“Ignatius alzó
su camisón de franela y contemplo su vientre hinchado. Solía hincharse cuando
estaba tumbado en la cama por la mariana, considerando el giro desdichado que habían tornado los acontecimientos desde
la Reforma. Doris Day y los autobuses Greyhound, siempre que acudían a su
pensamiento, creaban una expansión aún más rápida de su región central. Pero desde
la tentativa de detención y el accidente, había estado hinchándose casi sin motivo,
la válvula pilórica se le cerraba de pronto indiscriminadamente y se le llenaba
el estómago de gas atrapado, un gas que tenía personalidad y entidad y que no
soportaba el confinamiento. Ignatius se preguntó si la válvula pilórica no estaría
intentando decirle algo, casandrescamente. El, como medievalista, creía en la
rota Fortunae, o rueda de la Fortuna, un concepto básico de De Consolatiane
Philosophiae, la obra filosófica que había sentado las bases del pensamiento
medieval. Boecio, el último romano, que
había escrito la Consolatione mientras padecía una prisión injusta por orden
del emperador, había dicho que una diosa ciega nos hace girar en una rueda, que
nuestra suerte se presenta en ciclos. ¿Significaba acaso un mal ciclo aquella
ridícula tentativa de detenerle? ¿Giraba acaso rápidamente hacia abajo su
rueda? El accidente también era un mal signo. Ignatius estaba preocupado. Pese
a toda su filosofía, Boecio había sido torturado y ejecutado. Y, de repente, la
válvula de Ignatius volvió a cerrarse, e Ignatius se echó sobre el costado
izquierdo para presionarla y abrirla.”
La conjura de los necios
John Kennedy Toole
pág 40-41
Anicio Manlio
Torcuato Severino, Boecio, nació en Roma entre los años 470 y 480, en el seno
de una antigua familia (los Anicios) de la que provenían dos emperadores y un
papa. Estudió en Atenas y fue filósofo, teólogo y hombre de Estado, ocupando el
cargo de cónsul y de ministro principal junto al rey ostrogodo Teodorico I, por
entonces también señor de Roma. Pero su suerte cambió cuando lo acusaron de
conspirar contra el rey. Boecio fue encarcelado, sus bienes fueron confiscados
y decapitado el año 524.
Durante los
meses que pasó en prisión, escribió la que sería su obra más famosa, De
Consolatione Philosophiae, una de las obras más leídas durante la Edad Media.
En ella Boecio dialogaba con la Filosofía, personificada en una mujer,
abordando temas tales como el bien y el mal, el destino, el sentido, del
conocimiento que Dios tiene de nuestros actos y la libertad humana.
Traductor y
comentarista de las obras de Platón y Aristóteles, fue el profesor de Lógica de la Edad Media
hasta el momento en que, en el siglo XIII, fue traducido al latín y comentado
directamente la obra completa de Aristóteles.
De
Consolatione philosophiae. (fragmento)
Metro Primero
Yo que en mis
mocedades componía hermosos versos, cuando todo a mi alrededor parecía sonreír,
hoy me veo sumido en llanto, y ¡triste de mí!, sólo puedo entonar estrofas de
dolor. Han desgarrado sus vestiduras mis musas favoritas y aquí están a mi lado
para inspirarme lo que escribo, mientras el llanto baña mi rostro al eco de sus
tonos elegíacos. Ellas siquiera no me han abandonado por fútiles temores,
ellas, que siempre fueron la compañía de mis caminos.
Ellas,
recuerdo gratísimo de mi florida juventud fecunda, vienen a dulcificar los
destinos de ésta mi abatida vejez: si, que a impulsos de la desgracia la vejez
ha precipitado sobre mí sus pasos, y a la mitad del camino de mi vida he
sentido sonar la hora definitiva del sufrir.
Cubren mi
cabeza precoces canas; mi cuerpo agotado siente ya el escalofrío de la tez
marchita y rugosa. ¡Dichosa muerte, cuando sin amargar la dulzura de los años
buenos, acude si el corazón la llama en su favor! Pero, ¡ay!, que, despiadada,
cierra sus oídos a la voz de la desgracia...
¡En vez de
cerrar los ojos del triste mortal que llora! Mientras me halagó la fortuna, a
pesar de saberla inconstante y mudable, una hora de tristeza hubiera bastado
para llevarme a la tumba; ahora que ha ensombrecido su faz engañadora, ¡oh,
cuán larga se me hace una vida tan tediosa!
¿Por qué,
amigos, habéis ponderado tantas veces las horas de mi dicha fugaz? ¡Ah, no
estaba muy seguro quien así cayó tan de repente!
Prosa Primera
En tanto que
en silencio me agitaban estos sombríos pensamientos y con aguzado estilo
escribía en blandas tablillas mi lamento quejumbroso, parecióme que sobre mi
cabeza se erguía la figura de una mujer de sereno y majestuoso rostro, de ojos
de fuego, penetrantes como jamás los viera en ser humano, de color sonrosado,
llena de vida, de inagotadas energías, a pesar de que sus muchos años podían
hacer creer que no pertenecía a nuestra generación. Su porte, impreciso, nada
más me dio a entender.
Pues ya se
reducía y abatiéndose se asemejaba a uno de tantos mortales, ya por el
contrario se encumbraba hasta tocar el cielo con su frente, y en él penetraba
su cabeza, quedando inaccesible a las miradas humanas.
Su vestido lo
formaban finísimos hilos de materia inalterable, con exquisito primor
entretejidos; ella misma lo había hecho con sus manos, según más adelante me
hizo saber. Y, a semejanza de un cuadro difuminado, ofrecía, envuelto como en
tenue sombra, el aspecto desaliñado de cosa antigua.
En su parte
inferior veíase bordada la letra griega pi (inicial de práctica), y en lo más
alto, la letra thau (inicial de teoría) y enlazando las dos letras había unas
franjas que, a modo de peldaños de una escalera, permitían subir desde aquel
símbolo de lo inferior al emblema de lo superior.
Sin embargo,
iba maltrecho aquel vestido: manos violentas lo habían destrozado, arrancando
de él cuantos pedazos les fuera posible llevarse entre los dedos.
La mayestática
figura traía en su diestra mano unos libros; su mano, izquierda empuñaba un
cetro.
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