“Para que el disfrute de un juego sea común las
reglas han de ser explícitas y, no menos
importante, iguales para todos. Así, en
caso de producirse una falta, se puede
aplicar la penalización adecuada. En
cambio, si uno o más de los participantes juegan con reglas amañadas ello
perjudica al resto, por cuanto ese resto está en desventaja frente a unos
tramposos que siguen unas reglas ocultas y de las que no ha de hablarse pero
que influyen decisivamente en el resultado. Si los jugadores legales descubren esas otras
reglas tienen el derecho a castigar a los tramposos y a exigir una reparación. Si los descubren.
En el caso de la democracia liberal las leyes
están escritas y aprobadas, con lo que
se trata de evitar la arbitrariedad (como la “mordida” que exige la policía de
muchos países) y se aplican indistintamente a todo el mundo. Pero la
acumulación de poder por parte de una persona mediante intereses y amistades,
hace que sus recursos a la hora de cometer una ilegalidad impunemente sean muy
superiores a los del ciudadano de a pie (el caso de Berlusconi, creando leyes
ad hoc para sus acusaciones, viene
rápidamente a la cabeza). El ejercicio del poder público confiere
respetabilidad mientras que los negocios subterráneos dan muchísimo dinero. La imagen de ambos ha de ser, tocante a la
opinión pública, rigurosamente estanca y
contrapuesta. Por eso fue memorable la
famosa declaración de Pascual Maragall
acerca del tres por ciento. De pronto, en el mismo centro del poder oficial, se hacía patente la existencia de ese otro
mundo. Pero seis años más tarde podemos
decir que ese lapsus, cometido al calor del debate parlamentario, no tuvo ninguna consecuencia.
La excepcional obra de Leonardo Sciascia se dedica con tenacidad a sacar a la luz esas
leyes no escritas que, en su Sicilia
natal, escenario de casi todos sus
libros, se manifiestan en los crímenes
de la mafia. Fue Sciascia uno de los
primeros en hablar con claridad (hasta bien entrado el s. XX la existencia de
algo llamado mafia era negada por las autoridades italianas y, por supuesto, por los sicilianos) de la realidad de una red de intereses que, mediante la amenaza y la violencia física,
sostenía una estructura de poder independiente del Estado. Las intimidaciones y los frecuentes asesinatos
habían llevado a la población a un hosco silencio en lo relativo a cualquier
asunto mafioso, por lo que las investigaciones policiales morían prácticamente
antes de nacer. Para el observador atento era visible otro fenómeno no menos
aterrador: los grandes mafiosos no estaban sólo en tranquilas villas campestres
gozando una vida de aparentes rentistas, también en la Administración, en las
Comisarías provinciales y en los despachos de los ministerios se podían
entrever lazos subterráneos y firmes con la mafia.
En El día
de la lechuza (Il giorno della civetta, 1961), la primera novela en la que Sciascia aborda el
problema, el capitán Bellodi, destinado
a Sicilia desde el Norte, parece
encarnar el soplo europeo e ilustrado que Sicilia (tan africana y española)
requería para que la Justicia pudiera darse cumplidamente. Un hombre es
disparado en medio de la plaza mientras intenta desesperadamente subirse en un
tranvía lleno a rebosar en ese momento. Sin
embargo, cuando comienzan las pesquisas
la supuesta multitud de testigos no
aparece, no ha visto nada o ambas cosas. La constancia y el buen hacer de
Bellodi consiguen que la investigación avance muy paso a paso mediante
hallazgos parciales, pero los continuos
callejones sin salida, los
encubrimientos y el tráfico de influencias pesan como una losa sobre los
representantes de la ley.
La trama policíaca, o algo que se le asemeja, es
algo corriente en todos los libros de Leonardo
Sciascia. Sus novelas comienzan con un enigma que paulatinamente desarrolla
conexiones inesperadas y elefantiásicas tiñendo con una sombra ácida y lúgubre
toda la realidad que poco antes se presentaba como lo normal. El asesinato es una excrecencia de ese
sistema-detrás-del-sistema, un pequeño
residuo a partir del cual pueden ser reconstruidas (al menos en parte) la
organización y el proceder de la mafia. A
diferencia de los detectives clásicos, que
se enfrentan con chulería y soberbia a los poderosos llevándose de vez en
cuando una paliza bastante venial y que plasman sus conclusiones en un discurso
teatral y concluyente, los investigadores de Sciascia rara vez resuelven sus
casos ya sea por falta de pruebas o porque la mafia les hace desaparecer.
Paradigmática a este respecto es A cada cual, lo suyo (A ciascuno il suo, 1966), en la que el mal término del
protagonista es severamente diagnosticado por sus paisanos: “Era un necio”. En
román paladino: no quiso atender los avisos que le conminaban a abandonar un
asunto que concernía a los intereses del entramado mafioso.
Sciascia fue, hasta su muerte, un convencido esgrimidor de la razón como el
único medio por el que se pudiese lograr la justicia en la sociedad y así la
vida fuese, de todo derecho, vida. Atento relector de Montaigne y de Voltaire así
como de Stendhal y Savinio, ponía tesón y humor en el razonamiento para
escudriñar, de la manera más honda y
reflexiva posible, la conflictiva
realidad que le rodeaba. Ello resalta
especialmente en las obras de no-ficción del autor, como en La desaparición de Majorana (La scomparsa di Majorana, 1975), en
la que Sciascia reexamina los documentos acerca de la desaparición, en los años 30, del físico Ettore Majorana; una eminencia de la física cuya clarividencia le
hizo prever el aterrador camino que conduciría a la bomba atómica, por lo que decidió desaparecer y borrar sus
huellas. La voz del escritor siciliano
es aún más nítida en uno de sus libros que más me gustan, Negro
sobre negro (Nero su nero, 1979).
Una suerte de diario personal de los años 70 en el que comenta lecturas,
reflexiona sobre todo tipo de temas (como el terrorismo que asoló Italia y
Europa durante esos años) y pasea su mirada atenta y cariñosa por Sicilia. Su
estilo, sin ser nunca amanerado, fue
despojándose de todo tipo de recursos innecesarios hasta convertirse en un
instrumento práctico y preciso con el que poder adentrase hasta el hueso de los
hechos. Si en El día de la lechuza aún
saltan a la vista ciertos refinamientos literarios, en sus últimos libros
parecemos asistir a una reposada sobremesa a la sombra, con café y cigarros, en
la que se desgrana metódica e implacablemente un asunto de difícil resolución.
Es el caso de sus dos últimas novelas, El caballero y la muerte (Il cavaliere e la morte, 1988) y Una historia sencilla (Una storia semplice, 1989), piezas que resumen y cierran su
obra inmejorablemente. El caballero y la
muerte, especialmente, tiene un aire testamentario que hace pensar en los
últimos años del escritor, llenos de dolor
a causa del cáncer que lo mató en 1989 y los agresivos tratamientos a que se
sometió. El protagonista, un subcomisario llamado “el Vice” (apodo cariñoso y,
a la vez, indicativo de la falta de aptitudes para medrar de los personajes
principales de Sciascia: por su inobservancia de esas leyes no escritas siempre
serán “vices” subordinados a otros), padece
una enfermedad que en poco tiempo acabará con él. En su despacho tiene el grabado de Durero El
caballero, la muerte y el diablo sobre el que reflexiona continuamente. Un último caso llega hasta él: el asesinato de
un importante abogado. En su investigación, el Vice ha de lidiar con sus
superiores, con un empresario poderoso e influyente, con una supuesta
organización terrorista de nueva creación y con mujeres hermosas y enigmáticas
(uno de los mejores tópicos de la novela negra). Sus pasos le acercan peligrosamente a los
interiores más turbios del Estado, donde
intuye la negra dialéctica que el Leviatán mantiene con sus adversarios.
En Una
historia sencilla los hechos conducen inexorablemente al interior de las
instituciones y, más aún, a un compañero
del investigador. Aunque esta vez el
sargento encargado del caso no tiene un final tan violento como es habitual en
los héroes de Sciascia, más bien al contrario, ve venir el peligro y puede
defenderse y salir airoso, el autor no
puede privarse de sugerir que el mal sigue campando y que toda victoria es
siempre parcial. La ironía de Sciascia
es patente en estas dos obras y se me ocurre que sus planteamientos coinciden
parcialmente con lo que podríamos llamar “literatura de la paranoia”. Aunque la confianza de Sciascia en la
democracia y su capacidad de corregirse y mejorar, siempre bajo la luz de la razón, otorga una
cualidad luminosa y vibrante a su obra. A pesar de todo.”
Las reglas del juego según Leonardo
Sciascia
por Álvaro Quintana
Jot Down,
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