“Era el día más hermoso que había visto desde mi retorno a Inglaterra.
El cambio de la marea se produjo antes de que hubiera acabado de fumarme mi
cigarro. Percibí la agitación preliminar de las arenas y luego el terrible
estremecimiento que recorría su superficie, como si algún espíritu del terror
viviera y se moviera y temblase en sus insondables profundidades. Arrojé lejos
mi cigarro y regresé a las rocas.
Las instrucciones me ordenaban ir tanteando la línea trazada por el bastón,
empezando por el extremo que señalaba
hacia el faro.
Avancé de ese modo a lo largo de más de la mitad del bastón sin encontrar
nada más que los bordes de las rocas. Tres o cinco centímetros más allá, sin embargo, mi paciencia fue recompensada. En una pequeña
y estrecha fisura, justo al alcance de
mi dedo índice, toqué la cadena. Al tratar a continuación de seguirla al tacto
en dirección a las arenas movedizas, detuvo
mi avance una espesa mata de algas que sin duda había crecido en la fisura
durante el tiempo transcurrido desde que Rosanna Spearman había escogido su
escondite.
Tan imposible resultaba arrancar las algas como atravesarlas con la mano.
Tras marcar el lugar indicado por el extremo del bastón más cercano a las
arenas movedizas, decidí trazar mi
propio plan para seguir la cadena. Mi
idea era «sondear» inmediatamente bajo las rocas con la esperanza de recobrar
el rastro perdido de la cadena en el punto en el que se introducía en la arena.
Cogí el bastón y me arrodillé al borde
del Cabo Sur.
En esta posición, mi rostro quedaba
a unos pocos metros de la superficie de las arenas movedizas. Verlas tan cerca,
aún agitadas a intervalos por su
espantoso temblor, estremeció mis
nervios durante un momento. La horrible
fantasía de que la mujer muerta podría aparecer en la escena de su suicidio
para ayudarme en mi búsqueda —el indecible pavor de verla alzarse a través de
la temblorosa superficie de la arena y señalar el lugar exacto— invadió mi
mente provocándome un escalofrío bajo la cálida luz del sol. Reconozco que
cerré los ojos en el momento de clavar la punta del bastón en las arenas
movedizas.
Al cabo de un instante, antes de que
hubiera podido hundir el bastón más de unos pocos centímetros, me sentí libre de mi terror supersticioso y mi
cuerpo se estremeció de pies a cabeza de pura excitación. ¡Sondeando a ciegas, en mi primer intento, había dado con ella! El bastón tocó la cadena.
Con mi mano izquierda me aferré con fuerza a las raíces de las algas, me
tendí sobre el borde y palpé con la mano derecha bajo los extremos salientes de
la roca. Mi mano encontró la cadena.
La saqué sin la menor dificultad. Y allí estaba el pequeño estuche de
latón, unido a su extremo.
La acción del agua había oxidado tanto la cadena que me resultó imposible
desengancharla de la falleba que la sujetaba al estuche. Puse este entre mis
rodillas y tiré con toda la fuerza de que fui capaz hasta conseguir abrir la
tapa. Algo blanco llenaba todo el
interior del estuche. Lo palpé y vi que
era lino.
Al desplegar la tela, también
encontré una carta estrujada contra ella. Miré la dirección, descubrí que contenía mi
nombre y me la metí en el bolsillo; luego
terminé de sacar toda la tela. Salió en forma de grueso rollo moldeado, naturalmente, con la forma del estuche en el
que había permanecido confinada y preservada perfectamente de la acción del
agua.
Llevé la tela a la arena seca de la playa y allí la desenrollé y la alisé. No había manera de confundirla con otra cosa:
era una prenda de vestir. Era un camisón.
Cuando lo extendí, la parte superior presentaba innumerables pliegues y
dobleces y nada más. A continuación revisé la parte inferior... ¡y al instante
descubrí la mancha de pintura de la puerta del boudoir de Rachel!
Me quedé mirando fijamente la mancha y mi mente pasó de un salto del
presente al pasado. Las mismas palabras del sargento Cuff llegaron a mí como si
el hombre en persona estuviera a mi lado señalando la prueba incontestable obtenida
de la mancha en la puerta:
«Averiguar si hay en esta casa una prenda de ropa con manchas de pintura. Averiguar a quién pertenece esa prenda. Averiguar qué explicación puede ofrecer esa
persona para justificar haber estado en esta estancia, manchándose de pintura, entre la medianoche y las tres de la madrugada.
Si las explicaciones de dicha persona no
resultan satisfactorias ya no habrá que seguir buscando la mano que se apoderó
del diamante».
Una tras otra, esas palabras
recorrieron mi memoria, repitiéndose una
y otra vez con cansina y mecánica reiteración. Me sacó de lo que me pareció un trance de
varias horas —de lo que, sin duda, no
habían sido realmente más que unos instantes— una voz que me llamaba. Alcé la
vista y me di cuenta de que Betteredge ya no podía contener su impaciencia. Pude verle entre las dunas, volviendo a la
playa.
La aparición del anciano, en cuanto
le vi, me devolvió al presente y me
recordó que la investigación que habíamos puesto en marcha aún no había
concluido. Había descubierto la mancha
en el camisón. Pero ¿a quién pertenecía
ese camisón?
Mi primer impulso fue consultar la carta que tenía en el bolsillo: la carta
que había encontrado en el estuche.
Al llevarme la mano al bolsillo, recordé
que había un modo más sencillo para averiguarlo. El propio camisón revelaría la verdad, pues, con toda probabilidad, llevaría bordado
el nombre de su propietario.
Lo levanté de la arena y busqué el bordado.
Lo encontré y leí... mi propio nombre.
Allí estaban las letras familiares que me decían que aquel camisón era mío.
Levanté la vista. Allí estaba el sol, allí estaban las refulgentes aguas de la bahía,
allí estaba el viejo Betteredge, viniendo hacia mí. Volví a mirar las letras.
Mi propio nombre. Claramente acusándome: mi propio nombre.
«Si el tiempo, el esfuerzo y el dinero pueden lograr algo, pienso echarle el guante al ladrón que se
llevó la Piedra Lunar»... Había salido de Londres con estas palabras en los
labios. Había penetrado el secreto que las arenas movedizas habían ocultado a
toda criatura viviente. Y, con la prueba
incontestable de la mancha de pintura, había descubierto que yo era el ladrón.”
La piedra lunar
Wilkie Collins
traducción:
José Luis Piquero
Navona, Barcelona, 2016
pág.368-370
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