29 de nov. 2017

la piedra lunar, 3 (el señor Betteredge)



"Hubo una pausa en la conversación y Gabriel Betteredge salió de su mutismo junto a la ventana.
— ¿Puede concederme su atención, señor? —preguntó dirigiéndose a mí.
—Estoy a su servicio —respondí.
Betteredge cogió una silla y se sentó a la mesa. Sacó un enorme y viejo cuaderno de notas con las tapas de cuero y un lápiz de parecidas dimensiones. Tras ponerse los anteojos, lo abrió por una página en blanco y volvió a dirigirse a mí.
—He pasado —dijo Betteredge mirándome severamente— cerca de cincuenta años al servicio de la difunta señora. Antes de eso fui paje al servicio del anciano lord, su padre. Ahora tengo más de setenta años... ¡no importa exactamente cuántos! Estimo que tengo tanto conocimiento y experiencia del mundo como el que más. ¿Y a qué conduce todo esto? Conduce, señor Ezra Jennings,  a un juego de prestidigitación de un ayudante de médico con el señor Franklin Blake como sujeto y el concurso de una botella de láudano. ¡Y, por los clavos de Cristo, a mí me toca, a mi edad, hacer del muchacho que ayuda al prestidigitador!
El señor Blake rompió a reír.  Yo traté de hablar. Betteredge levantó la mano en señal de que aún no había terminado.
— ¡Ni una palabra, señor Jennings! —exclamó—. No me diga ni una palabra, señor. Tengo mis principios,  gracias a Dios.  Si me dan una orden que parece emitida por un inquilino de Bedlam [célebre manicomio de Londres en esa época], no importa.  Basta con que provenga de mi señor o de mi señora y yo la obedezco.  Tengo mi propia opinión, la cual coincide, le ruego que lo recuerde, con la del señor Bruff... ¡el gran señor Bruff! —Dijo Betteredge alzando la voz y meneando la cabeza con solemnidad—.  No importa;  aun así me reservo mi opinión.  Mi joven señorita dice: «Hazlo».  Y yo digo: «Señorita,  así se hará».  Aquí estoy, con mi cuaderno y mi lápiz,  este último no tan afilado como habría deseado pero, cuando los cristianos pierden el juicio, ¿quién puede esperar que los lápices conserven sus puntas?  Deme sus órdenes,  señor Jennings.  Las pondré por escrito, señor.  Estoy decidido a no apartarme de ellas ni un pelo.  Soy un agente ciego,  eso es lo que soy.  ¡Un agente ciego! —repitió Betteredge deleitándose en su propia descripción de sí mismo.
—Siento mucho —comencé a disculparme— que usted y yo no estemos de acuerdo...
— ¡No me meta en esto! — me interrumpió Betteredge—. No es una cuestión de estar de acuerdo o no; es una cuestión de obediencia. Deme sus instrucciones, señor... ¡Deme sus instrucciones!
El señor Blake me hizo señas de hacerle caso. Le «di mis instrucciones» tan clara y gravemente como pude.
—Desearía que se reabrieran ciertas partes de la casa —dije— y que se amueblaran exactamente como lo estaban hace un año por estas fechas.
Betteredge dio una chupada preliminar a su lápiz imperfectamente afilado.
— ¡Nombre esas partes, señor Jennings! —dijo altivamente.
—Primero, el vestíbulo interior que conduce a la escalinata principal.
—Primero, el vestíbulo interior —escribió Betteredge—. Imposible amueblarlo, señor, tal como estaba el año pasado... para empezar.
— ¿Por qué?
—Porque el año pasado había en el vestíbulo un halcón disecado, señor Jennings. Cuando la familia se marchó, el halcón se recogió junto a las demás cosas. Y al trasladarlo... reventó.
—Entonces lo haremos sin el halcón.
Betteredge anotó la excepción.
—El vestíbulo interior ha de amueblarse tal como estaba hace un año. Con excepción del halcón. Por favor,  continúe,  señor Jennings.
—Hay que extender la alfombra en las escaleras, como antes.
—Hay que extender la alfombra en las escaleras, como antes. Siento decepcionarle, señor. Pero eso tampoco puede hacerse.
— ¿Por qué no?
—Porque el hombre que la extendió ha muerto,  señor Jennings... y la habilidad que él tenía para encajar la alfombra en los rincones no la encontrará en toda Inglaterra,  busque donde busque.
—Muy bien.  Debemos buscar al siguiente hombre más mañoso de Inglaterra.
Betteredge tomó nota y yo seguí dándole mis instrucciones.
—La sala de estar de la señorita Verinder ha de dejarse exactamente igual que el año pasado. También el pasillo que conduce desde esa salita hasta el primer rellano. Así como el segundo pasillo que conduce desde el segundo rellano a las habitaciones principales. Y, por supuesto, el dormitorio ocupado el pasado junio por el señor Franklin Blake.
El lápiz desafilado de Betteredge me seguía concienzudamente,  palabra por palabra.
—Prosiga, señor —dijo con sardónica gravedad—. Aún le queda mucha escritura a la punta de este lápiz.
Le dije que no tenía más instrucciones que darle.
—Señor —dijo Betteredge—, en ese caso tengo que hacer un par de puntualizaciones en mi propio nombre.
Abrió el cuaderno por otra página en blanco y le dio otra chupada preliminar al inagotable lápiz.
—Desearía saber —comenzó a preguntar— si puedo o no puedo lavarme las manos...
—Por supuesto que puede —dijo el señor Blake—. Llamaré al camarero.
—...respecto a ciertas responsabilidades —prosiguió Betteredge declinando imperturbablemente ver en la estancia a nadie que no fuésemos él y yo—. Para empezar, respecto a la salita de estar de la señorita Verinder,  cuando sacamos la alfombra el año pasado, señor Jennings, hallamos una sorprendente cantidad de imperdibles. ¿Debo responsabilizarme de volver a colocar los imperdibles?
—Ciertamente no.
Betteredge anotó esa concesión.
—En cuanto al primer pasillo —continuó—. Cuando quitamos los adornos de esa parte, retiramos una estatua de un niño desnudo y gordito... profanamente descrito en el catálogo de la casa como Cupido, dios del Amor. El año pasado tenía dos alas en la parte carnosa de los hombros. Lo perdí de vista un momento y él perdió una de sus alas. ¿Debo responsabilizarme del ala de Cupido?
Hice otra concesión y Betteredge tomó nota de ella.
—En cuanto al segundo pasillo —prosiguió—. Al no haber nada en él el año pasado, salvo las puertas de los dormitorios (de las que respondo bajo juramento,  si es preciso),  tengo la conciencia tranquila,  lo admito,  respecto a esa parte de la casa.  Pero en cuanto al dormitorio del señor Franklin (si ha de volver a dejarse como estaba antes) quiero saber quién se responsabiliza de mantenerlo en un perpetuo estado de desorden,  no importa cuántas veces se ordene:  unos pantalones aquí,  unas toallas allá,  sus novelas francesas por todas partes... Digo, ¿quién se responsabiliza de desordenar el orden del dormitorio del señor Franklin, él o yo?
El señor Franklin declaró que él asumiría toda la responsabilidad con el mayor placer. Betteredge declinó escuchar ninguna solución al problema que no contara antes con mi visto bueno. Acepté la propuesta del señor Blake y Betteredge consignó a tal efecto una última entrada en su cuaderno.
—Venga a verlo cuando quiera,  señor Jennings, a partir de mañana —dijo poniéndose en pie—. Me encontrará trabajando con el personal necesario para ayudarme. Me permito agradecerle respetuosamente,  señor, haber pasado por alto el caso del halcón disecado y el caso del ala de Cupido... y también por permitirme lavarme las manos ante cualquier responsabilidad respecto a los imperdibles de la alfombra y el desorden del cuarto del señor Franklin.  Hablando como sirviente,  estoy profundamente en deuda con usted.  Hablando como hombre, le considero una persona con muchos pájaros en la cabeza y doy testimonio de mi oposición a su experimento,  que considero un fraude y un engaño.  ¡No tema usted por eso que mis sentimientos como hombre interfieran en mis deberes como sirviente! Será usted obedecido.  A pesar de los pájaros,  señor,  será usted obedecido.  Si esto termina con que prende fuego a la casa,  ¡ni muerto avisaré a los bomberos a menos que toque usted la campana y me lo ordene!
Con esta garantía como despedida, me hizo una inclinación y salió del cuarto."

 La piedra lunar
Wilkie Collins
traducción: José Luis Piquero
Navona, Barcelona, 2016
pág.471-475





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