24 d’abr. 2017

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“—¿El fiscal Chacaltana?
Un hombre bajito y de lentes, mal afeitado y con el pelo grasiento comía un chocolate a su lado. Su bata médica estaba manchada de mostaza, salsa criolla y una cosa marrón, pero mantenía los hombros limpios para disimular en su blancura la caspa que nevaba de su cabeza.
—Soy Faustino Posadas, médico legista.
Le extendió una mano manchada de chocolate, que el fiscal estrechó. Luego lo llevó por un pasadizo oscuro lleno de dolores. Algunas personas se le acercaban gimiendo, pidiendo ayuda, pero el médico las derivaba con un gesto a la primera sala, con la enfermera, por favor, yo sólo veo muertos.
—No lo había visto antes —dijo el médico mientras entraban en un pabellón nuevo, con otra sala de espera—. ¿Usted es de Lima?
—Soy ayacuchano, pero viví en Lima desde que era guagüita. Me trasladaron hace un año.
El forense se rió.
— ¿De Lima a Ayacucho? Debe haberse portado mal, señor Chacaltana... —luego carraspeó—. Si... me permite que lo diga.
El fiscal distrital adjunto nunca se había portado mal. No había hecho nada malo, no había hecho nada bueno, nunca había hecho nada que no estuviese estipulado en los estatutos de su institución.
—Yo pedí mi traslado. Mi señora madre está aquí y yo no había venido en veinte años. Pero ahora que no hay terrorismo, todo está tranquilo, ¿no?
El forense se detuvo ante una puerta frente a una sala llena de parturientas en el ala de obstetricia. Cambió de mano su chocolate y sacó una llave del bolsillo.
—Tranquilo, claro.
Abrió la puerta y entraron. Posadas encendió las luces de neón blancas, que parpadearon un rato antes de terminar de encenderse. Uno de los focos siguió temblando intermitentemente. En la oficina había una mesa cubierta con una sábana. Y bajo la sábana un bulto. Chacaltana se sobresaltó. Rogó al cielo que fuese sólo una mesa.
—Yo... sólo vine a recepcionar el documento corresp...
—El acta, sí.
El doctor Posadas cerró la puerta y se acercó a un escritorio. Empezó a revolver entre los papeles.
—Pensé que estaría por acá... Un momento, por favor...
Santiago Roncagliolo
Siguió revolviendo. Chacaltana no podía quitar la mirada de la sábana. El médico lo notó. Preguntó:
— ¿Lo ha visto?
— ¡No! Yo... recogí la declaración de los agentes a cargo.
— ¿Los policías? Ni lo vieron.
— ¿Cómo?
—Le ordenaron al dueño del local que guardase el cuerpo en una bolsa antes de entrar. No sé qué puedan haber dicho.
—Ah.
Posadas dejó por un momento de revolver entre sus papeles. Se volvió hacia el fiscal.
—Debería verlo.
Chacaltana pensó que la diligencia se estaba prolongando demasiado.
—Yo sólo necesito el inf…
Pero el médico se acercó a la mesa y quitó el velo. El cuerpo carbonizado los miró. Tenía, en efecto, los dientes apretados, pero en poco más de ese bulto negro se podía reconocer un origen humano. No olía a muerto. Olía como las lámparas de keroseno. La luz parpadeó.
—No nos han dejado gran cosa para trabajar. ¿Ah? —sonrió Posadas.
Chacaltana volvió a acordarse de ir a ver a su madre. Trató de recuperar la concentración. Se secó el sudor. No era el mismo sudor de antes. Era frío.
— ¿Por qué lo tienen en obstetricia?
—Falta de espacio. Además, da igual. La morgue ya no tiene congelador. Se fundió con los apagones.
—Los apagones acabaron hace años.
—No en nuestra morgue.
Posadas volvió a su escritorio con sus papeles. Chacaltana dio una vuelta alrededor de la mesa tratando de mirar hacia otra parte. La incineración era irregular.
Aunque la cara mantenía ciertos rasgos de cara, las dos piernas se habían convertido en una única prolongación oscura. Del lado que quedaba hacia arriba emergían unas protuberancias retorcidas, como ramas de un arbusto fosilizado. Chacaltana sintió una arcada pero trató de disimular un acto tan poco profesional. Posadas fijó en él dos ojitos achinados y desconfiados, como de rata.
— ¿Usted va a llevar la investigación? ¿Y los cachacos?
—Los señores de las fuerzas armadas —corrigió el fiscal— no tienen por qué intervenir. Este caso no corresponde al fuero militar.
Posadas pareció sorprendido de oírlo. Dijo secamente:
—Todos los casos corresponden al fuero militar.
Había algo de desafío en el tono de Posadas. Chacaltana trató de hacer valer su autoridad.
—Falta efectuar las verificaciones del caso. Técnicamente, aún podría incluso tratarse de un accidente...
— ¿Accidente?
Dejó escapar una carcajada seca que lo hizo toser y miró al cadáver, como para compartir la broma con él. Tiró al suelo el envoltorio del chocolate y sacó un paquete de cigarrillos. Le ofreció uno al fiscal, que lo rechazó con un gesto. El forense encendió uno, expulsó el humo con otra tos y dijo con tono serio:
—Varón entre cuarenta y cincuenta años, según parece. Blanco, por lo menos blanquiñoso. Hace dos días era más alto.
El fiscal distrital adjunto se sintió en la obligación de mostrar frialdad profesional. Sintió frío. Temblorosamente dijo:
— ¿Alguna... pista sobre la identidad del occiso?
—No quedan ni marcas físicas ni efectos personales. Si llevaba el DNI, debe estar por ahí adentro.
Chacaltana observó el cuerpo, que parecía deshacerse al mirarlo. Una pasta negra se le impregnó en la memoria.
— ¿Por qué descarta usted el accidente?
Posadas parecía esperar la pregunta con orgullo indulgente, como un profesor ante el niño tonto de la clase. Abandonó el escritorio, tomó posición a un lado de la mesa y comenzó a exponer mientras señalaba varias partes del cuerpo:
—Primero lo rociaron con keroseno y lo encendieron. Hay restos de combustible por todo el cuerpo...
—Podría haber perecido en un incendio. Alguien tuvo miedo de denunciarlo y escondió el cuerpo. Los campesinos suelen temer que la policía...
—Pero no les bastó con eso —continuó Posadas, al parecer sin oírlo—. Lo quemaron más.
Dejó que el silencio diese un efecto más dramático a sus palabras. Su mirada de rata esperaba la pregunta de Chacaltana:
— ¿Cómo qué más?
—Nadie queda así sólo porque le hayan prendido fuego, señor fiscal. Los tejidos resisten. Mucha gente sobrevive incluso a quemaduras totales con combustible. Accidentes de carretera, incendios forestales... Pero esto...
Aspiró el humo y lo expulsó sobre la mesa, a la altura del rostro negro. Parecía fumar él, ahí echado. La luz parpadeó. El médico concluyó:
—Nunca había visto a nadie tan carbonizado. Nunca había visto nada tan carbonizado.
Volvió a sus papeles sin tapar al occiso. Bajo una lámpara estaba el informe que buscaba. Se lo pasó al fiscal. Tenía algunas manchas de chocolate en una esquina de la hoja. Chacaltana le dio un rápido vistazo y constató que faltaban tres copias, pero pensó que podría sacarlas él mismo, no sería una falta grave. Hizo un gesto de despedida. Quería salir rápido de ahí.
—Hay algo más —lo detuvo el forense—. ¿Ve esto? ¿Estas puntas como garras en el costado? Son los dedos. Se retuercen así por efecto del calor. Sólo están de un lado. De hecho, si se fija usted bien, el cuerpo está como desequilibrado. Es difícil notarlo a primera vista en este estado, pero a este hombre le faltaba un brazo.
—Un manco.
Chacaltana guardó el papel en su portafolio y lo cerró.
No. No era manco. Al menos no hasta el martes. Hay residuos de sangre alrededor del hombro.
— ¿Se había herido, quizá?
—Señor fiscal, le quitaron el brazo derecho. Se lo arrancaron de cuajo o lo cortaron con un hacha, quizá lo serrucharon. Atravesaron el hueso y la carne de un lado a otro. Eso tampoco es fácil. Es como si lo hubiera atacado un dragón.
Era verdad. La parte que correspondía al hombro parecía hundida, como si ahí ya no hubiese una articulación, como si ya no hubiese nada que articular. Chacaltana se preguntó cómo lo habrían hecho. Luego prefirió no preguntárselo más. La luz parpadeó de nuevo. El fiscal rompió el silencio:
—Bueno, supongo que todo eso está registrado en el informe...
—Todo. Inclusive lo de la frente. ¿Ha visto su frente?
Chacaltana trató de preguntar algo para no ver la frente. Trató de pensar en algún tema. El médico no le quitaba los ojos de encima. Finalmente, mintió:
—Sí.
—Su cabeza parece haber estado más alejada de la fuente de calor, pero no por descuido. Después de quemarlo, el asesino le marcó una cruz en la frente con un cuchillo muy grande, quizá de carnicero.
—Muy interesante...
Chacaltana sintió un vahído. Pensó que era hora de irse. Quiso despedirse con un gesto profesional, decoroso:
—Una última pregunta, doctor Posadas. ¿Dónde se podría incinerar un cuerpo hasta tal grado? ¿En un horno de pan... en una explosión de gas?
Posadas tiró al suelo el cigarrillo. Lo pisó y tapó el cuerpo. Luego sacó otro chocolate. Le dio un mordisco antes de responder:
—En el infierno, señor fiscal.”



Santiago Roncagliolo (1975), escriptor, dramaturg i guionista peruà. Escriu sobre les pors.
En aquest fragment del llibre “Abril rojo”, ens descriu un forense amant de la xocolata i un cadàver amb un braç serrat... temes, entre d’altres,  de les nostres lectures de aquest mes.

Abril Rojo
Santiago Roncagliolo

Alfaguara, 2006

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