La conjura de los necios: cuarenta años
de la muerte de John Kennedy Toole
por Rafael Rey
“Julio de
1976. Una anciana irrumpe en la oficina del escritor Walker Percy, profesor
invitado en la Universidad de Loyola, en Nueva Orleáns. Lleva semanas buscando
al reconocido profesor para entregarle el manuscrito de lo que ella considera
una “obra maestra”, escrita por su hijo, muerto siete años antes. Luego de
infructuosas llamadas y fallidas solicitudes de entrevistas, la señora se las
arregló para no dejarle otra opción a Percy que echarle un vistazo a la novela.
Como el mismo Percy escribió recordando el suceso, “si había algo que no quería
hacer era precisamente esto, lidiar con la madre de un novelista muerto, y para
peor, lidiar con un manuscrito que según ella era ‘fantástico'”. La
perseverancia de la señora pudo más, y a los pocos días Percy se encontró
leyendo primero “con la incómoda sensación de que no era lo suficientemente
malo para dejarlo, luego con una pizca de interés, luego una creciente
excitación, y finalmente incrédulo: no era posible que fuera tan bueno”.
Cuatro años
después se editaba "La conjura de los
necios", de John Kennedy Toole. El libro se volvió de culto, se tradujo
a más de veinte idiomas y lleva vendidos millones de ejemplares en todo el
mundo. Fue premiado en varios países y en 1981 obtuvo el Pulitzer a la mejor
obra de ficción.
Pocas madres
han sido tan influyentes y determinantes en la vida de un escritor. La
progenitora de John Kennedy Toole transformó a su hijo en la persona tímida y
vacilante que fue toda la vida; le dio materia prima para su novela más famosa
e importante y, luego de muerto, fue la principal responsable de que el
manuscrito se publicara, gracias a su tenacidad. Esa tozudez a primera vista
podría considerarse como el más elevado ejemplo de ciega confianza de una madre
hacia su hijo. Pero en los hechos fue disparada por la vanidad personal de una
mujer que lo hizo tal vez menos por honor a la memoria de su hijo, que para
probar que tenía razón cuando afirmaba que era “un genio”.
Sumergirse en
la vida de Kennedy Toole implica entonces aceptar la presencia de la madre, y
la amenaza de quedar cubiertos por el mismo manto omnisciente que sofocó al
escritor estadunidense desde el día mismo de su nacimiento.
UN NIÑO ADULTO
Descendiente
de los franceses fundadores de la ciudad por parte de la madre, Thelma Ducoing,
y de inmigrantes irlandeses por el lado del padre, John Dewey Toole Jr., John
Kennedy Toole nació en Nueva Orleáns el 17 de diciembre de 1937.
Desde el
instante mismo del nacimiento su madre se apoderó de él, como un niño se
apodera de su pelota, y nunca más lo volvió a prestar. El padre comenzó a ser
relegado al segundo plano en el que se mantuvo toda la vida. Ni la pasión
compartida por los autos y el beisbol, algo que hubiera unido a cualquier padre
con su hijo, logró acercarlos. La madre no lo hubiera permitido. Ninguno de los
dos tuvo nunca la fuerza suficiente para reclamar por el otro. No es casual la
ausencia de una figura paterna en sus novelas.
A los trece
años era un buen pianista, un destacado locutor y un excelente imitador. Era
además actor en un grupo de teatro infantil y presentador en una radio local.
Obligado por la madre a ser más inteligente y más adulto que sus amigos, John
aprovechaba cada segundo que ella no estaba sobre sus hombros para ensayar la
niñez, contando chistes sin parar y haciendo reír con sus imitaciones a todo
aquel que lo escuchara. Pero ya no era un niño. Medía un metro ochenta, se
afeitaba todos los días y, sin ser una persona obesa, estaba excedido de peso,
disgustado con su físico y enfrentaba con pánico los vestidores luego de las
actividades deportivas. En esos años comienza a colaborar con el periódico del
liceo, del que en poco tiempo sería el editor.
En 1954 ganó
una beca para estudiar inglés en la Tulane University, pero antes de ingresar a
la universidad realiza un viaje a Nueva York, ciudad que lo abruma y lo
apasiona con la misma intensidad. Ese mismo año escribe "La Biblia de neón", y al siguiente envía la novela a un
concurso. Tras saberse perdedor, prueba suerte con un par de editoriales.
Rechazado, o sencillamente ignorado, sin respuesta, archivó la novela para
siempre.
AGRIDULCES
DIECISÉIS
“La Biblia...”
es la historia de un niño del sur de Estados Unidos en la década de los
cuarenta. Escrita desde la memoria de un adolescente en fuga que se recuerda en
la niñez, la novela narra con acierto el estado de ánimo colectivo de un
pequeño pueblo del sur estadunidense: “Si eras diferente a todos en el pueblo,
tenías que marcharte. Es por eso que todos eran tan parecidos. La forma en que
hablaban, lo que hacían, lo que les gustaba, lo que odiaban [...] Solían
decirnos en la escuela que debíamos pensar por nosotros mismos, pero no podías
hacer eso en el pueblo. Tenías que pensar lo que tu padre pensó toda su vida, y
eso era lo que todo el mundo pensaba.”
Quizás sea el
único párrafo citable de la novela que pueda prescindir de una mención a la
edad del escritor, que en ese entonces contaba sólo con dieciséis años. De
todas maneras, y aunque años más tarde el propio Kennedy Toole calificaría la
novela de “mala”, el precoz autor describe y resuelve con eficacia algunas
situaciones: el profesor gay, la tía que tiene relaciones sexuales en la cabina
de un camión, una cita amorosa. Era la punta de un gran iceberg de talento. Lo
mejor de su prosa estaba por venir. El escritor de ficción era un secreto que
muy pocos amigos conocían. Quien sí estaba al tanto de sus ambiciones
literarias era la madre. Tanto, que Kennedy Toole tenía que pegar, sobre las
tapas de sus cuadernos, carteles que rezaban: “MAMÁ, por favor no toques.”
En Tulane
conoce a Ruth Lafratz Kathmann, primera y posiblemente única mujer que presentó
en su casa. El encuentro fue doloroso. Indignada, la madre se mostró hostil
hacia Kathmann. La señora Toole sabía que las mujeres perseguían a su “terriblemente
atractivo” hijo, pero según ella, él no estaba interesado en las mujeres
“mental o físicamente”. Estaba convencida de ser la única mujer que “mi hijo
haya querido alguna vez”. Al igual que con parejas anteriores, así como con
aquellas que vendrán después, no hubo acercamiento físico de ningún tipo.
Cualquiera que haya sido su inclinación sexual, es imposible determinarla con
certeza. Algunos de sus amigos de la adolescencia lo vincularon con hombres,
aunque en alguna oportunidad Kennedy Toole haya expresado su “aversión por la
vida gay”.
SARGENTO
KENNEDY TOOLE
En 1958 se graduó
con honores en Tulane. Ese mismo año ganaría una beca para hacer una maestría
en Literatura Inglesa en la Universidad de Columbia, donde se reencontró con
Kathmann. Nuevamente, la relación no fue
más allá de una íntima amistad. Una vez finalizado el curso, Kennedy Toole ocupará
un puesto de profesor asistente de inglés en el Southwestern Louisiana
Institute, de la ciudad de Lafayette. En 1960 regresará a Nueva York para dar
clases en el Hunter College for Women, donde, en plena época de segregación,
tendrá que defender al sur de la intolerancia que emanaba de Nueva York. Autodenominado “sureño” , Kennedy Toole se
enfrentaba a cierta condescendiente hostilidad de parte de sus colegas “yankees”.
La distancia física que lo separaba de su hogar no era impedimento para que la
madre, como un hincha fanático, lo siguiera a todos lados. A Lafayette, para
ridiculizarlo frente a sus colegas, a los que consideraba como una “amenaza al
lazo maternal”, y a Nueva York, donde compartieron, por sobre todas las cosas,
la afición por el alcohol, quizás lo único que tenían en común.
En abril de
1961, de vuelta en Nueva Orleáns, recibe la llamada a filas del ejército. Una
vez finalizado el trabajo en Nueva York y viviendo en la casa de los padres,
tras más de dos años de independencia, ingresar en el ejército no era
precisamente la peor de las excusas para un joven de veinticuatro años que se
sentía responsable de la precaria situación económica de sus progenitores. Durante
el breve lapso en que estuvo en Nueva Orleáns, trabajó en una fábrica
ensamblando cajas, y se dedicó a los amigos, pese a la madre, que solía
aparecer en su auto a altas horas de la noche, a buscarlo para que volviera a
casa. Kennedy Toole obedecía sin protestar. Finalmente, en noviembre de 1961,
llegó a Fort Buchanan, Puerto Rico. Gracias al buen manejo del español, fue
elegido para enseñar inglés a soldados puertorriqueños y al poco tiempo tenía
bajo su cargo a todos los profesores de inglés de su compañía. Durante el
tiempo que estuvo en Fort Buchanan, mantuvo una fluida comunicación epistolar
con los padres, a los que enteraba de las vicisitudes de la vida en Puerto Rico
y de los puertorriqueños en particular: “Para ser gentes que supuestamente
sufren de deficiencias de nutrición, son sorprendentemente activos [...] y las
maratónicas conversaciones que mantienen son admirables [...] Imagino que todos
los países latinos son así de frenéticos, volátiles e indisciplinados.” En
menos de un año fue ascendido a sargento, pero no obstante los ascensos y las
condecoraciones, la convivencia en Fort Buchanan no era fácil. Superiores
militarmente estrictos y subordinados universitarios poco aptos para la
disciplina castrense, complicaban una estancia que John había imaginado y
anhelado sencilla.
En casa de sus
padres las cosas no estaban tampoco del todo bien. Los problemas económicos que
atravesaban los Toole se mezclaban con la frágil salud del padre, cada vez más
paranoico y senil. De vuelta en Fort Buchanan, tras un par de semanas navideñas
en Nueva Orleáns, John se vio involucrado en un hecho que podría haber
terminado con su baja del ejército, cuando, vacilante, paralizado por el
pánico, tardo más de media hora en socorrer a un soldado que había intentado
suicidarse con una sobredosis de pastillas. El hombre sobrevivió, pero el
sargento Kennedy Toole se ganó la desaprobación de toda la compañía a su mando.
Para ese
entonces ya había comenzado a escribir lo que sería "La conjura de los necios." El cargo de sargento implicaba
tener una oficina propia, menos tareas y más tiempo para dedicarle a la novela.
Exudaba esperanza. “Ambos saben que mi más grande deseo es ser escritor y
finalmente siento que estoy escribiendo algo que es más que simplemente legible”,
les escribió a sus padres, poco antes de terminar la estancia en Puerto Rico y
en el ejército.
DESILUSIÓN
En agosto de
1963 regresó de inmediato a Nueva Orleáns, donde comenzó a trabajar como
profesor en el Dominican College, colegio de monjas que aceptaba sólo chicas, y
que le brindaba, además de tiempo suficiente (trabajaba diez horas semanales),
“seguridad financiera para escribir”. Sólo el asesinato de John F. Kennedy, que
lo sumió en una profunda depresión, interrumpió la escritura. En febrero de
1964, tres meses después del magnicidio, retomó la novela, apuró el final y la
envió a la editorial Simon & Schuster en la ciudad de Nueva York. En junio de ese mismo año el editor Robert
Gottlieb le respondía a Kennedy Toole. “El mayor problema” entendía, era
“resolver los diferentes hilos de la trama”, y le sugería que éstos fueran
“fuertes y con sentido”, a lo largo de todo el libro, y no “meramente
episódicos, unidos ingeniosamente para hacer que todo parezca solucionado de la
manera correcta”. No haber fallado en el primer intento era algo que quizás no
esperaba: de inmediato se puso a reescribir la novela.
Cerca de fin
de año recibió la respuesta de Gottlieb: “En muchos aspectos, considero que
incluso ha hecho un excelente trabajo [...] El libro está mucho mejor. Pero
todavía no está bien.” Buscando otra opinión, pasó el libro a Cándida Donadio,
en ese entonces agente, entre otros, de John Cheever, Thomas Pynchon y Philip
Roth. “Lo que pensamos es que a menudo eres salvajemente divertido, más
divertido que casi cualquier otro en la vuelta y divertido a nuestra manera.”
Pero no todas eran alabanzas: “El libro [...] es un brillante ejercicio de
invención [...] pero no trata realmente de nada. Y eso es algo sobre lo que no
se puede hacer nada. Definitivamente un editor no puede decir: ‘pon el
significado.'” Kennedy Toole tragó saliva, releyó la carta una y mil veces, y
decidió que no tenía fuerzas para reescribir la novela, como le había sugerido
Gottliebe, y le escribió solicitando el manuscrito.
NEW ORLEANS,
NEW ORLEANS
Uno de los
deseos literarios de John Kennedy Toole era escribir una novela sobre su
ciudad. Si en “La Biblia...” había tomado como escenario un pueblo cualquiera
del sur, “La conjura...” se desarrolla exclusivamente en las calles y en los
barrios de la ciudad más francesa de todo el continente americano. Las
referencias al clima, la arquitectura y los aromas de la ciudad son constantes,
ya sea desde la descripción del narrador, o desde el siempre irónico punto de
vista de Ignatius Jacques Reilly, el personaje principal, un tipo de treinta años
que vive con la madre, es fanático del cine y se la pasa encerrado en su cuarto
escribiendo. Ignatius guía su vida a partir de la filosofía de Boecio, emula a
Schiller y a Milton y despotrica contra Mark Twain, contra su madre y
básicamente contra todo lo que le rodea. Además del humor y la ironía (el paso
por Levy Pants es de lejos lo mejor del libro, y la “Cruzada por la Dignidad de
los Moros” uno de los momentos más hilarantes de la literatura estadunidense
del siglo pasado), el gran acierto de Kennedy Toole, aunque se pierde en la
traducción, está en la forma en que hablan los personajes. Hace prevalecer la
fonética de las palabras sobre su construcción escrita, y no es raro toparse
con palabras que no tienen ningún significado por sí solas, pero que reproducen
exactamente la manera de hablar de los habitantes de la ciudad. El ejemplo más
acabado es el de Burma Jones, un negro obligado a trabajar por limosnas para no
ser acusado de vagancia y enviado a la cárcel. La presencia de Jones le sirve
además de vehículo para una serie de críticas a la manera en cómo son tratados
los negros en Nueva Orleáns, sin dejar de lado la ironía: “Voy a decirle a ese
policía que conseguí trabajo [...] Él va a decir ‘ahora quizás vas a ser un
miembro de la comunidad'. Y yo le voy a responder: ‘Si, conseguí un trabajo de
negros, con un sueldo de negros. Ahora soy realmente un miembro de la
comunidad. Ahora soy un negro de verdad. No un vago. Simplemente un negro.'” Muy
estereotipados, los distintos personajes pasean un patetismo acorde con los
distintos roles sociales que cumplen; el policía honesto y tenaz (Mancuso); el
buen ciudadano, preocupado por la proliferación de comunistas (Robichaux), las
viejas chismosas e ignorantes (la señora Reilly y Battaglia), y un matrimonio
por conveniencia, una pareja hastiada pero demasiado cómoda como para dar un
paso al costado (el matrimonio Levy). No faltan tampoco las críticas –siempre
eludiendo el panfleto, o disimulándolo a través del corrosivo humor del
personaje– a la clase media estadunidense, al comunismo, a las instituciones
educativas y de salud mental, y en particular al mundillo universitario
pequeñoburgués de Nueva York, encarnado en el personaje de Myrna Minkoff, un
viejo amor con el que Ignatius mantiene una enfermiza relación epistolar.
Presentada como una joven ingenua, siempre lista para una nueva manifestación,
un nuevo amante o una nueva canción folk para tocar en la guitarra, Minkoff
representa todo lo que Kennedy Toole siempre odió de Nueva York. “Su lógica era
una combinación de clichés y medias verdades, su visión del mundo un compuesto
de conceptos erróneos derivados de una Historia de nuestra nación escrita desde
la perspectiva de una estación de metro”, escribe Ignatius.
Si bien es
poco probable que Kennedy Toole haya mantenido algún tipo de relación (siquiera
una amistad) con una chica a mitad de camino entre los beatniks y los hippies,
las intenciones de Minkoff de “clarificar” las “inclinaciones sexuales” de
Ignatius, y las recomendaciones que le hace para que deje Nueva Orleáns, su
casa y su madre, se muestran perturbadoramente certeras una vez que uno conoce
la vida del escritor. Es como si Kennedy Toole se estuviera hablando a sí
mismo, analizando sus miedos, desnudando sus fobias. Como le escribirá a Gottlieb
en una extensa carta donde narra la génesis de La conjura..., la novela “no es
autobiográfica, aunque tampoco una invención”. El alcoholismo de la señora
Reilly está tomado directamente del de su propia madre, así como su
pesadillesca presencia, que aunque con fines distintos (en la novela para que
el hijo busque trabajo, en la vida real para tenerlo siempre bajo control)
tiene claros puntos de contacto. Los trabajos a los que se enfrenta Ingnatius
están tomados de empleos temporales que también Kennedy Toole tuvo que soportar
mientras ejercía como profesor, y precisamente fue dando clases que se cruzó
con la persona que lo inspiró para crear a Ignatius J. Reilly: Bob Byrne, un
profesor de inglés que Kennedy Toole conoció en Lafayette.
Tenaz lector
de Boecio, Byrne vivía preocupado por su peso y su extravagante gusto al vestir
que incluía un gorro con orejeras. Como Toole le explica a Gottlieb en la misma
carta, de marzo de 1965: “Mientras que la trama es manipulación y yuxtaposición
de caracteres, con una o dos excepciones la gente y los lugares en el libro son
tomados de la observación y la experiencia. Yo no estoy en el libro; nunca
pretendí eso. Pero estoy escribiendo sobre cosas que sé.” Si bien en la carta
no oculta que sus “dudas se transformaron en desesperanza”, el escritor se la
juega por su obra: “No he sido capaz de mirar el manuscrito desde que lo
recibí, pero dado que algo de mi alma está allí, no puedo dejar que se pudra
sin intentarlo. No creo que pueda escribir cualquier otra cosa hasta no darle
por lo menos otra oportunidad.”
DESAMOR,
LOCURA Y MUERTE
No obstante su
manifiesta intención de continuar trabajando en la novela, no volvió a tocar el
manuscrito. Una vez más, no pudo enfrentar el rechazo y la novela tragó polvo,
escondida en algún armario. Durante ese año y los siguientes continuó dando
clases en el Dominican College, pero hacia 1968 dejaron de ser interesantes y
divertidas, y se convirtieron en diatribas contra la Iglesia y el Estado.
Acusado de “comunista” por parte de las alumnas, las monjas que dirigían la
institución lo invitan a que presente su renuncia para evitar tener que
expulsarlo. Se desconoce en definitiva qué fue lo que ocurrió, pero lo cierto
es que no volvió a dar clases allí. Cuando le comunicó a su madre que no
volvería a dar clases, ella lo tomó como una afrenta personal y la situación se
desbordó. Bebía cada vez más, estaba cada vez más gordo, más depresivo, y
sufría constantes e interminables dolores de cabeza que alcanzaban fugaces
estados paranoicos. Se estaba volviendo loco. Finalmente, y luego de una fuerte
pelea con la madre, se marchó de la casa. Era el 19 de enero de 1969. Regresará
al día siguiente a recoger unas cosas, para volver a marcharse. Fue la última
vez que pisó la casa. El 26 de marzo lo encontraron muerto en el interior de su
auto, en la localidad de Biloxi, Mississippi. Una manguera que salía del caño
de escape, introducida a través de una de las ventanas del auto, le proporcionó
el monóxido de carbono suficiente para una muerte prolija y segura. Al
enterarse, la madre rogó al cura de su iglesia que le diera sepultura y ocultó
el hecho a los amigos de su hijo hasta que estuvo enterrado. Sólo ella, su
esposo y quien había sido la niñera de Kennedy Toole estuvieron en el entierro.
No existen
datos precisos sobre el paradero de Toole durante los dos meses transcurridos
entre su huida y el suicidio. No hay forma de establecer un posible itinerario,
o de determinar dónde estuvo exactamente. Para Thelma Toole nada tuvo sentido
después de la definitiva partida de su hijo. Sin sostén en la iglesia, a la que
ya no concurría, y con un esposo casi ciego, sordo y senil que deambulaba por
la casa como un fantasma errante, se dedicó a llorar la muerte del hijo frente
a todo aquel que quisiera escucharla. Hasta que encontró el manuscrito.
LA MADRE DEL
LIBRO
La novela le
dio a Thelma Toole la fuerza necesaria, la última gran bocanada de aire. La
muerte del esposo en diciembre de 1974 fue más un respiro que un nuevo duelo.
Por ese entonces su salud era cada vez más frágil, pero no desistió de enviar
el manuscrito a cuanta editorial descubría (menos a Simon & Schuster), y
soportaba estoica cada una de las educadas y uniformes cartas de rechazo. Hasta
que se topó con Walker Percy y el manuscrito vio la luz. En diciembre de 1976,
Percy le escribió que “La conjura...” era una “extraordinaria muestra de
ironía, de sátira salvaje y de un oído sorprendente” para captar la manera de
hablar de los habitantes de Nueva Orleáns. Percy envió el manuscrito a unas cuantas
editoriales amigas, y si bien algunos lo veían como un “surreal loco divertido
triste serio libro”, para otros era “la excepción de un escritor muerto”, para
el cual no había un “futuro real”. Finalmente, en febrero de 1979, alguien
preguntó asombrado: “¿Por qué es todavía un manuscrito? ¿Nadie más lo ha visto
todavía?” Era Les Phillabaum, director de la editorial de la Universidad de
Louisiana, para quien el único inconveniente era “financiero”, ya que compartía
el presentimiento de Percy de que la novela tenía “posibilidades de convertirse
en una especie de pequeño y excéntrico clásico”. En abril de ese año, Thelma
Toole recibía las copias del contrato. Bastaba con asegurar que ella era la
única heredera y que tenía los derechos sobre el manuscrito. Si bien desde un
principio había asegurado ser la única heredera, la insistencia de los abogados
y el temor a que se demorara la edición del libro, llevaron a confesar que su
difunto esposo tenía familiares vivos. Pero éstos, sin mucha confianza en las
posibilidades comerciales de la novela, y teniendo en cuenta la precaria
situación económica de Thelma Toole, renunciaron a la propiedad de “La conjura
de los necios” y cedieron sus derechos a la viuda.
A principios
de 1980 la novela se publicó. El primer año vendió más de 40 mil ejemplares
(algo inusual para una edición universitaria), y en 1981 recibió el Pulitzer a
la mejor obra de ficción. Thelma Toole había logrado su cometido. Le había
demostrado al mundo no sólo que su hijo era “un genio”, sino que además ella
era la madre de ese genio. Los últimos años de su vida se puso el vestido de
heroína y paseó su orgullo por su ciudad como “la madre del libro”, firmando
ejemplares y concediendo entrevistas, hasta que falleció de un ataque al
corazón el 17 de agosto de 1984. Tres años después, un juez de Nueva Orleáns
dividió los derechos de “La Biblia de neón”, cuyo manuscrito había permanecido
oculto por Thelma Toole, e incluyó al resto de los herederos, que ahora sí
reclamaban su tajada. La novela se publicó en 1989."
El País Cultural núm. 1020, 12/ VI /2009,
Montevideo, Uruguay.
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