11 d’ag. 2013

Boecio


“Ignatius alzó su camisón de franela y contemplo su vientre hinchado. Solía hincharse cuando estaba tumbado en la cama por la mariana, considerando  el giro desdichado  que habían tornado los acontecimientos desde la Reforma. Doris Day y los autobuses Greyhound, siempre que acudían a su pensamiento, creaban una expansión aún más rápida de su región central. Pero desde la tentativa de detención y el accidente, había estado hinchándose casi sin motivo, la válvula pilórica se le cerraba de pronto indiscriminadamente y se le llenaba el estómago de gas atrapado, un gas que tenía personalidad y entidad y que no soportaba el confinamiento. Ignatius se preguntó si la válvula pilórica no estaría intentando decirle algo, casandrescamente. El, como medievalista, creía en la rota Fortunae, o rueda de la Fortuna, un concepto básico de De Consolatiane Philosophiae, la obra filosófica que había sentado las bases del pensamiento medieval.  Boecio, el último romano, que había escrito la Consolatione mientras padecía una prisión injusta por orden del emperador, había dicho que una diosa ciega nos hace girar en una rueda, que nuestra suerte se presenta en ciclos. ¿Significaba acaso un mal ciclo aquella ridícula tentativa de detenerle? ¿Giraba acaso rápidamente hacia abajo su rueda? El accidente también era un mal signo. Ignatius estaba preocupado. Pese a toda su filosofía, Boecio había sido torturado y ejecutado. Y, de repente, la válvula de Ignatius volvió a cerrarse, e Ignatius se echó sobre el costado izquierdo para presionarla y abrirla.”

La conjura de los necios
John Kennedy Toole
pág 40-41


Anicio Manlio Torcuato Severino, Boecio, nació en Roma entre los años 470 y 480, en el seno de una antigua familia (los Anicios) de la que provenían dos emperadores y un papa. Estudió en Atenas y fue filósofo, teólogo y hombre de Estado, ocupando el cargo de cónsul y de ministro principal junto al rey ostrogodo Teodorico I, por entonces también señor de Roma. Pero su suerte cambió cuando lo acusaron de conspirar contra el rey. Boecio fue encarcelado, sus bienes fueron confiscados y decapitado el año 524.
Durante los meses que pasó en prisión, escribió la que sería su obra más famosa, De Consolatione Philosophiae, una de las obras más leídas durante la Edad Media. En ella Boecio dialogaba con la Filosofía, personificada en una mujer, abordando temas tales como el bien y el mal, el destino, el sentido, del conocimiento que Dios tiene de nuestros actos y la libertad humana.
Traductor y comentarista de las obras de Platón y Aristóteles,  fue el profesor de Lógica de la Edad Media hasta el momento en que, en el siglo XIII, fue traducido al latín y comentado directamente la obra completa de Aristóteles.



De Consolatione philosophiae. (fragmento)

Metro Primero

Yo que en mis mocedades componía hermosos versos, cuando todo a mi alrededor parecía sonreír, hoy me veo sumido en llanto, y ¡triste de mí!, sólo puedo entonar estrofas de dolor. Han desgarrado sus vestiduras mis musas favoritas y aquí están a mi lado para inspirarme lo que escribo, mientras el llanto baña mi rostro al eco de sus tonos elegíacos. Ellas siquiera no me han abandonado por fútiles temores, ellas, que siempre fueron la compañía de mis caminos.
Ellas, recuerdo gratísimo de mi florida juventud fecunda, vienen a dulcificar los destinos de ésta mi abatida vejez: si, que a impulsos de la desgracia la vejez ha precipitado sobre mí sus pasos, y a la mitad del camino de mi vida he sentido sonar la hora definitiva del sufrir.
Cubren mi cabeza precoces canas; mi cuerpo agotado siente ya el escalofrío de la tez marchita y rugosa. ¡Dichosa muerte, cuando sin amargar la dulzura de los años buenos, acude si el corazón la llama en su favor! Pero, ¡ay!, que, despiadada, cierra sus oídos a la voz de la desgracia...
¡En vez de cerrar los ojos del triste mortal que llora! Mientras me halagó la fortuna, a pesar de saberla inconstante y mudable, una hora de tristeza hubiera bastado para llevarme a la tumba; ahora que ha ensombrecido su faz engañadora, ¡oh, cuán larga se me hace una vida tan tediosa!
¿Por qué, amigos, habéis ponderado tantas veces las horas de mi dicha fugaz? ¡Ah, no estaba muy seguro quien así cayó tan de repente!

Prosa Primera
                                                               
En tanto que en silencio me agitaban estos sombríos pensamientos y con aguzado estilo escribía en blandas tablillas mi lamento quejumbroso, parecióme que sobre mi cabeza se erguía la figura de una mujer de sereno y majestuoso rostro, de ojos de fuego, penetrantes como jamás los viera en ser humano, de color sonrosado, llena de vida, de inagotadas energías, a pesar de que sus muchos años podían hacer creer que no pertenecía a nuestra generación. Su porte, impreciso, nada más me dio a entender.
Pues ya se reducía y abatiéndose se asemejaba a uno de tantos mortales, ya por el contrario se encumbraba hasta tocar el cielo con su frente, y en él penetraba su cabeza, quedando inaccesible a las miradas humanas.
Su vestido lo formaban finísimos hilos de materia inalterable, con exquisito primor entretejidos; ella misma lo había hecho con sus manos, según más adelante me hizo saber. Y, a semejanza de un cuadro difuminado, ofrecía, envuelto como en tenue sombra, el aspecto desaliñado de cosa antigua.
En su parte inferior veíase bordada la letra griega pi (inicial de práctica), y en lo más alto, la letra thau (inicial de teoría) y enlazando las dos letras había unas franjas que, a modo de peldaños de una escalera, permitían subir desde aquel símbolo de lo inferior al emblema de lo superior.
Sin embargo, iba maltrecho aquel vestido: manos violentas lo habían destrozado, arrancando de él cuantos pedazos les fuera posible llevarse entre los dedos.
La mayestática figura traía en su diestra mano unos libros; su mano, izquierda empuñaba un cetro.

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