“Cuando murió
la señorita Emilia Grierson, casi toda la ciudad asistió a su funeral; los
hombres, con esa especie de respetuosa devoción ante un monumento que
desaparece; las mujeres, en su mayoría, animadas de un sentimiento de
curiosidad por ver por dentro la casa en la que nadie había entrado en los
últimos diez años, salvo un viejo sirviente, que hacía de cocinero y jardinero
a la vez.
La casa era
una construcción cuadrada, pesada, que había sido blanca en otro tiempo,
decorada con cúpulas, volutas, espirales y balcones en el pesado estilo del
siglo XVII; asentada en la calle principal de la ciudad en los tiempos en que
se construyó, se había visto invadida más tarde por garajes y fábricas de
algodón, que habían llegado incluso a borrar el recuerdo de los ilustres
nombres del vecindario. Tan sólo había quedado la casa de la señorita Emilia,
levantando su permanente y coqueta decadencia sobre los vagones de algodón y
bombas de gasolina, ofendiendo la vista, entre las demás cosas que también la
ofendían. Y ahora la señorita Emilia había ido a reunirse con los
representantes de aquellos ilustres hombres que descansaban en el sombreado
cementerio, entre las alineadas y anónimas tumbas de los soldados de la Unión,
que habían caído en la batalla de Jefferson.
Mientras
vivía, la señorita Emilia había sido para la ciudad una tradición, un deber y
un cuidado, una especie de heredada tradición, que databa del día en que el
coronel Sartoris el Mayor -autor del edicto que ordenaba que ninguna mujer
negra podría salir a la calle sin delantal-, la eximió de sus impuestos,
dispensa que había comenzado cuando murió su padre y que más tarde fue otorgada
a perpetuidad. Y no es que la señorita Emilia fuera capaz de aceptar una
caridad. Pero el coronel Sartoris inventó un cuento, diciendo que el padre de la
señorita Emilia había hecho un préstamo a la ciudad, y que la ciudad se valía
de este medio para pagar la deuda contraída. Sólo un hombre de la generación y
del modo de ser del coronel Sartoris hubiera sido capaz de inventar una excusa
semejante, y sólo una mujer como la señorita Emilia podría haber dado por buena
esta historia.”
fragmento del relato
Una rosa para Emilia
de William Faulkner
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