“Soy la persona (como sin duda recordarán) que
inauguró estas páginas y abrió la historia. También soy la persona que han
dejado, por decirlo así, para cerrarla.
Que no piense nadie que tengo la palabra
definitiva respecto al diamante hindú. Le
profeso a esa malhadada joya verdadero aborrecimiento y les remito a personas
más autorizadas que yo si desean recibir actualmente más novedades sobre la Piedra Lunar. Mi propósito ahora es narrar un acontecimiento
en la historia de la familia que hasta ahora todos han pasado por alto y que no
pienso permitir que quede sin consignar de un modo tan irrespetuoso. El acontecimiento al que me refiero es... el
enlace matrimonial de la señorita Rachel y el señor Franklin Blake. Este
interesante acontecimiento tuvo lugar en nuestra casa de Yorkshire, el martes 9 de octubre de 1849. Yo estrené traje nuevo para la ocasión. Y los recién casados pasaron la luna de miel
en Escocia.
Como las fiestas familiares han sido escasas desde
la muerte de mi pobre señora, reconozco que en esta ocasión, hacia el final del día y las celebraciones, me tomé alguna copita de más por ese motivo.
Si alguna vez han hecho ustedes algo parecido, comprenderán y asentirán conmigo. De lo contrario, probablemente digan: « ¡Viejo
repugnante! ¿Por qué nos cuenta eso?». La razón viene ahora.
Habiéndome tomado, pues, esa copita de más (¡Dios
les bendiga! Ustedes también tienen un vicio favorito; solo que su vicio no es el mío ni el mío es el
suyo), busqué enseguida el único remedio
infalible, que es, como ustedes saben, Robinson Crusoe. No puedo
decir por dónde abrí ese libro sin par. Pero
sé perfectamente, sin embargo, dónde logré que los renglones impresos dejaran
de saltar unos sobre otros. Fue en la página 318: un pasaje doméstico relativo
al matrimonio de Robinson Crusoe que dice así: «Con esos pensamientos consideré
mi nuevo compromiso: tenía una esposa» (¡atención! ¡Igual que el señor
Franklin!), «un hijo», (¡atención de nuevo! ¡Bien podría ser así mismo el caso
del señor Franklin!), «y mi esposa entonces...». Lo que la esposa de Robinson
Crusoe hiciera o dejara de hacer «entonces» ya no me interesó saberlo. Subrayé las palabras relativas al hijo con mi
lápiz y puse un trozo de papel para señalar esa parte. «Tú espera —me dije— hasta que el señor
Franklin y la señorita Rachel lleven casados unos meses... ¡y ya verás!»
Los meses pasaron (más de los que yo esperaba) sin
que se presentara la ocasión de buscar la señal en el libro. No fue hasta el presente mes de noviembre de
1850 que el señor Franklin entró en mi cuarto, muy alegre, y dijo:
— ¡Betteredge! ¡Tengo noticias para usted! Algo va
a ocurrir en la casa antes de que seamos muchos meses más viejos.
— ¿Concierne a la familia, señor? —pregunté.
—Decididamente concierne a la familia —respondió
el señor Franklin.
— ¿Tiene su buena esposa algo que ver en ello, si
me lo permite, señor?
—Tiene muchísimo que ver en ello —dijo el señor
Franklin empezando a mostrar cierta sorpresa.
—No necesita decir ni una palabra más, señor —respondí—. ¡Dios les bendiga a ambos!
Estoy sinceramente encantado de saberlo.
El señor Franklin pareció atónito.
— ¿Puedo preguntar de dónde ha obtenido la
información? —preguntó—. Yo solo lo he sabido (y con el mayor secreto) hace
cinco minutos.
¡He ahí la oportunidad de sacar a relucir a Robinson Crusoe! ¡Era la ocasión de
leer el pasaje doméstico sobre el niño que yo había señalado el día del enlace
del señor Franklin! Leí esas milagrosas palabras con el énfasis que les hacía
justicia y luego le miré severamente.
—Ahora, señor, ¿cree en Robinson Crusoe? —pregunté con la solemnidad que correspondía a la
ocasión.
— ¡Betteredge! —dijo el señor Franklin con la
misma solemnidad—. Estoy finalmente convencido.
Me estrechó la mano... y yo sentí que le había
convertido.
Con el relato de esta extraordinaria
circunstancia, mi reaparición en estas
páginas llega a su fin. Que nadie se ría
de la única anécdota aquí contada. Pueden
regocijarse cuanto quieran acerca de todo lo que he escrito. Pero cuando escribo sobre Robinson Crusoe, el Señor
sabe que hablo en serio... ¡y exijo que se tome con la misma seriedad!
Dicho esto, todo queda dicho. Damas y caballeros, les saludo y termino la historia.”
La piedra lunar
Wilkie Collins
traducción: José Luis Piquero
Navona, Barcelona, 2016
pág.547-549
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