“—Abre la puerta, Ignatius.
— ¡Ay, la válvula, que se me
cierra! —croó sonoramente Ignatius? — ¿Ya estás satisfecha, ahora que me has
destrozado el resto del día?
La señora Reilly se lanzó contra
la madera sin pintar.
—Bueno, no rompas la puerta —dijo él por fin y, unos
instantes después, se abrió el pestillo.
—í Qué es toda esta basura que
hay por el suelo, Ignatius?
—Eso que ves es mi visión del
mundo. Aún tengo que estructurarlo en un
conjunto, así que mira bien dónde pisas.
—Todas las persianas cerradas. ¡Ignatius! Aún hay luz fuera.
—Mi yo no carece de elementos
proustianos —dijo Ignatius desde la cama, a la que había vuelto rápidamente—.
Oh, mi estómago.
—Aquí huele a demonios.
—Bueno, ¿qué esperas? El cuerpo humano, cuando está
confinado, emite ciertos aromas que tendemos a olvidar en esta época de
desodorantes y otras perversiones. A mí, en realidad, el ambiente de esta
habitación me resulta bastante confortante. Schiller, para escribir, necesitaba
en su mesa el aroma de manzanas podridas. Yo también tengo mis necesidades. Has
de recordar que Mark Twain prefería la posición supina en la cama cuando componía
esos abortos aburridos y trasnochados que los eruditos contemporáneos intentan
demostrar que son importantes. La veneración que se rinde a Mark Twain es una
de las raíces de nuestro estancamiento intelectual.
—Si hubiera sabido que esto estaba así, hace mucho tiempo
que habría entrado.
—No sé por qué estás aquí ahora,
en realidad, ni por qué sientes esta súbita necesidad de invadir mi santuario.
Dudo que vuelva a ser el mismo después del trauma de esta intrusión de un
espíritu extraño.”
La conjura de los necios
John Kennedy Toole
pág 55-56
“Cada humano de la Tierra posee algo de inteligencia
en mayor o menor grado, pero, tenga el cerebro que tenga, está orgulloso de
tenerlo. Y todo humano saca pecho cuando se le nombra a los majestuosos jefes
intelectuales de su raza, cuyas espléndidas hazañas adora oír contar. Como
tienen la misma sangre, al honrarse a sí mismos le han honrado a él. "¡Mirad
de lo que es capaz la mente del humano!", exclama. Entonces recita la
lista de los humanos ilustres de todos los tiempos, repasando las literaturas
imperecederas que han dado al mundo, los ingenios mecánicos que han inventado,
las glorias con las que han ornado la ciencia y el arte. Ante ellos se descubre
como ante los mismísimos monarcas, rindiéndoles el más profundo homenaje, el
más sincero que puede dar su jubiloso corazón, exaltando así el intelecto sobre
todas las cosas del mundo, entronizándolo bajo la bóveda de los cielos en una
supremacía inalcanzable. ¡Y entonces se inventa un cielo que no tiene ni un
ápice de intelectualidad por ninguna parte!
¿No os parece extraño, curioso, desconcertante? Pues
es tal y como os digo, por increíble que parezca. Este humano, un sincero
adorador del intelecto pródigo en premiar sus poderosos servicios aquí en la
Tierra, ha inventado una Religión y un Cielo que no rinden el menor homenaje al
intelecto, desprovisto de toda distinción o grandeza. De hecho, ni siquiera lo mencionan.
A estas alturas habréis notado que el Cielo está
pensado y construido con un plan muy concreto, de tal modo que contiene en
escrupuloso detalle todas y cada una de las cosas imaginables que le resultan
repugnantes al ser humano ¡y ni una sola de las que le gustan!
Pues bien, cuanto más avancemos más aparente será este
hecho tan curioso.
Tomad buena nota: en el Cielo humano no se ejercita la
inteligencia, ni hay nada en lo que poder emplearla. Allí un intelecto
corriente se pudriría en un año. Acabaría podrido y apestoso. Podrido y
apestoso, es decir, bendito. Al fin sería un cerebro sagrado, pues sólo lo
sagrado puede resistir las alegrías de semejante enajenación."
"Las cartas de Satán desde
la Tierra",
Los escritos irreverentes,
fragmento.
Mark Twain.
Florida, Misuri, 1835; Redding,
Connecticut, 1910
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