeador, y ayer por la tarde, cuando llegó, daba muestras de haber tomado bastante
alcohol. En una palabra, a pesar de que
el señor se hace llamar periodista en virtud de los artículos de poca monta que
manda a los periódicos, demuestra ser un
joven de maneras vulgares y malos hábitos; nada se le ha podido descubrir hasta ahora que
redunde en beneficio suyo.
Este es el resumen de lo que me comunicó el
sargento Bulmer, hasta en sus detalles
más pequeños. No creo que usted pueda
encontrar ninguna omisión; además, me parece que, a pesar de los prejuicios que
tiene contra mí, no dejará de reconocer
que nadie le ha presentado un informe más claro y completo. Mi segunda obligación es consignar lo que yo
me propongo hacer.
En primer lugar, empezaré por tomar las cosas en el punto en
que las dejó el sargento Bulmer. De
acuerdo con lo dicho anteriormente, no
tengo que preocuparme de la sirvienta, ni
del dependiente, ya que no existe
ninguna duda acerca de la inocencia de estas personas en el caso actual. Me queda por probar la culpabilidad del señor
Jay, porque antes de dar el dinero por
perdido debo asegurarme que es ajeno al robo.
El plan de campaña que voy a seguir cuenta con la
plena aprobación de los dueños de la casa. Me propongo llegar hoy allí aparentando ser un
joven que busca una pieza para alquilar. Se me mostrará la habitación trasera
del segundo piso; pienso instalarme ahí
esta misma tarde, adoptando la personalidad de un hombre que viene del campo y
piensa radicarse en Londres, siempre que encuentre un buen empleo en alguna
casa de comercio u oficina respetable.
Quiere decir que viviré en la habitación contigua
a la ocupada por el señor Jay. Como la
pared divisoria es un delgado tabique recubierto de yeso, me será muy fácil hacer un pequeño agujero por
el que podré verlo y oírlo cuando reciba visitas; mientras permanezca en la casa, yo estaré en mi puesto de observación; cuando salga, iré en su seguimiento. Empleando estos medios de vigilancia, creo que llegaré a tener la completa seguridad
de si el señor Jay sabe algo de los billetes de banco.
No sé lo que usted pensará de mi plan de
observación; a mí me parece audaz y
simple a la vez. Con esta convicción
termino este comunicado, con plena seguridad y confianza en el futuro. Matthew Sharpin.
(Del señor Matthew Sharpin al
inspector jefe Theakstone)
7 de julio.
Señor: No habiendo sido honrado con ninguna
respuesta a mi última carta, creo, a
pesar de todo, haberle producido una buena impresión con ella. Sintiéndome
recompensado por este silencio que interpreto como señal elocuente de
aprobación, procedo a relatarle los progresos realizados en las últimas
veinticuatro horas.
Estoy confortablemente instalado en la habitación
contigua a la ocupada por el señor Jay, y
me agrada decir que he practicado dos agujeros, en lugar de uno, en la pared divisoria. Mi natural sentido del
humor me ha llevado a la extravagancia de ponerles nombre: el observador y el
auricular. El nombre del primero se
explica solo; el del segundo se debe a
un pequeño caño de metal que he insertado en él, que me da la ventaja de oír mientras miro; esto se debe a la forma curva que le he dado
al tubo, de modo que uno de sus extremos
me lo aplico a la oreja. Así es que, mientras veo al señor Jay, también puedo oír lo que dice.
El ingenio, virtud que he poseído desde mi niñez, es lo que me ha impelido a hacer este segundo
agujero, además del que fue objeto de mi
primera conversación con la señora Yatman. Esta señora, inteligente, sencilla y de modales distinguidos, ha estudiado y comprendido todos mis planes
con un entusiasmo e inteligencia dignos de ponderar. La señora Yatman, que siente mucho afecto por
su marido, lamenta más el estado actual
de pesadumbre de éste que la pérdida del dinero; por lo tanto, dedica todas sus
energías a levantar el espíritu del señor Yatman, que presenta un miserable estado de postración.
- El dinero, señor Sharpin - me decía ayer la
señora Yatman, con lágrimas en los ojos,
- el dinero puede ser recuperado, haciendo economía o dedicándose al negocio.
Es el estado lamentable de mi marido lo que me hace desear con ansiedad el
descubrimiento del ladrón. Tal vez me
equivoque, pero desde que usted entró en
la casa renacieron mis esperanzas; además,
creo que usted es el hombre más indicado para descubrir a ese malvado.
Yo acepté este cumplido, con la firme convicción
de que tarde o temprano lo iba a merecer con toda justicia.
Volvamos al asunto, es decir, a mi puesto de observación y audición.
He pasado varias horas divertidas mirando al señor
Jay, que aunque rara vez está en casa, según
me ha dicho la señora Yatman, hoy no ha
salido en todo el día. Para mi modo de ver, esto es sospechoso; además, esta mañana se ha levantado tarde (mala señal
en un hombre joven), y perdió después un
tiempo considerable en bostezar y en quejarse de dolor de cabeza. Como todos
los hombres desordenados, no comió casi
nada en el desayuno; después fumó una
pipa, una sucia pipa de arcilla, que cualquier caballero se sentiría
avergonzado de poner entre sus labios. Cuando
terminó de fumar, tomó pluma, tinta y papel, y se dispuso a escribir, lanzando
un gemido al sentarse, no sé si de remordimiento por haber robado el dinero o
por otra cosa. Después de escribir unas
pocas líneas (estoy demasiado lejos para leer lo que escribe), empezó a silbar
algunos aires populares; me queda por
averiguar que éstos no sean claves para comunicarse con sus cómplices. Al cabo de un rato de distraerse con sus
silbidos, comenzó a pasear por la
habitación, deteniéndose a veces para
agregar una palabra o dos a lo que había escrito. Momentos más tarde, se acercó a un armario y sacó algo con mucho
cuidado; yo agucé mi vista para no
perder ni un solo detalle, pero, al darse vuelta y quedar frente a mí, ¡resultó que lo que había sacado del armario
era una botella de brandy! Acto seguido
se sirvió un poco del contenido de la botella, después de lo cual esta despreciable persona
se tiró en la cama y se durmió a los cinco minutos.
Durante dos horas estuve oyendo sus ronquidos, hasta que un golpe dado en la puerta de la
habitación vecina me llamó a mi puesto de observación. El señor Jay se levantó y abrió la puerta con
sospechosa rapidez.
El visitante resultó ser un muchachito de cara no
muy limpia, que al entrar dijo:
- Por favor, señor; lo están esperando.
Inmediatamente se sentó en una silla muy alta para
él, y se quedó dormido. El señor Jay lanzó un juramento, se ató una toalla mojada a la cabeza y, volviendo a su papel, empezó a escribir lo más rápidamente que le
permitían sus dedos; de vez en cuando volvía a mojar la toalla y se la ataba de
nuevo a la cabeza. Así estuvo durante
tres horas, al cabo de las cuales dobló
sus papeles y se los entregó al muchacho después de despertarlo, diciéndole:
- Vamos, dormilón, vete rápido. Si ves al patrón, dile que tenga el dinero listo para cuando yo
vaya a buscarlo.
El muchacho hizo una mueca y desapareció. Estuve
tentado de seguir al "dormilón", pero me pareció más prudente
quedarme observando las acciones del señor Jay.
Media hora después se puso el sombrero y salió; naturalmente, yo hice lo mismo. Al bajar la escalera, me encontré con la
señora Yatman, que se disponía a subir; teníamos un arreglo previo por el cual
ella se encargaría de registrar la pieza del señor Jay cuando estuviera
ausente, y siempre que yo me encontrara
ocupado en su seguimiento. En esta
ocasión vi que se dirigía a la taberna más próxima y pedía dos costillas de
cordero. Yo me senté a una mesa cercana
a la suya y pedí lo mismo que él. Antes
que pasaran dos minutos, un joven de
aspecto sospechoso, que estaba sentado a
otra mesa, se levantó y, tomando su vaso, se dirigió hacia donde estaba el señor Jay y
se sentó con él; yo aparenté estar
enfrascado en la lectura de mi diario, poniendo
mis cinco sentidos en escuchar la conversación de los dos hombres.
- Jack ha estado aquí preguntando por usted - dijo
el joven desconocido.
- ¿Dejó algún mensaje? - preguntó el señor Jay.
- Sí - contestó su interlocutor -. Me dijo que si
lo veía le dijera que tenía especial interés en verlo esta noche y que pasaría
a las siete por la calle Rutherford.
- Muy bien - dijo el señor Jay -. Llegaré a tiempo
para verlo.
Después de esto, el joven de aspecto sospechoso
terminó su oporto y, diciendo que tenía prisa, se despidió de su amigo (tal vez
su cómplice) y salió a la calle.
A las seis y veinticinco minutos y medio (en estos
casos hay que ser muy exacto hasta en los minutos), el señor Jay terminó sus
costillas y pagó su cuenta. A las seis y
veintiséis minutos y tres cuartos yo terminé mi comida y pagué mi cuenta. Diez minutos después yo entraba en la casa de
la calle Rutherford, siendo recibido por
la señora Yatman. Su rostro encantador
tenía una expresión melancólica y desilusionada que me apenó ver.
-Me temo que no ha encontrado nada sospechoso en
la habitación del pensionista - dije yo.
Mrs Yatman sacudió la cabeza en forma
desalentadora y suspiró lánguidamente; fue un suspiro que me entristeció y me
hizo sentir envidia del señor Yatman.
- No se desanime dije con una suavidad que pareció
emocionarla. He oído una conversación misteriosa y sé algo de una cita de
aspecto culpable; espero ver grandes acontecimientos desde mi puesto de
observación esta noche. Por favor, no se alarme; pero creo que estamos al borde de un
descubrimiento.
Mi entusiasta devoción por mi deber se sobrepuso a
mis tiernos sentimientos, así que la
miré..., le hice un guiño..., me despedí y me alejé.
Cuando me instalé en mi puesto de observación, el
señor Jay estaba haciendo la digestión, sentado
en una poltrona y fumando su pipa. En la mesa había dos vasos, una jarra con agua, y la botella de brandy. Eran cerca de las siete; a la hora exacta llegó el hombre llamado
"Jack".
Parecía nervioso; en realidad, demostraba gran agitación. La satisfacción de prever una jornada
fructífera me inundó de pies a cabeza. Con gran interés miré por mi lugar de
observación, y vi que el visitante se
había sentado dando de frente a mi campo visual. Estos dos villanos de aspecto abandonado se
parecían tanto entre sí que, viéndolos
juntos, separados apenas por la mesa, llegué a la conclusión de que eran hermanos.
Jack era el más limpio y cuidado en el vestir de los dos, debo reconocerlo. Es tal vez uno de mis defectos el llevar la
justicia y la imparcialidad hasta su límite; donde el vicio queda redimido, lo reconozco siempre.
- ¿Qué pasa ahora, Jack? preguntó el señor Jay.
- ¿No te das cuenta por mi cara? dijo Jack - . Mi
querido amigo, la espera es peligrosa; terminemos con el riesgo y el temor
pasado mañana.
- ¿Tan pronto? Bien; si estás listo, yo también.
Pero, ¿estará lista esa otra persona? ¿Estás seguro?
El señor Jay mostró una desagradable sonrisa al
hablar y acentuó las palabras "esa otra persona" con marcado énfasis.
No me cabe la menor duda acerca de la existencia de un tercer rufián en este
asunto.
- Puedes encontrarte con nosotros mañana - dijo
Jack -. Así podrás juzgar por ti mismo. Puedes estar a las once de la mañana en
Regent's Park, y buscarnos en la vuelta que desemboca en la avenida.
- Allí estaré - dijo el señor Jay -. ¿Quieres un
poco de brandy con agua? ¿Para qué te levantas? ¿Ya te vas?
- Sí, me voy - contestó Jack -. El hecho es que
estoy tan inquieto que no puedo quedarme tranquilo ni un minuto. Aunque te
parezca ridículo, estoy presa de una constante excitación nerviosa; el pensamiento de que en el momento menos
pensado nos pueden sorprender, no me abandona. Se me ocurre que cada hombre que me mira dos
veces es un espía...
Al oír estas palabras, me pareció que las rodillas
se me doblaban; nada más que una gran
fuerza de voluntad me mantuvo en mí puesto de observación. Le doy mi palabra de honor acerca de esto.
- ¡Tonterías! - exclamó el señor Jay, con la
audacia de un criminal inveterado. - Hasta este momento hemos guardado el
secreto, y lo seguiremos guardando hasta el fin. Toma un trago de brandy con
agua, y te sentirás tan seguro como yo.
Jack rehusó el brandy con firmeza, y con más
firmeza aún persistió en retirarse.
- Trataré de distraerme caminando. Y acuérdate,
mañana a las once en Regent's Park, al lado de la avenida.
Con estas palabras de despedida, salió; su descuidado pariente se rió con grosería, y
volvió a tomar la pipa. Yo me senté al
borde de la cama, temblando de
excitación. Me resultaba evidente pensar
que no se había hecho ningún intento por cambiar los billetes de banco; y
quiero agregar que el sargento Bulmer era de esta misma opinión cuando dejó el
caso en mis manos. ¿Qué conclusión debo sacar
de la conversación oída por mí, y consignada más arriba? Que es evidente que la
cita concertada para mañana será para repartirse el dinero y estudiar la forma
más segura de cambiar los billetes al día siguiente; a mi modo de ver, el señor Jay es el jefe en este asunto, y será probablemente el encargado de cambiar
el billete de cincuenta libras. Por consiguiente, mañana lo seguiré a Regent's Park, y trataré de colocarme lo más cerca posible
para oír lo que digan y, sobre todo, enterarme si es que conciertan alguna otra
cita. Para esto necesito la ayuda de dos asistentes, por si los cómplices se
alejan en distintas direcciones; en ese
caso, estos subordinados me servirán
para hacer seguir a los dos ladrones de menor importancia. Es natural agregar que si los bribones se
alejan juntos, estos ayudantes
constituirán nada más que una reserva; siendo
yo ambicioso por naturaleza, deseo que
el éxito de aclarar el robo me pertenezca a mí solo.
8 de julio.
Agradezco la pronta llegada de mis dos
subordinados; me temo que no sean
hombres muy hábiles, pero no importa, ya que estaré cerca de ellos para dirigirlos.
Lo primero que hice esta mañana fue hablar con el
señor Yatman y su señora para explicarles la presencia de los extraños en la
casa. El señor Yatman (aquí, entre nosotros, es un pobre hombre), se limitó a sacudir la cabeza y dar un gemido.
Mrs Yatman (¡qué mujer superior!) me favoreció con una encantadora mirada plena
de inteligencia.
- ¡Oh señor Sharpin! - exclamó la señora Yatman
con desaliento -. La presencia de esos dos hombres me da la impresión de que
usted empieza a tener dudas sobre su éxito.
Yo me permití hacerle un guiño (ella es muy
comprensiva y no se ofende por tal cosa), y le expliqué, en forma despreocupada, que estaba equivocada.
- Porque estoy seguro del éxito mandé llamar a
esos hombres. Tengo la absoluta certeza de recobrar el dinero, y esto no solamente por lo que a mí me
concierne, sino también por el señor
Yatman y por usted.
Acentué con énfasis estas últimas palabras.
- ¡Oh señor Sharpin! - dijo la señora Yatman otra
vez, al mismo tiempo que sus mejillas
enrojecían. Con pudor volvió a inclinar
la cabeza sobre su costura. Yo me sentí
en ese momento capaz de ir al fin del mundo por esta mujer, siempre que al señor Yatman se le ocurriera
morirse.
Envié a mis dos subordinados a que me esperaran en
el portón de Regent's Park que da sobre la avenida; media hora después, salía yo detrás del señor Jay.
Los dos cómplices fueron puntuales. Me sonrojo al anotar lo que viene más
adelante. El tercer bribón, la misteriosa "otra persona" que los dos
hermanos nombraron en su conversación, es
¡una mujer! Y lo que es peor, una mujer joven; para colmo de males, joven y bonita. De hoy en adelante, dejaré de resistirme a la creencia general, esto es, a la convicción de que en un hecho delictuoso
siempre hay de por medio una persona del sexo débil. Renunciaré a las
mujeres..., exceptuando a la señora Yatman.
El hombre llamado Jack ofreció su brazo a la
mujer, mientras el señor Jay se colocaba
al otro lado de ésta, y así reunidos
empezaron a caminar despacio a la sombra de los árboles. Yo los seguía a
conveniente distancia, y mis dos
subordinados más atrás.
Lamento decir que me era imposible acercarme lo
suficiente como para oír lo que decían, sin despertar sospechas; lo único que pude inferir por sus ademanes, es que trataban un asunto de sumo interés para
ellos. Después de transcurrido un cuarto de hora, dieron vuelta en forma imprevista, desandando el camino recorrido; mi presencia de ánimo no me abandonó en esta
emergencia. Hice señas a mis ayudantes
para que siguieran de largo, y yo me
oculté detrás de un árbol; al pasar
cerca de mí, oí al nombrado Jack que se
dirigía al señor Jay con estas palabras:
- Digamos mañana por la mañana a las diez y media;
y por favor, ven en taxi. Mejor será que
no nos arriesguemos tomando uno en este barrio.
El señor Jay contestó algo que no alcancé a oír, y al llegar al lugar elegido para la cita de
esa mañana, se despidieron con una
efusividad que me enfermó. Yo seguí al
señor Jay, mientras mis subordinados lo hacían tras los otros. En lugar de ir a la calle Rutherford, el señor Jay se dirigió al Strand. Penetró en una casa de poco respetable
apariencia, y que, a pesar del letrero colocado en su puerta en
el que se leía el nombre de un periódico, a mí me pareció más bien un receptáculo de
bienes robados.
Después de permanecer adentro unos pocos minutos, salió con su inseparable silbido; un hombre
menos discreto que yo lo hubiera arrestado allí mismo. Pero tenía que atrapar
también a sus cómplices, y además había que esperar la cita concertada para la
mañana siguiente. Es raro encontrar un
aplomo semejante, en circunstancias tan difíciles en un joven principiante como
yo, que estoy comenzando y tengo que hacerme una reputación como detective de
la policía.
De allí, el señor Jay se dirigió a un café y se
entretuvo leyendo revistas mientras fumaba un cigarro. Yo opté por hacer lo
mismo. Del café se dirigió a su taberna, donde ordenó las infaltables costillas. Yo
entré y pedí lo mismo. Cuando terminó, se
dirigió a su alojamiento; y cuando yo terminé me dirigí al mío. Por lo que
observé, tenía sueño y se acostó a dormir la siesta; después de oírlo roncar
por un rato, yo también tuve sueño y me
acosté a dormir la siesta.
Mis dos subordinados vinieron al día siguiente
temprano a darme su informe.
El hombre llamado Jack dejó a la mujer al llegar a
la puerta de una villa de respetable apariencia, no lejos de Regent's Park. De
ahí dobló a la derecha y se internó en una calle suburbana donde hay varios
comercios y penetró en una casa abriendo la puerta con su propia llave; al hacer esto miró en derredor, deteniendo su mirada en mis dos ayudantes que
iban por la vereda de enfrente. Hice que
se quedaran en mi habitación por si los necesitaba y yo me instalé en mi puesto
de observación.
El señor Jay estaba vistiéndose, tratando en todo
lo posible de mejorar su aspecto; esto es lo que yo esperaba, ya que un hombre
con tipo de vagabundo difícilmente pueda presentarse, sin despertar recelos, a
cambiar un billete de cincuenta libras. A las diez y cinco minutos, terminaba
de cepillar su gastado sombrero y de borrar las manchas de sus guantes con miga
de pan. A las diez y diez salía a la
calle encaminándose a la parada de taxis más próxima; yo y mis subordinados
íbamos detrás, casi pisándole los
talones.
Él tomó un taxi y nosotros lo seguimos en otro; el
día anterior no pude oír el lugar a dónde irían, pero pronto vi que se dirigían hacia el portón
que se abre sobre la avenida.
El taxi del señor Jay dobló lentamente hacia el
parque; hice que el nuestro se detuviera
antes de entrar, y yo me decidí a
seguirlo a pie. A los pocos metros se
detuvo el otro taxi, y vi aparecer entre
los árboles a los dos cómplices; éstos
subieron al auto, que dobló rápidamente
hacia la salida. Yo corrí a mi taxi y
ordené al conductor que siguiera al otro vehículo en cuanto nos pasara.
El hombre siguió mis instrucciones con tan poca
inteligencia, que temía que nuestros
perseguidos sospecharan algo. Habrían
pasado unos tres minutos (durante los cuales volvimos a recorrer el camino
anterior), cuando se me ocurrió mirar
por la ventanilla, para ver a qué
distancia iba el otro taxi del nuestro; al
hacerlo vi dos sombreros que se asomaban y dos caras que me miraban. Me recosté en mi asiento, sintiéndome invadido por un sudor frío; la
expresión es grosera, pero es la única
que indica claramente mis condiciones en ese momento.
- ¡Nos han descubierto! - dije débilmente a mis
dos subordinados.
Ellos me miraron atónitos. Mis sentimientos
variaron de la desesperación al colmo de la indignación en un instante.
- La culpa es del conductor. Bájese alguno de
ustedes y denle un buen golpe.
En lugar de obedecerme (tendré que consignar esta
falta de disciplina en el Departamento Central), los dos se asomaron para mirar
por la ventanilla; antes de que yo los pudiera atajar, ellos se habían vuelto a
sentar. Estaba por dar rienda suelta a mi indignación, cuando vi que me miraban
en forma rara y me decían:
- Por favor, señor, mire hacia la calle.
Hice lo que me decían. El taxi de los ladrones se
había detenido. ¿Dónde? ¡A la puerta de
una iglesia! El efecto que este
descubrimiento puede tener sobre una persona común, no lo sé; pero, siendo
yo profundamente religioso, me llenó de
horror. He leído a menudo que los
criminales son astutos y no tienen principios, pero el atreverse a penetrar en una iglesia
para despistar a sus perseguidores fue para mí un sacrilegio sin precedentes en
los anales del crimen.
Para la mente superficial de mis subordinados,
aquello no tenía tal vez ninguna importancia; pero para mí, que veía más allá de la apariencia inocente de
esos dos hombres y esa mujer bien vestidos que entraban en una iglesia, la
escena tenía otro significado más siniestro que el que pudieran haber
encontrado mis ayudantes. Por esto se ve que el aspecto exterior de las cosas
no tiene ningún poder sobre mí. Bajando
del auto penetré en la iglesia seguido de uno de mis hombres; a mi otro ayudante lo envié a la puerta de la
sacristía. ¡Jamás encontrará usted
desprevenido a su humilde servidor Matthew Sharpin!
Subiendo a la galería nos dirigimos hacia el sitial
del órgano, para mirar a través de las cortinas. Estaban abajo, y aunque
parezca increíble, estaban sentados tranquilamente en un banco.
Antes de que yo alcanzara a tomar una
determinación sobre el camino a seguir, apareció
por la puerta de la sacristía un clérigo con sus vestiduras de ceremonia; le
seguía un acólito. Sentí que mi cerebro empezaba a girar, y se me nubló la
vista. Robos cometidos en sacristías, desfilaron por mi memoria; temblé por el clérigo, y hasta llegué a temblar por el empleado.
El sacerdote se situó frente al altar, los tres
cómplices se le acercaron, mientras el ministro de Dios abría su libro y
empezaba a leer. ¿Qué?, preguntará usted.
Le contesto sin el menor titubeo: las primeras
líneas del oficio matrimonial.
Mi subordinado tuvo la audacia de mirarme y
después se tapó la boca con un pañuelo; yo no le hice el menor caso. Al descubrir que el llamado Jack era el novio
y que Jay era el padrino de la boda, salí
de la iglesia seguido por mi ayudante y me reuní con el otro a la puerta de la
sacristía. Muchos, en mi situación, hubieran pensado que habían cometido una
terrible equivocación; yo no sentía ninguno de estos síntomas, ni tampoco
disminuida mi propia estimación. Y
ahora, después de tres horas del descubrimiento, mi mente permanece, me alegra decirlo, tan
tranquila como antes.
En seguida de reunirme con mis hombres fuera de la
iglesia, di a conocer mi intención de
seguir al otro taxi, a pesar de lo ocurrido.
Tenía mis motivos para ello. Mis dos ayudantes se quedaron sorprendidos
ante mi decisión, y uno de ellos tuvo la impertinencia de decirme:
- Por favor, señor, ¿a quién seguimos? ¿A un
hombre que ha robado dinero, o a uno que ha robado una esposa?
El otro hombre, vulgar, festejó la ocurrencia del compañero, riéndose. Los dos merecen una seria reprimenda; ya me aseguraré de que la reciban.
Una vez terminada la ceremonia, sus tres
protagonistas volvieron a subir en el taxi, y el nuestro (que estaba convenientemente
oculto en la esquina) comenzó a seguirlo con nosotros dentro.
Los vimos que se dirigían a la estación terminal
del South Western Railway; la nueva
pareja compró boletos para Richmond, pagando
con medio soberano, cosa que me privó el
placer de detenerlos; ya que no lo
hicieron con billetes de libra. Al
separarse del señor Jay lo hicieron con estas palabras:
- No olvides la dirección: Babylon Terrace, número
catorce. Te esperamos a cenar de hoy en una semana.
El señor Jay aceptó riendo, y agregó que volvía a su casa para ponerse
cómodo y sucio otra vez por el resto de la jornada. Debo agregar que lo seguí, y puedo asegurar que se puso cómodo y sucio
otra vez (para usar su desagradable lenguaje).
Y así está hasta este momento.
Ya sé lo que las personas que juzgan a la ligera
los actos del prójimo dirán de mi actuación; asegurarán que a través de toda mi
investigación me equivoqué en la forma más absurda, agregando que las
conversaciones sospechosas oídas por mí, se referían únicamente a las dificultades y
peligros que significa para una pareja de novios el casarse a escondidas. Para aseverar lo que digan no tienen más que
recurrir a la escena de la iglesia. Esto
lo dejaré pasar sin discutir. Ahora bien; de lo más profundo de mi sagacidad
haré una pregunta que mis enemigos no podrán contestar, pero que yo, como
hombre de mundo, encuentro de fácil respuesta.
Dejando de lado la ceremonia nupcial, ¿qué pruebas
tengo yo de la inocencia de estas tres personas? Ninguna. Al contrario, tengo más motivos que antes para sospechar del
señor Jay y de sus dos cómplices. Un
caballero que va a pasar su luna de miel en Richmond necesita dinero; y un caballero que tiene deudas con todos sus
proveedores necesita dinero. ¿Es ésta una imputación injustificable de malos
designios? En nombre de la moral y buenas costumbres, le niego justificativo
alguno al hecho; esos dos hombres se combinaron para robar una mujer: muy bien
pueden haber robado el dinero. Me
mantengo en mis creencias estrictas en cuanto a la virtud, y desafío a cualquiera a que me mueva un
centímetro de mi posición.
Hablando de virtud, debo agregar que hablé con el
señor Yatman y su señora acerca de las conclusiones a que yo había llegado. En un principio, esta encantadora mujer no comprendió mi línea
de razonamiento, y sacudiendo la cabeza se unió a su marido en prematuras
lamentaciones por la pérdida del dinero. Una pequeña y cuidadosa explicación de mi
parte, y un poco de atención de parte de
la señora Yatman, la hicieron cambiar de
opinión. Ahora está de acuerdo conmigo
en que la ceremonia clandestina no disminuye en nada las sospechas que recaen
sobre el señor Jay, el llamado Jack, o sobre la fugitiva dama. "Pícara
audaz", fue el término usado por mi
preclara amiga al hablar de esta mujer. Consigno
esta frase con el solo fin de hacer ver que la señora Yatman no ha perdido su
confianza en mí, y su marido tampoco; al contrario, me han prometido tener plena fe en el futuro.
Dado el giro que han tomado las cosas, me parece preferible, por el momento, esperar los consejos de usted. Espero nuevas órdenes, con la satisfacción del cazador que ha matado
dos pájaros de un tiro, ya que al seguir
a los cómplices desde la puerta de la iglesia hasta la estación, lo hice por dos motivos. Primero, los seguí por obligación, ya que los creo culpables del robo. Segundo, por interés particular; sería una información muy valiosa para la
familia o amigos de la joven, la que yo
obtendría si descubriese el refugio en que la pareja pensaba ocultarse. Pase lo que pase, me congratulo al no haber perdido el tiempo; si usted aprueba mi conducta, mi plan está listo para ser continuado, si usted la desaprueba, me iré tranquilamente con mi valiosa
información a la villa situada en las inmediaciones de Regent's Park. De todos modos, el asunto coloca dinero en mi bolsillo, y me acredita como hombre de singular viveza.
Algo más debo agregar, y es esto: si alguien se aventura a asegurar que el señor
Jay y sus cómplices son del todo inocentes en el robo de la caja con el dinero,
y este alguien puede ser hasta el mismo
inspector jefe Theakstone, yo lo desafío
a que me diga quién cometió, entonces, el
robo en la casa de la calle Rutherford, Soho.
Tengo el honor de ser su seguro servidor, Matthew
Sharpin.
(Del inspector jefe Theakstone al
sargento Bulmer)
Birmingham, 9 de julio.
Sargento Bulmer: El cabeza hueca del señor Matthew
Sharpin ha hecho, como yo lo esperaba, un
enredo en el caso de la calle Rutherford. Estando ocupado por el momento en
esta ciudad, le escribo para que arregle usted las cosas; adjuntos le mando los
garabatos que este infeliz de Sharpin califica de informes. Cuando usted termine de leer ese palabrerío
inútil, llegará a la misma conclusión que yo; ese necio engreído ha buscado al ladrón en
todas las direcciones posibles menos en la verdadera. Usted puede señalar al ladrón en cinco
minutos. Liquide el caso en seguida, mandándome
el informe a esta ciudad, y avise al
señor Sharpin que queda suspendido hasta nuevo aviso. Lo saluda, Francis Theakstone.
(Del sargento Bulmer al inspector
jefe Theakstone)
Londres, 10 de julio.
Inspector Theakstone: He leído su carta y el
informe. Dicen que los hombres
inteligentes siempre aprenden algo aunque sea de un imbécil. Cuando terminé con el quejumbroso reportaje de
Sharpin sobre su propia estupidez, vi claramente el final del caso de la calle
Rutherford, tal como usted pensó que yo
lo vería. Media hora después me personé
en la casa, siendo el señor Sharpin el primero que encontré.
- ¿Ha venido para ayudarme? - me preguntó Sharpin.
- No exactamente - le contesté.
- He venido para decirle que queda usted
suspendido hasta nuevo aviso.
- Muy bien - contestó Sharpin, sin demostrar que se le hubieran bajado los
humos. - Sé que han tenido envidia de mí, y no los culpo; es muy natural. Entre y póngase cómodo, yo tengo que ir a un
asunto particular en las inmediaciones de Regent's Park. Hasta más ver, sargento.
Con estas palabras se salió del paso, que era precisamente lo que yo deseaba.
En cuanto la sirvienta cerró la puerta, le dije
que avisara a su patrón que yo quería hablarle en privado. Me hizo pasar a la sala detrás del negocio, y allí estaba el señor Yatman leyendo el
diario.
- Vengo para hablarle del asunto del robo, señor -
le dije.
- Sí, sí me
interrumpió en la forma impertinente que era de esperar en un hombre como él. -
Sí, sí, ya sé; usted
ha venido para decirme que el superhombre que hizo agujeros en el tabique del
segundo piso se ha equivocado, y ha
perdido el rastro del ladrón sinvergüenza que me robó el dinero.
- Sí, señor; ésa es una de las cosas que tenía que
decirle, pero hay algo más que debo agregar.
-¿Puede decirme quién es el ladrón? - me preguntó
más ásperamente aún.
- Sí, creo que sí - le contesté.
Dejó el diario, y lo noté ansioso y al parecer
asustado.
- ¿No será mi dependiente? Espero que no sea.
- No, señor.
- ¿Esa sirvienta inútil? - me volvió a preguntar.
- Es inútil y desaseada. (Esto lo averigüé yo al
principio.) Pero no es el ladrón.
- ¿Quién es, entonces, en nombre del cielo?
- Se tiene que preparar para una sorpresa
desagradable; le advierto que en el caso
de que pierda usted los estribos, yo soy
el más fuerte de los dos le dije a modo de aviso. No se le ocurra ponerme una mano encima ya que
puedo lastimarlo al defenderme.
La cara del señor Yatman tomó un color ceniciento.
Este individuo pusilánime había ido apartándose
de mí a medida que yo hablaba.
- Usted me ha pedido que le nombre al ladrón -
proseguí yo . - Si usted persiste en que le diga...
- Quiero saberlo - dijo débilmente. - ¿Quién fue?
- Su esposa dije firme y positivamente.
Saltó de la silla como si lo hubieran pinchado, y
dio un golpe en la mesa tan fuerte que hizo crujir la madera.
- Calma, señor. Si se enoja, no sabrá la verdad - le dije a modo de
consejo.
- ¡Es mentira! ¡Una infame y vil mentira! exclamó,
dando otro golpe sobre la mesa.
De pronto, se desplomó en la silla y empezó a
llorar.
- Cuando recobre la calma, estoy seguro que pedirá disculpas por el
lenguaje usado; mientras tanto, escuche
lo tengo que decirle. El señor Sharpin
envió a nuestro Inspector un informe del tipo más ridículo imaginable; anotó en él, no sólo sus estupideces, sino también los haceres y decires de su
señora. En cualquier otro caso, esta nota habría ido a parar al canasto de
papeles viejos; p ero resulta que, en éste, la cantidad de tonterías escritas
por el señor Sharpin llega a una conclusión que el cerebro simplón del escritor
no supo ver. Tan seguro estoy de la
explicación a que he llegado, que me
juego el puesto si no resulta que su señora estuvo aprovechándose del
engreimiento y estupidez de este joven, para
alejar las sospechas de su persona y entusiasmarlo para que desconfiara de los
no complicados en el caso. Le digo esto
en confidencia, y voy más allá todavía; puedo decirle lo que su señora hizo con el
dinero. Nadie puede mirar a su esposa, señor, sin
quedar admirado por el gusto y elegancia de sus vestidos.
Al pronunciar yo estas últimas palabras, el pobre hombre pareció recuperar el habla; me
interrumpió en forma brusca, como si en
lugar de ser un pobre comerciante fuera un duque.
- Busque otros medios para justificar la calumnia
que ha levantado contra mi esposa - dijo. Y agregó después: - La cuenta de su modista
está en mi archivo de cuentas pagadas.
-
Perdóneme, señor, pero eso no prueba nada. Las modistas tienen una poco
recomendable costumbre con la que nosotros tropezamos a cada rato en nuestro
oficio. Una mujer casada puede tener dos cuentas separadas en su modista; una que el marido ve y paga; la otra es una
cuenta privada, resultado de
extravagancias y caprichos que la esposa paga cuando y como puede. De acuerdo a nuestra experiencia, esta cuenta se paga con recortes de los gastos
del hogar. En su caso, su señora no pagó
ninguna cuota y, víctima tal vez de
alguna amenaza, se encontró acorralada, resolviéndose a pagar con el dinero de la
caja.
- No lo creo. Cada palabra suya es un insulto para
mí y para mi esposa.
Tratando de salvar tiempo y palabras le contesté:
- ¿Se atreve a tomar el recibo de la modista que
usted dice tener y acompañarme a la sombrerería donde compra su esposa?
No muy convencido, buscó el recibo y poniéndose el
sombrero se dispuso a acompañarme. Yo tenía listos los números de los billetes
perdidos. Llegamos al negocio (que resultó ser un elegante local del West End),
y yo pedí una entrevista con la encargada del comercio. No era la primera vez que nos íbamos a
encontrar en circunstancias como éstas. En
cuanto la señora me vio, mandó llamar a
su marido. Dije quién era el señor
Yatman y el asunto que nos llevaba.
- ¿Esto es estrictamente confidencial? - preguntó
el marido de la señora.
- Yo asentí.
- ¿Es un asunto privado? - preguntó la dueña del
comercio.
Yo volví a afirmar.
- ¿Tienes algún inconveniente, querida, en que
favorezca al sargento mostrándole los libros? - preguntó el marido.
- Ninguno, mi amor, si tú estás de acuerdo - dijo
la esposa.
Durante todo este tiempo, el señor Yatman parecía
la personificación del asombro y la desesperación, a más de estar completamente fuera de lugar.
Trajeron los libros, y con un simple vistazo a las páginas en las que figuraba
el nombre de la señora Yatman, confirmé
mis palabras anteriores.
En uno de los libros estaba la cuenta arreglada
por el señor Yatman; en el otro estaba la
cuenta particular, también abonada, en la fecha del día siguiente al robo. La suma alcanzaba a ciento setenta y cinco
libras y algunos chelines, y abarcaba un
período de tres años. No había anotación
de cuota alguna, y debajo de la última
línea, esta anotación: “Ultimo aviso. 23
de junio". Señalé esto a la
modista, y me contestó que se refería al
mes de junio próximo pasado, y que esa carta había sido acompañada por una
amenaza de procedimiento judicial. La
señora lamentaba esto, pero no le había
quedado otro recurso.
- Creí que ustedes daban créditos más amplios
dije.
- No cuando el marido está en dificultades... - me
dijo la señora mirando al señor Yatman y tratando de que éste no oyera.
Al hablar, me
señaló las cuentas. Las compras efectuadas
después que el señor Yatman se encontró en mala situación eran tan
extravagantes como en el tiempo anterior a esto. Si la dama economizaba en algo, no era precisamente en vestirse. No quedaba más que revisar el libro de caja, por pura fórmula. El dinero fue pagado en billetes con
numeración exacta a la que yo tenía en mi lista. Después de esto saqué inmediatamente al señor
Yatman de la tienda. Estaba en una condición tan lastimosa que llamé un taxi y
lo acompañé a su casa. Al principio
rezongó y lloró como una criatura, pero
después que lo hube calmado, debo
confesar que se disculpó elegantemente por su primera explosión de mal genio. Yo, en
cambio, me permití darle algún consejo sobre cómo debía arreglar las cosas con
su esposa; no me hizo el menor caso, y subió las escaleras mascullando algo acerca
de una posible separación. No sé qué
clase de táctica usará la señora Yatman para salir de esta situación; seguramente usará el histerismo para que el
pobre hombre se asuste y la perdone. De
todas maneras eso no es asunto nuestro, y, en lo que nos concierne, el caso está terminado. Esperando sus gratas órdenes, quedo de usted seguro servidor, Thomas Bulmer.
P. S. Debo agregar que al irme de la calle
Rutherford, me encontré con el señor Sharpin, que venía a retirar sus cosas.
- Figúrese usted - me dijo restregándose las manos
muy complacido. - Vengo de la villa residencial, donde en el momento en que mencioné el asunto
que me llevaba, me echaron poco menos
que a puntapiés. Había dos testigos que
presenciaron el atropello; si no saco
cien libras de esto, sacaré mucho más.
- Le deseo mucha suerte le dije.
- Gracias. ¿Cuándo le podré hacer el mismo
cumplido por encontrar al ladrón?
- Cuando quiera, porque ya lo encontramos.
- Lo que me esperaba. Yo hice el trabajo y ustedes
se llevan el premio. Es el señor Jay, naturalmente.
- No, le dije yo.
- ¿Quién es, entonces?
- Pregúntele a la señora Yatman; lo está
esperando.
- Muy bien. Prefiero oírlo de labios de esa mujer
encantadora y diciendo esto, entró en la
casa a toda prisa.
¿Qué piensa de esto, Inspector Theakstone? ¿Le
gustaría estar en los zapatos del señor Sharpin? A mí no. Se lo aseguro.
(Del inspector jefe Theakstone al
señor Matthew Sharpin)
12 de julio.
Señor: El sargento Bulmer le ha dicho ya que queda
usted suspendido hasta nuevo aviso. Tengo autoridad para agregar que en el
Departamento de Investigaciones declinamos el ofrecimiento de sus servicios; tome esto como notificación oficial de
despido. Le informo, para su interés, que esto no arroja una sombra sobre su
persona; quiere significar solamente que
usted no es lo bastante despierto para nuestra conveniencia. Si tuviéramos que
tomar un empleado nuevo, preferiríamos a
la señora Yatman. Su seguro servidor,
Francis Theakstone
(Nota del señor Theakstone sobre la
correspondencia que antecede)
El inspector no está en condiciones de agregar
ninguna explicación de importancia a la última carta. Posteriormente se
descubrió que el señor Sharpin salió de la casa de la calle Rutherford cinco
minutos después de su encuentro con el sargento Bulmer. Su cara reflejaba asombro y terror, además de lucir una marca roja, producida
seguramente por una mano femenina. Hay
que añadir que el dependiente lo oyó referirse a la señora Yatman en forma poco
respetuosa; al doblar la esquina se le
vio blandir un puño en forma vindicativa. Esto es lo último que se sabe de él; probablemente, habrá ido a ofrecer sus servicios a la policía
de la provincia.
De la situación entre el señor Yatman y su esposa,
se sabe menos aún; salvo que el médico de la familia fue llamado
con toda premura, a poco de volver el
señor Yatman de la modista. El
farmacéutico de la vecindad recibió la orden de preparar una poción sedativa
para la señora Yatman. Al día siguiente,
el señor Yatman compró en el mismo
comercio un frasco de sales; viéndosele
también en la librería circulante, pidiendo
un libro agradable para distraer a una señora enferma. De esto se infiere que el señor Yatman no ha
creído conveniente llevar adelante su intento de separarse de su esposa, al menos en la presente (y presunta) condición
del sistema nervioso de la sensitiva dama."
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