“En 1841, un
pobre hombre de genio, cuya obra escrita
es tal vez inferior a la vasta influencia ejercida por ella en las diversas
literaturas del mundo, Edgar Allan Poe, publicó en Filadelfia “Los crímenes de la Rue Morgue”, el primer cuento policial que registra la
historia. Este relato fija las leyes esenciales del género: el crimen
enigmático y, a primera vista, insoluble, el investigador sedentario que lo descifra por
medio de la imaginación y de la lógica, el caso referido por un amigo
impersonal, y un tanto borroso, del investigador. El investigador se llamaba Auguste Dupin; con el tiempo se llamaría Sherlock Holmes... Veintitantos años después aparecen El caso Lerouge, del francés Émile Gaboriau, y La dama de blanco y La
piedra lunar, del inglés Wilkie
Collins. Estas dos últimas novelas merecen mucho más que una respetuosa mención
histórica; Chesterton las ha juzgado superiores a los
más afortunados ejemplos de la escuela contemporánea. Swinburne, que apasionadamente renovaría la música del idioma inglés,
afirmó que La piedra lunar es una obra maestra; Fitzgerald,
insigne traductor (y casi inventor) de Ornar
Khayyam, prefirió La dama de blanco a las obras de Fielding y de Jane Austen. Wilkie Collins,
maestro de la vicisitud de la trama, de la patética zozobra y de los desenlaces
imprevisibles, pone en boca de los
diversos protagonistas la sucesiva narración de la fábula. Este procedimiento, que permite el contraste dramático y no pocas
veces satírico de los puntos de vista, deriva,
quizá, de las novelas epistolares del
siglo XVIII y proyecta su influjo en el famoso poema de Browning El anillo y el libro,
donde diez personajes narran uno tras otro la misma historia, cuyos hechos no
cambian, pero sí la interpretación. Cabe recordar asimismo ciertos experimentos
de Faulkner y del lejano Akutagawa, que tradujo, dicho sea de paso, a Browning.
La piedra lunar no solo es
inolvidable por su argumento, también lo
es por sus vividos y humanos protagonistas: Betteredge,
el respetuoso y repetidor lector de Robinson Crusoe; Ablewhite,
el filántropo; Rosanna
Spearman, deforme y enamorada; Miss Clark, «la bruja metodista»; Cuff,
el primer detective de la literatura
británica. El poeta T. S. Eliot ha declarado: «No hay novelista de nuestro tiempo que
no pueda aprender algo de Collins
sobre el arte de interesar al lector; mientras
perdure la novela, deberán explorarse de
tiempo en tiempo las posibilidades del melodrama. La novela de aventuras
contemporánea se repite peligrosamente: en el primer capítulo el consabido
mayordomo descubre el consabido crimen; en el último, el criminal es descubierto por el consabido
detective, después de haberlo ya
descubierto el consabido lector. Los
recursos de Wilkie Collins son, por contraste, inagotables.» La verdad es que el género policial se presta
menos a la novela que al cuento breve; Chesterton y Poe, su inventor, prefirieron
siempre el segundo. Collins, para que sus personajes
no fueran piezas de un mero juego o mecanismo, los mostró humanos y creíbles. Hijo mayor del
paisajista William Collins, el escritor nació en Londres en 1824; murió en 1889. Su obra es múltiple; sus argumentos son a la vez complicados y
claros, nunca morosos y confusos. Fue
abogado, opiómano, actor y amigo íntimo de Dickens, con el cual colaboró alguna vez. El curioso lector puede consultar la biografía
de Ellis (Wilkie Collins, 1931), los epistolarios de Dickens y los estudios de Eliot
y de Swinburne.
Prólogo de J.
L. Borges a la edición de La piedra
lunar
de Emecé Editores, Buenos Aires, 1946
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