Carta de John
Kennedy Toole a Robert Gottlieb, editor de la casa neoyorquina Simon &
Schuster.
"5 de marzo de 1965
Querido Sr. Gottlieb:
(…)
Cada vez que
hablo sobre “La conjura de los necios” me pongo ansioso y vacilante. Y es así
porque albergo un sentimiento bastante paternal hacia el libro; en realidad es
un sentimiento andrógino porque siento, además, como si lo hubiera dado a luz.
Sé que tiene sus defectos y sé que cualquier extraño podría hacérmelos saber. (…)
Este libro
comenzó a escribirse en 1961. En aquella época, durante el día, trabajaba
tiempo completo en Hunter y hacía un doctorado en Columbia; durante la noche,
además, trabajaba como profesor sustituto en el colegio nocturno de Hunter para
pagar la matrícula y sobrevivir. Vivía en el ciclo frustrante de quien quiere
escribir pero ha elegido la docencia como forma de sustento y debe conseguir un
PhD (doctorado) para hacer algo
decente en el ámbito académico. La mente, así, se dispersa en tres direcciones
distintas, y la escritura es por supuesto la que más sufre. Cuando obtuve mi
máster en Columbia, en 1959, yo vivía en el seno de una beca Woodrow Wilson y
obtuve financiamiento extra de la Fundación Ford por una serie de pseudopoemas
y relatos breves que nunca fueron enviados a nadie, como la mayoría de mis
primeros trabajos. El año de 1959 a 1960 lo pasé enseñando en la Universidad
Estatal de Luisiana y sufrí de una apatía neurótica inducida por el crudo
horror de la Luisiana rural.
En el verano
de 1961, tuve tiempo suficiente para trabajar en una versión temprana del
libro, en la que Ignatius se llamaba Humphrey Wildblood. La Armada me alejó tanto
de la escritura como del juego Hunter-Columbia; tuve que formar filas en agosto
e irme a Puerto Rico, donde me convertí en supervisor de un programa surrealista de enseñanza de
inglés para los reclutas puertorriqueños. Mis deberes consistían principalmente
en usar un silbato para indicar el cambio de clases y emanar una gran
comprensión hispanoamericana para adivinar tanto los temperamentos hostiles y
provocadores de los estudiantes, como los ánimos de los impopulares y
defraudados instructores norteamericanos. Era un trabajo ideal: tenía derecho a
un cuarto privado muy confortable que incluía un escritorio, la oportunidad
para escribir. Y usé el silbato tan bien y emané tal comprensión –todo para
tener ese cuarto– que terminé ganando varios honores militares (incluso unas
vacaciones en las Antillas Holandesas). Nunca antes un cuarto provocó tanta
ambición. Allí el libro comenzó de nuevo y, por primera vez en mi vida, tuve la
oportunidad de escribir sin tener que preocuparme por la supervivencia o por
problemas que tuvieran algún tipo de contacto con la realidad. Desde mi punto
de vista, la Armada me dio cuatro cosas impagables: tiempo, alejamiento,
seguridad y privacidad. Valoré sutilmente lo irónico y absurdo de la vida en
Puerto Rico; todo el tiempo que pasé allí fue muy valioso.
Cuando llegó
la hora de dejar la Armada, en agosto de 1963, debía tomar una decisión. Había
completado más de la mitad del libro y, contrario a lo ocurrido con mis
trabajos anteriores, podía releer lo que había escrito sin sentirme
dolorosamente avergonzado. Y aún más: estaba totalmente involucrado y absorto
en él; me había cautivado. Ante mí yacía entonces la obligación de escribir el
trabajo para graduarme, así como la circunstancia de tener que viajar
frecuentemente entre Morningside Heights y Bedford Park Boulevard para dar
clase en el campus de Hunter en el Bronx, lo que significaba al menos dos horas
diarias de transporte. Además Hunter me exigía hacer el PhD en tres años, lo
que significaba que tenía dos años para arreglármelas con las clases, la
escritura de la disertación y la presentación de los exámenes respectivos. No
tendría tiempo suficiente para dedicarme a la escritura. Así que conseguí un
trabajo en un pequeño y tranquilo colegio cuidadosamente seleccionado donde,
como yo esperaba, había poca demanda de tiempo y casi ninguna de cerebro.
De este modo
el libro siguió su curso hasta el asesinato del presidente Kennedy. Entonces no
pude escribir más. Nada me parecía gracioso y caí en una profunda depresión. En
febrero de 1964, por fin, sin cambios ni revisiones transcribí lo que tenía, lo
concluí brevemente y comencé a enviarlo a diferentes casas editoriales con la
esperanza de que le interesara a alguien. La primera versión del libro nunca se
transformó en nada más.
Esto me lleva
a su primera lectura del manuscrito. Aunque quizás a esta altura usted haya
dejado de leer esta carta, quisiera hablar del libro en sí mismo. Estos
comentarios nada tienen que ver con la “calidad” de mi trabajo, que no es una
autobiografía pero tampoco completamente una invención. Si bien la trama es una
manipulación y yuxtaposición de personajes, la gente y los lugares fueron
trazados a partir de la observación y la experiencia, salvo una o dos
excepciones. Yo no estoy en las páginas de la historia; nunca he pretendido
estar. Pero escribo sobre cosas que sé y, al contarlas, es difícil no
sentirlas.
En la
revisión, los hilos de la trama fueron unidos de mejor manera, aunque a veces
esto resultó ser solo ruido. Myrna se convirtió en una caricatura en medio de
personajes muy reales, y eso a pesar de estar concebida para ser muy, muy
agradable (por eso, si para un lector objetivo ella resulta ser “una patada en
el culo”, entonces he fallado en mi propósito). Cuando le envié la revisión
estaba seguro de que la pareja Levy era la peor falla del libro. Tratando de
involucrarlos como parte de la trama se salieron de mis manos, yendo de mal en
peor; se convirtieron en cartón y me era difícil releer sus diálogos (creo que
comenzaron a transformarse en una vaga remembranza del viejo show Easy Aces, en
el cual Goodman Ace –si no me equivoco– discutía con su esposa mientras la
suegra aparecía esporádicamente en escena). No sé si pueda describir cómo esa
pareja insistió en escaparse de mi control mientras intentaba manipularla a lo
largo del libro.
Irene, Reilly,
Mancuso: todos ellos dicen algo auténtico de Nueva Orleans. Son reales como
individuos y como representantes de un grupo. Una noche, recientemente, vi de
nuevo a Santa tropezando mientras Irene se sumergía a carcajadas en su copa. ¡Y
cuántas veces he visto a Santa besando el retrato de su madre! Burma Jones no
es una fantasía, ni lo es la señorita Trixie y su empleo, o el club Noche de
Alegría, y así. No hay necesidad de abrumarlo con una lista detallada.
En resumen:
pocas cosas de la historia son inventadas, aunque el argumento sí lo es. Es
cierto que, bajo la irrealidad de mi experiencia en Puerto Rico, este libro se
convirtió en algo más real que cuanto acontecía allí: comencé a hablar y a
comportarme como Ignatius. No hay duda de que ésta es la razón por la cual hay
tanto de él y su verbosidad puede extenuar. En realidad no es su verbosidad
sino la mía. Y el libro, que comenzó en una tarde de domingo, se convirtió de
esta forma en un modo de vida. Con Ignatius como representante, mis
experiencias de Nueva Orleans comenzaron a encajar unas con otras y entonces me
encontré de repente observando y no inventando. La vieja versión de Humphrey
Wildblood era dolorosa, extensa, afectada y poco sentida; la nueva cobró vida,
al menos para mí.”
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