26 d’abr. 2018

el investigador en sciascia


“Para que el disfrute de un juego sea común las reglas han de ser explícitas y,  no menos importante, iguales para todos.  Así, en caso de producirse una falta,  se puede aplicar la penalización adecuada.  En cambio, si uno o más de los participantes juegan con reglas amañadas ello perjudica al resto, por cuanto ese resto está en desventaja frente a unos tramposos que siguen unas reglas ocultas y de las que no ha de hablarse pero que influyen decisivamente en el resultado.  Si los jugadores legales descubren esas otras reglas tienen el derecho a castigar a los tramposos y a exigir una reparación.  Si los descubren.

En el caso de la democracia liberal las leyes están escritas y aprobadas,  con lo que se trata de evitar la arbitrariedad (como la “mordida” que exige la policía de muchos países) y se aplican indistintamente a todo el mundo. Pero la acumulación de poder por parte de una persona mediante intereses y amistades, hace que sus recursos a la hora de cometer una ilegalidad impunemente sean muy superiores a los del ciudadano de a pie (el caso de Berlusconi, creando leyes ad hoc para sus acusaciones,  viene rápidamente a la cabeza). El ejercicio del poder público confiere respetabilidad mientras que los negocios subterráneos dan muchísimo dinero.  La imagen de ambos ha de ser, tocante a la opinión pública,  rigurosamente estanca y contrapuesta.  Por eso fue memorable la famosa declaración de Pascual Maragall acerca del tres por ciento.  De pronto,  en el mismo centro del poder oficial,  se hacía patente la existencia de ese otro mundo.  Pero seis años más tarde podemos decir que ese lapsus, cometido al calor del debate parlamentario,  no tuvo ninguna consecuencia.

La excepcional obra de Leonardo Sciascia se dedica con tenacidad a sacar a la luz esas leyes no escritas que,  en su Sicilia natal,  escenario de casi todos sus libros,  se manifiestan en los crímenes de la mafia.  Fue Sciascia uno de los primeros en hablar con claridad (hasta bien entrado el s. XX la existencia de algo llamado mafia era negada por las autoridades italianas y, por supuesto,  por los sicilianos)  de la realidad de una red de intereses que,  mediante la amenaza y la violencia física, sostenía una estructura de poder independiente del Estado.  Las intimidaciones y los frecuentes asesinatos habían llevado a la población a un hosco silencio en lo relativo a cualquier asunto mafioso, por lo que las investigaciones policiales morían prácticamente antes de nacer. Para el observador atento era visible otro fenómeno no menos aterrador: los grandes mafiosos no estaban sólo en tranquilas villas campestres gozando una vida de aparentes rentistas, también en la Administración, en las Comisarías provinciales y en los despachos de los ministerios se podían entrever lazos subterráneos y firmes con la mafia.

En El día de la lechuza (Il giorno della civetta, 1961),  la primera novela en la que Sciascia aborda el problema,  el capitán Bellodi, destinado a Sicilia desde el Norte,  parece encarnar el soplo europeo e ilustrado que Sicilia (tan africana y española) requería para que la Justicia pudiera darse cumplidamente. Un hombre es disparado en medio de la plaza mientras intenta desesperadamente subirse en un tranvía lleno a rebosar en ese momento.  Sin embargo,  cuando comienzan las pesquisas la supuesta multitud de testigos  no aparece, no ha visto nada o ambas cosas. La constancia y el buen hacer de Bellodi consiguen que la investigación avance muy paso a paso mediante hallazgos parciales,  pero los continuos callejones sin salida,  los encubrimientos y el tráfico de influencias pesan como una losa sobre los representantes de la ley.
La trama policíaca, o algo que se le asemeja, es algo corriente en todos los libros de Leonardo Sciascia. Sus novelas comienzan con un enigma que paulatinamente desarrolla conexiones inesperadas y elefantiásicas tiñendo con una sombra ácida y lúgubre toda la realidad que poco antes se presentaba como lo normal.  El asesinato es una excrecencia de ese sistema-detrás-del-sistema,  un pequeño residuo a partir del cual pueden ser reconstruidas (al menos en parte) la organización y el proceder de la mafia.  A diferencia de los detectives clásicos,  que se enfrentan con chulería y soberbia a los poderosos llevándose de vez en cuando una paliza bastante venial y que plasman sus conclusiones en un discurso teatral y concluyente, los investigadores de Sciascia rara vez resuelven sus casos ya sea por falta de pruebas o porque la mafia les hace desaparecer. Paradigmática a este respecto es  A cada cual, lo suyo (A ciascuno il suo, 1966), en la que el mal término del protagonista es severamente diagnosticado por sus paisanos: “Era un necio”. En román paladino: no quiso atender los avisos que le conminaban a abandonar un asunto que concernía a los intereses del entramado mafioso.

Sciascia fue,  hasta su muerte,  un convencido esgrimidor de la razón como el único medio por el que se pudiese lograr la justicia en la sociedad y así la vida fuese,  de todo derecho, vida.  Atento relector de Montaigne y de Voltaire así como de Stendhal y Savinio,  ponía tesón y humor en el razonamiento para escudriñar,  de la manera más honda y reflexiva posible,  la conflictiva realidad que le rodeaba.  Ello resalta especialmente en las obras de no-ficción del autor, como en La desaparición de Majorana (La scomparsa di Majorana, 1975), en la que Sciascia reexamina los documentos acerca de la desaparición,  en los años 30,  del físico Ettore Majorana; una eminencia de la física cuya clarividencia le hizo prever el aterrador camino que conduciría a la bomba atómica,  por lo que decidió desaparecer y borrar sus huellas.  La voz del escritor siciliano es aún más nítida en uno de sus libros que más me gustan,  Negro sobre negro (Nero su nero, 1979). Una suerte de diario personal de los años 70 en el que comenta lecturas, reflexiona sobre todo tipo de temas (como el terrorismo que asoló Italia y Europa durante esos años) y pasea su mirada atenta y cariñosa por Sicilia. Su estilo, sin ser nunca amanerado,  fue despojándose de todo tipo de recursos innecesarios hasta convertirse en un instrumento práctico y preciso con el que poder adentrase hasta el hueso de los hechos. Si en El día de la lechuza aún saltan a la vista ciertos refinamientos literarios, en sus últimos libros parecemos asistir a una reposada sobremesa a la sombra, con café y cigarros, en la que se desgrana metódica e implacablemente un asunto de difícil resolución.

Es el caso de sus dos últimas novelas, El caballero y la muerte (Il cavaliere e la morte, 1988) y Una historia sencilla (Una storia semplice, 1989), piezas que resumen y cierran su obra inmejorablemente. El caballero y la muerte, especialmente, tiene un aire testamentario que hace pensar en los últimos años del escritor,  llenos de dolor a causa del cáncer que lo mató en 1989 y los agresivos tratamientos a que se sometió. El protagonista, un subcomisario llamado “el Vice” (apodo cariñoso y, a la vez, indicativo de la falta de aptitudes para medrar de los personajes principales de Sciascia: por su inobservancia de esas leyes no escritas siempre serán “vices” subordinados a otros),  padece una enfermedad que en poco tiempo acabará con él.  En su despacho tiene el grabado de Durero  El caballero, la muerte y el diablo sobre el que reflexiona continuamente.  Un último caso llega hasta él: el asesinato de un importante abogado. En su investigación, el Vice ha de lidiar con sus superiores, con un empresario poderoso e influyente, con una supuesta organización terrorista de nueva creación y con mujeres hermosas y enigmáticas (uno de los mejores tópicos de la novela negra).  Sus pasos le acercan peligrosamente a los interiores más turbios del Estado,  donde intuye la negra dialéctica que el Leviatán mantiene con sus adversarios.

En Una historia sencilla los hechos conducen inexorablemente al interior de las instituciones y,  más aún, a un compañero del investigador.  Aunque esta vez el sargento encargado del caso no tiene un final tan violento como es habitual en los héroes de Sciascia, más bien al contrario, ve venir el peligro y puede defenderse y salir airoso,  el autor no puede privarse de sugerir que el mal sigue campando y que toda victoria es siempre parcial.  La ironía de Sciascia es patente en estas dos obras y se me ocurre que sus planteamientos coinciden parcialmente con lo que podríamos llamar “literatura de la paranoia”.  Aunque la confianza de Sciascia en la democracia y su capacidad de corregirse y mejorar,  siempre bajo la luz de la razón, otorga una cualidad luminosa y vibrante a su obra.  A pesar de todo.”


Las reglas del juego según Leonardo Sciascia
por Álvaro Quintana
Jot Down,

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