el escritor nicaragüense Sergio Ramírez, Premio Cervantes 2017 |
“El venerable Lada había pasado del azul celeste
al azul de Prusia al salir del taller donde operaron milagros en la carrocería,
agujereada por las balas en el atentado
de tantos años atrás, donde perdiera la vida Lord Dixon. Dichosamente el motor no sufrió los impactos,
y aquel viernes de agosto el valiente carrito enfilaba airoso hacia el sur por
la carretera a Masaya, al volante el
inspector Dolores Morales. Las estructuras metálicas de los árboles de la vida
mandados a sembrar por la primera dama poblaban el camellón central y los
espaldones de la carretera formando un bosque inmenso y extraño, los arabescos
de sus follajes amarillo huevo, azul cobalto, rojo fucsia, verde esmeralda,
violeta genciana, rosa mexicano y rosado persa alzándose entre la maraña de
rótulos comerciales. Siguiendo las
indicaciones del mapa que llevaba en el asiento de al lado, tomó hacia el oeste por la pista Jean Paul
Genie en la rotonda de Galerías Santo Domingo, y luego, a la altura del Club Terraza, enrumbó otra vez al sur por el antiguo camino
de Las Viudas, dejando atrás el hotel
Barceló y el colegio Centroamérica de los jesuitas. El camino, ahora pavimentado pero en malas condiciones,
ascendía serpenteando hacia las primeras estribaciones de la sierra de Managua.
Poco antes de alcanzar el reparto
Intermezzo del Bosque se abría una trocha destinada a ser pronto una carretera
en toda regla, marcada en el mapa con una gruesa línea roja: unos cinco
kilómetros más de recorrido entre árboles añosos derribados por las motosierras
encima de los despojos de los viejos cafetales, también arrasados de raíz,
cedros, genízaros, guanacastes y caobos que
mostraban sus muñones rojizos. Las
aplanadoras emparejaban terrazas donde iban a alzarse mansiones amuralladas, y no era difícil advertir que los corrales,
las pulperías y las viviendas de bajareque que aún se asomaban a la trocha
estaban destinados a desaparecer ante el avance triunfal de las orugas de los
tractores. Una equis señalaba en el mapa
el punto de destino. Al lado del portón
de acceso había una garita con vidrios a prueba de balas, y junto a la garita un jeep Wrangler con dos
hombres a bordo, uno al volante, y al
lado otro que cargaba una ametralladora Uzi como quien acuna una muñeca; uno más dentro de la garita, y dos frente al portón. No alcanzaban a disimular su catadura de
muchachos de barriada a pesar de sus trajes grises color rata y las corbatas de
poliéster bien anudadas en los cuellos tiesos de almidón, que debían escocerles la piel. Usaban, además, los mismos zapatos, tan pesados como si fueran ortopédicos. El que parecía ser el jefe descendió del jeep,
y con un movimiento giratorio de la mano
le indicó que bajara el vidrio de la ventanilla. La manigueta no funcionaba, así que el inspector Morales procedió a abrir
la puerta, y entonces entró el ruido de las podadoras, empecinadas en rasurar
la grama de los extensos campos al otro lado del muro, y junto con el ruido el olor a la savia de los
tallos aventados en lluvia menuda. El
hombre usaba anteojos oscuros de un tinte impenetrable. Llevaba el pelo rasurado al rape, y detrás de
la oreja la serpentina del audífono. Bajo
el faldón del saco se entreveía la pistola automática enfundada en una
cartuchera de nailon. El agente Smith de The Matrix en persona. Le pidió la cédula de identidad con seca
cortesía, la fotografió usando su
teléfono celular, y, luego de devolvérsela, él mismo le adhirió en
la pechera de la camisa, del lado del
corazón, un sticker con unos círculos
concéntricos. Era la contraseña del día para los visitantes, pero más parecía una diana para guiar la
puntería. El de la garita recibió la orden de activar el portón eléctrico, que
se descorrió sin ruido, y el Wrangler se puso en marcha delante del Lada. Todo era como en los torneos de golf de la
televisión por cable en que jugaba Tiger Woods: suaves colinas perdiéndose en
la distancia, la grama como un paño de billar salpicada de árboles
trasplantados con grúas; y bajo el sol
de aquella mañana de agosto, una laguna
artificial que espejeaba a lo lejos. El
asfalto de la vereda era suave como la seda, y las llantas del Lada siseaban apenas al
deslizarse a la velocidad impuesta por el Wrangler, mientras los aspersores regaban sobre los
prados finas cortinas de agua irisadas. Hasta el cielo terso y sereno, con sus nubes lejanas e inofensivas de tarjeta
postal, parecía pertenecer a un país extranjero. El Wrangler se detuvo al lado de un rótulo que
señalaba el estacionamiento de visitantes, y el agente Smith le indicó el lugar
donde debía dejar el vehículo, aunque la
playa de asfalto se hallaba desierta. El
inspector Morales bajó, asentando primero la contera de su bastón. Había engordado
y lo usaba para ayudarse a aliviar los crecientes dolores en la cadera del lado
de la prótesis. Con la misma seca cortesía de antes, el agente Smith le pidió que abriera el
cartapacio, y luego lo hizo extender los
brazos y separar las piernas para cachearlo, el bastón al aire en su mano izquierda, el cartapacio en la derecha. Por fin dio con el revólver 38 de nariz corta,
que seguía llevando en el tahalí sujeto con una cremallera adhesiva al tobillo
artificial. El agente Smith entregó el
revólver con todo y tahalí a uno de sus subalternos, quien lo depositó en una bolsa transparente, y
le entregó un tiquete de resguardo. Entonces
apareció un carrito de golf adornado con una banderola en el cabo de la
flexible antena de radio. El inspector
Morales se acomodó al lado del conductor, tan silencioso como todos los demás. Hasta ahora sólo el agente Smith, sentado
atrás, le había dirigido unas cuantas
palabras, las precisas. Las únicas voces
eran las que resonaban, urgidas y embulladas, en el aparato de radio instalado
debajo del timón. La mansión de ventanales defendidos por parasoles a rayas
verdes y blancas, que se alzaba entre palmeras reales en una terraza elevada,
se abría en dos alas y parecía un hotel de recreo, sólo que desierto de huéspedes. A un lado, dentro de un círculo marcado sobre
una plataforma de concreto, reposaba un
helicóptero Bell, blanco y azul. El
viento que llegaba de la espesa arboleda detrás de la mansión estremecía las
aspas sin lograr moverlas. Un mayordomo, vestido como el padrino de una boda,
lo guio por una galería desde la que se podía ver un jardín entre cuyos macizos
se abría un sendero de lajas, y llegados a una sala discretamente alumbrada lo
dejó solo. Los sofás, que olían de lejos
a cuero vacuno, rodeaban una imponente
mesa de vidrio cargada de libros de arte. El inspector Morales se arrellanó en uno de
los sofás, tan mullido que le dieron
ganas de no volver a levantarse de allí. En los cuatro costados de las paredes colgaban
cuadros de enorme formato. Eran ojos.
Solos o en pares. Unos muy abiertos, como si mostraran asombro, otros que miraban alertas, como si escrutaran
al visitante y fueran capaces de seguir sus pasos; y en el que tenía de frente, uno de los dos
ojos se cerraba en un guiño pícaro. Todos en negro sobre fondo blanco,
trabajados al detalle, tanto que podrían tomarse por fotografías. Pero había
uno que vertía una lágrima roja, la única nota de color en todo el conjunto. Detrás de una puerta corrediza de vidrio, un
camarero de chaqueta roja, corbatín y guantes blancos arreglaba la mesa del
desayuno dispuesta para dos personas. Sus pasos no se oían, y tampoco las piezas de
la vajilla ni los cubiertos producían ningún ruido al ser colocados. El reino de los ricos es el silencio, pensó, las manos apoyadas en el pomo del bastón. “
Ya nadie llora por mí
Sergio Ramírez
Alfaguara, octubre 2017
Pág. 19-22
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