“—¿El fiscal
Chacaltana?
Un hombre
bajito y de lentes, mal afeitado y con el pelo grasiento comía un chocolate a
su lado. Su bata médica estaba manchada de mostaza, salsa criolla y una cosa
marrón, pero mantenía los hombros limpios para disimular en su blancura la
caspa que nevaba de su cabeza.
—Soy
Faustino Posadas, médico legista.
Le extendió
una mano manchada de chocolate, que el fiscal estrechó. Luego lo llevó por un
pasadizo oscuro lleno de dolores. Algunas personas se le acercaban gimiendo,
pidiendo ayuda, pero el médico las derivaba con un gesto a la primera sala, con
la enfermera, por favor, yo sólo veo muertos.
—No lo había
visto antes —dijo el médico mientras entraban en un pabellón nuevo, con otra
sala de espera—. ¿Usted es de Lima?
—Soy
ayacuchano, pero viví en Lima desde que era guagüita. Me trasladaron hace un
año.
El forense
se rió.
— ¿De Lima a
Ayacucho? Debe haberse portado mal, señor Chacaltana... —luego carraspeó—.
Si... me permite que lo diga.
El fiscal
distrital adjunto nunca se había portado mal. No había hecho nada malo, no
había hecho nada bueno, nunca había hecho nada que no estuviese estipulado en
los estatutos de su institución.
—Yo pedí mi
traslado. Mi señora madre está aquí y yo no había venido en veinte años. Pero
ahora que no hay terrorismo, todo está tranquilo, ¿no?
El forense
se detuvo ante una puerta frente a una sala llena de parturientas en el ala de
obstetricia. Cambió de mano su chocolate y sacó una llave del bolsillo.
—Tranquilo,
claro.
Abrió la
puerta y entraron. Posadas encendió las luces de neón blancas, que parpadearon
un rato antes de terminar de encenderse. Uno de los focos siguió temblando
intermitentemente. En la oficina había una mesa cubierta con una sábana. Y bajo
la sábana un bulto. Chacaltana se sobresaltó. Rogó al cielo que fuese sólo una
mesa.
—Yo... sólo
vine a recepcionar el documento corresp...
—El acta,
sí.
El doctor
Posadas cerró la puerta y se acercó a un escritorio. Empezó a revolver entre
los papeles.
Siguió
revolviendo. Chacaltana no podía quitar la mirada de la sábana. El médico lo
notó. Preguntó:
— ¿Lo ha
visto?
— ¡No! Yo...
recogí la declaración de los agentes a cargo.
— ¿Los
policías? Ni lo vieron.
— ¿Cómo?
—Le
ordenaron al dueño del local que guardase el cuerpo en una bolsa antes de
entrar. No sé qué puedan haber dicho.
—Ah.
Posadas dejó
por un momento de revolver entre sus papeles. Se volvió hacia el fiscal.
—Debería
verlo.
Chacaltana
pensó que la diligencia se estaba prolongando demasiado.
—Yo sólo
necesito el inf…
Pero el
médico se acercó a la mesa y quitó el velo. El cuerpo carbonizado los miró.
Tenía, en efecto, los dientes apretados, pero en poco más de ese bulto negro se
podía reconocer un origen humano. No olía a muerto. Olía como las lámparas de
keroseno. La luz parpadeó.
—No nos han
dejado gran cosa para trabajar. ¿Ah? —sonrió Posadas.
Chacaltana
volvió a acordarse de ir a ver a su madre. Trató de recuperar la concentración.
Se secó el sudor. No era el mismo sudor de antes. Era frío.
— ¿Por qué
lo tienen en obstetricia?
—Falta de
espacio. Además, da igual. La morgue ya no tiene congelador. Se fundió con los
apagones.
—Los
apagones acabaron hace años.
—No en
nuestra morgue.
Posadas
volvió a su escritorio con sus papeles. Chacaltana dio una vuelta alrededor de
la mesa tratando de mirar hacia otra parte. La incineración era irregular.
Aunque la
cara mantenía ciertos rasgos de cara, las dos piernas se habían convertido en
una única prolongación oscura. Del lado que quedaba hacia arriba emergían unas
protuberancias retorcidas, como ramas de un arbusto fosilizado. Chacaltana
sintió una arcada pero trató de disimular un acto tan poco profesional. Posadas
fijó en él dos ojitos achinados y desconfiados, como de rata.
— ¿Usted va
a llevar la investigación? ¿Y los cachacos?
—Los señores
de las fuerzas armadas —corrigió el fiscal— no tienen por qué intervenir. Este
caso no corresponde al fuero militar.
Posadas
pareció sorprendido de oírlo. Dijo secamente:
—Todos los
casos corresponden al fuero militar.
Había algo
de desafío en el tono de Posadas. Chacaltana trató de hacer valer su autoridad.
—Falta
efectuar las verificaciones del caso. Técnicamente, aún podría incluso tratarse
de un accidente...
— ¿Accidente?
Dejó escapar
una carcajada seca que lo hizo toser y miró al cadáver, como para compartir la
broma con él. Tiró al suelo el envoltorio del chocolate y sacó un paquete de
cigarrillos. Le ofreció uno al fiscal, que lo rechazó con un gesto. El forense
encendió uno, expulsó el humo con otra tos y dijo con tono serio:
—Varón entre
cuarenta y cincuenta años, según parece. Blanco, por lo menos blanquiñoso. Hace
dos días era más alto.
El fiscal
distrital adjunto se sintió en la obligación de mostrar frialdad profesional.
Sintió frío. Temblorosamente dijo:
— ¿Alguna...
pista sobre la identidad del occiso?
—No quedan
ni marcas físicas ni efectos personales. Si llevaba el DNI, debe estar por ahí
adentro.
Chacaltana
observó el cuerpo, que parecía deshacerse al mirarlo. Una pasta negra se le
impregnó en la memoria.
— ¿Por qué
descarta usted el accidente?
Posadas
parecía esperar la pregunta con orgullo indulgente, como un profesor ante el
niño tonto de la clase. Abandonó el escritorio, tomó posición a un lado de la
mesa y comenzó a exponer mientras señalaba varias partes del cuerpo:
—Primero lo
rociaron con keroseno y lo encendieron. Hay restos de combustible por todo el
cuerpo...
—Podría
haber perecido en un incendio. Alguien tuvo miedo de denunciarlo y escondió el
cuerpo. Los campesinos suelen temer que la policía...
—Pero no les
bastó con eso —continuó Posadas, al parecer sin oírlo—. Lo quemaron más.
Dejó que el
silencio diese un efecto más dramático a sus palabras. Su mirada de rata
esperaba la pregunta de Chacaltana:
— ¿Cómo qué
más?
—Nadie queda
así sólo porque le hayan prendido fuego, señor fiscal. Los tejidos resisten.
Mucha gente sobrevive incluso a quemaduras totales con combustible. Accidentes
de carretera, incendios forestales... Pero esto...
Aspiró el
humo y lo expulsó sobre la mesa, a la altura del rostro negro. Parecía fumar
él, ahí echado. La luz parpadeó. El médico concluyó:
—Nunca había
visto a nadie tan carbonizado. Nunca había visto nada tan carbonizado.
Volvió a sus
papeles sin tapar al occiso. Bajo una lámpara estaba el informe que buscaba. Se
lo pasó al fiscal. Tenía algunas manchas de chocolate en una esquina de la
hoja. Chacaltana le dio un rápido vistazo y constató que faltaban tres copias,
pero pensó que podría sacarlas él mismo, no sería una falta grave. Hizo un gesto
de despedida. Quería salir rápido de ahí.
—Hay algo
más —lo detuvo el forense—. ¿Ve esto? ¿Estas puntas como garras en el costado?
Son los dedos. Se retuercen así por efecto del calor. Sólo están de un lado. De
hecho, si se fija usted bien, el cuerpo está como desequilibrado. Es difícil
notarlo a primera vista en este estado, pero a este hombre le faltaba un brazo.
—Un manco.
Chacaltana
guardó el papel en su portafolio y lo cerró.
No. No era
manco. Al menos no hasta el martes. Hay residuos de sangre alrededor del
hombro.
— ¿Se había
herido, quizá?
—Señor
fiscal, le quitaron el brazo derecho. Se lo arrancaron de cuajo o lo cortaron
con un hacha, quizá lo serrucharon. Atravesaron el hueso y la carne de un lado
a otro. Eso tampoco es fácil. Es como si lo hubiera atacado un dragón.
Era verdad.
La parte que correspondía al hombro parecía hundida, como si ahí ya no hubiese
una articulación, como si ya no hubiese nada que articular. Chacaltana se
preguntó cómo lo habrían hecho. Luego prefirió no preguntárselo más. La luz
parpadeó de nuevo. El fiscal rompió el silencio:
—Bueno,
supongo que todo eso está registrado en el informe...
—Todo.
Inclusive lo de la frente. ¿Ha visto su frente?
Chacaltana
trató de preguntar algo para no ver la frente. Trató de pensar en algún tema.
El médico no le quitaba los ojos de encima. Finalmente, mintió:
—Sí.
—Su cabeza
parece haber estado más alejada de la fuente de calor, pero no por descuido.
Después de quemarlo, el asesino le marcó una cruz en la frente con un cuchillo
muy grande, quizá de carnicero.
—Muy
interesante...
Chacaltana
sintió un vahído. Pensó que era hora de irse. Quiso despedirse con un gesto
profesional, decoroso:
—Una última
pregunta, doctor Posadas. ¿Dónde se podría incinerar un cuerpo hasta tal grado?
¿En un horno de pan... en una explosión de gas?
Posadas tiró
al suelo el cigarrillo. Lo pisó y tapó el cuerpo. Luego sacó otro chocolate. Le
dio un mordisco antes de responder:
—En el
infierno, señor fiscal.”
Santiago Roncagliolo
(1975), escriptor, dramaturg i guionista peruà. Escriu sobre les pors.
En aquest
fragment del llibre “Abril rojo”, ens descriu un forense amant de la xocolata i
un cadàver amb un braç serrat... temes, entre d’altres, de les nostres lectures de aquest mes.
Abril Rojo
Santiago Roncagliolo
Alfaguara, 2006
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