23 de nov. 2019

en terranova, 1



“¡Tranquilízate, hijo! Todavía hay mucha tierra que se esconde. Y hay tiempos en que progresa la ignorancia”

El último día de Terranova
Manuel Rivas
Alfagura, 2015
Página 70



Los libros y la libertad

Emilio Lledó

RBA Libros, 2014

páginas:  160


Entrevista al filosofo Emilio Lledó con motivo de la publicación de “Los libros y la libertad”, por Emma Rodríguez (Letras Sumergidas, 2014)
“Tiene 86 años y una mirada teñida de azul que parece sobrevolar por encima de todo aquello en lo que se detiene. Si algo me emociona de Emilio Lledó es su capacidad para seguir haciéndose preguntas y para seguir manifestando sorpresa ante las cosas del mundo. Las palabras, las expresiones, son para él una incógnita permanente. Le gusta profundizar en los sentidos de las palabras, extraer esos sentidos del fondo de la tierra y sacarlos a la luz como frutos nuevos, porque de tanto usarlas las palabras se adormecen, pierden su brillo original, no vibran. Y hay que tocar sus cuerdas, sus sonidos, para hacerlas renacer. Emilio Lledó lo hace constantemente. Le gusta jugar con el lenguaje, inventar términos que le conduzcan a los senderos cristalinos de la comprensión, esos que no están pisoteados, que parecen esperar a que nuestras huellas se fijen en ellos por primera vez, cuando se abre la mañana y aún no hay sombras ni peligros al acecho. ¿Qué quiere decir esto? Es el interrogante que abre una y otra vez el filósofo. A partir de ahí empieza a caminar, parándose a contemplar los latidos de todo lo que es nombrado, la fisonomía de los árboles, las hojas que caen y que le resultan tan evocadoras, la gente que camina a su paso, las letras que llenan los espacios, los huecos de la existencia.
No deja de asombrarse Emilio Lledó ante la contemplación de las manos: las manos que tocan, que perciben, que se mueven, que nos conectan con el exterior y con los otros, al  tiempo que rozan suavemente las diversas texturas de las emociones. Este diálogo que aquí se despliega tuvo lugar en dos tiempos, dos jornadas, diferentes, y en ambas ocasiones el autor de obras como “El silencio de la escritura”, “La memoria del logos” o “La filosofía hoy”, compartió el estimulante, enriquecedor, juego de inventar sus propias palabras. En ambas ocasiones se maravilló ante sus propias manos y las desplazó por la mesa tocando los lomos de los libros, la madera, con la conciencia de quien recibe un don que no ha de ser olvidado. En ambas ocasiones dejé su casa reconfortada por el encuentro con alguien que me hace creer en la buena vida, la vida vivida con entusiasmo, con intensidad, con pasión. Hay pasión en los ojos, en la manera de hablar, en los pasos ágiles, de este hombre lúcido cuyo secreto es la curiosidad, las ganas de seguir aprendiendo, el orgullo ante el trayecto recorrido y la actitud crítica: ese nunca darse por vencido, ese seguir defendiendo con ahínco las convicciones, esa rebeldía necesaria para decir no que nunca debe dormirse, aunque nos repitan una y otra vez que el “no” pertenece al territorio de los niños.
“Los libros y la libertad” (RBA), un abarcador compendio de artículos que funciona como un espejo múltiple donde se reflejan muchas de sus ideas y preocupaciones, es el último libro publicado de Lledó, pero es posible que muy pronto sus lectores podamos disfrutar de un nuevo ensayo en el que lleva trabajando largo tiempo sobre la amistad y el amor. De ello y de mucho más hablamos con calma durante dos mañanas: las horas transcurriendo raudas, la luz filtrándose por la ventana de un salón lleno de libros, esos libros amigos, compañeros, que en ocasiones, según dice, le hacen llegar la queja de no haber sido abiertos en mucho tiempo. Esa luz iba cambiando de posición y de forma, prodigiosa en su fugacidad, al hilo de las palabras.
Pregunta: Son muchas las ideas, las reflexiones contenidas en “Los libros y la libertad” que me han resultado luminosas, pero hay una parte especialmente reveladora, la parte en la que hablas de las primeras lecturas, de aquel profesor, don Francisco, que te enseñó a “viajar a las realidades paralelas de las ficciones”. ¿Dónde está el niño Lledó? ¿Qué imágenes de la infancia, de la memoria, guardas en tu particular cofre de los tesoros?
Respuesta: ¡Qué bonito es eso de particular cofre de los tesoros! Por supuesto que lo que uno ha vivido es el pequeño tesoro de la memoria. Lo he escrito ya muchas veces, podría decir que hasta la saciedad, pero sigo sin cansarme de decirlo. Somos memoria. Si empezáramos las mañanas en blanco sería terrible, sería la muerte del individuo, la muerte de la sociedad. A mí siempre me ha atraído mucho la Historia, la memoria histórica. Me interesa saber cómo fue mi país, qué ha pasado en mi país, incluso me interesa saber a qué país pertenezco y a qué país aspiro. Pero me has preguntado sobre mi infancia y debo decir que, aunque mi infancia transcurrió durante la Guerra Civil, yo fui un niño feliz. Un niño feliz a pesar de los bombardeos, a pesar de que por la noche dormíamos en la cueva de la casa, en el sótano, junto con otras familias que también colocaban allí sus colchones. Yo tendría entonces 9, 10, 11, años, y, a pesar de la angustia y del hambre -hambre relativa entonces, porque la verdadera la pasé ya en Madrid, después de la guerra- fui un niño feliz porque tuve un maestro, un maestro que me abrió un horizonte amplio, nuevo .
P: Da la impresión de que ese maestro está en el germen de lo que Emilio Lledó ha llegado a ser.
R: Sí. Don Francisco fue fundamental para un muchacho que quería escapar de aquel horror. Ni yo ni los niños de mi edad teníamos conciencia del alcance de lo que estaba sucediendo, no lográbamos entender del todo el porqué de la Guerra Civil. Lo único que yo percibía era la sensación permanente de que la vida era peligrosa. Siempre había angustia, peligro a mi alrededor. Recuerdo que mi padre, que era militar y estaba destinado al Regimiento de Artillería Ligera de Vicálvaro, donde vivíamos, me trajo una vez a Madrid y ese día yo vi muertos en la Gran Vía. Sonaron las sirenas y me refugié en un portal, pero al salir me di cuenta del espanto, de toda aquella gente que no tuvo tiempo de protegerse… Sin embargo, repito, ese maestro consiguió hacerme feliz. Aún tengo su imagen clarísima: era un muchacho alto, no creo que tuviese más de 30 años, uno de esos maestros de la República, de las Misiones Pedagógicas. Nos hacía leer varias veces por semana unas páginas de distintos libros. Hubo muchas lecturas, pero yo recuerdo el «Quijote» porque ahí nació mi amor por una novela que he leído más de 12 veces. Ese maestro nos hablaba a niños de 10 años de sugerencias de lectura y esa frase no la he olvidado nunca. Era una frase que abría nuestras mentes. ¿Qué nos podía inspirar “Don Quijote”, a nuestra edad, en el caos aquel de la guerra? Pues allí, con nuestros lapiceros, nos poníamos a escribir sobre las sugerencias que nos despertaba don Miguel de Cervantes.
P: ¿Ese disfrute del aprendizaje, de la lectura, prosiguió en tu formación?
R: No. Eso tan excepcional, esa sensación de felicidad, jamás se repitió en la universidad, ni siquiera en el bachillerato. Allí lo que hacía era aprender asignaturas, textos. Había profesores buenos, claro, y sería injusto si no dijese que en la universidad que yo padecí sobrenadaban algunas figuras, sobre todo los filólogos clásicos, que han sido la gran revolución de la cultura española de la posguerra. Ahí está la inmensa aportación de la Biblioteca Clásicos de Gredos, donde hay autores que no habían sido traducidos nunca. Yo me temo que dentro de cincuenta años, si siguen los planes de estudio así, no habrá nadie que sepa traducir griego o latín. Me apena esto y me apena pensar en la tradición triste, inquisitorial, que hemos padecido durante cuatro siglos, la repulsa a la libertad de conciencia. Al respecto hay una frase muy significativa en “Don Quijote”, la frase que el ex vecino Ricote, que fue expulsado porque era morisco, le dice a Sancho, con quien se encuentra cuando éste regresa de la Ínsula Barataria. Le dice algo así como que se había ido a Alemania porque allí la gente vivía como quería y porque en todas partes reinaba la libertad de conciencia. Siempre me sorprendió esa frase y más de una vez me he planteado de dónde sacó Cervantes esa idea típicamente luterana. Esa libertad de conciencia nos ha faltado en este país y don Francisco, mi maestro, en el fondo era un hombre que nos liberaba la conciencia, que nos hacía personas y nos daba libertad. Esa es la grandeza de la enseñanza. El ser humano es lo que la educación hace de él. Si a ti de pequeño te meten únicamente frases hechas en la cabeza; si te introducen lo que yo llamo grumos pringosos, ya no vas a poder pensar, ya no vas a poder ser libre, ni tener un espíritu creador, ni siquiera racional, dejando claro que en la enseñanza no sólo hay que cultivar la racionalidad. Otra de las cosas importantes que nos aportó ese maestro fue la educación de la sensibilidad. Nos animaba a pensar las palabras, a no asumirlas sin entenderlas. Sabía que sólo así podíamos salvarnos de la manipulación, de la agresividad a que conduce la falta de comprensión.
P: ¿A don Francisco le seguiste la pista?
R: Desgraciadamente no supe nada de él, ni siquiera recuerdo su apellido. Para nosotros era simplemente don Francisco. Lo único que sé es que vivía en Madrid y que iba a Vicálvaro en los autobuses de la empresa Fausto Dones. Vicálvaro era entonces un pueblo, estaba al otro lado del cementerio del Este y había que tomar esos autobuses de línea, los mismos que yo empecé a coger años después para venirme a estudiar a Madrid, a un colegio que dependía del Instituto Cervantes y que estaba en la parada entre Manuel Becerra y Ventas. Tal vez por eso mis padres se vinieron a vivir a principios de los cuarenta a la calle Bocángel, que está por ahí. Me encantaba esa palabra, me llamaba la atención, me sugería imágenes: la boca del ángel, ¡qué bonito! Yo entonces no sabía que hacía referencia al poeta Gabriel Bocángel. Más tarde, en un libro mío, “El surco del tiempo” puse el final de uno de  sus sonetos.
P: Tu padre fue republicano, soldado de la República. ¿Qué te enseñó? ¿Qué recuerdas de los años que viviste a su lado?
R: Sí. Fue capitán de la República y una persona culta, pese a tener una educación básica. Le gustaba mucho la pintura, de ahí mi afición a dibujar. Después de la guerra se puso a trabajar de contable en una empresa y murió muy joven. De ese tiempo recuerdo la miseria y el hambre. Para mí la palabra hambre no es una metáfora. Desde los años cuarenta hasta casi el año que muere mi padre, en el 50, en mi familia lo pasamos muy mal. Fue una época muy dura. No había qué comer en el Madrid de esos años. La gente modesta, humilde, como éramos nosotros, lo tenía muy difícil, y por eso yo me marché en cuanto pude. Hice el Servicio Militar, acabé la carrera y me fui a Alemania sin saber alemán. Apenas podía traducirlo un poquito, pero quería huir de este país por encima de todo. Mi padre ya había muerto y mi madre se fue a Andalucía con su familia, una familia que sin ser de terratenientes tenía cierto nivel. Le debemos todo a un tío campesino, labrador, que la acogió en el pueblo sevillano de Espartinas. A mis dos hermanos pequeños los metieron en un internado y yo primero me quedé en Madrid, dando clases particulares hasta que conseguí una beca del Colegio Mayor Guadalupe. En cuanto acabé la carrera salí pitando, tan pitando que estuve diez años fuera.
P: ¿Cómo fue el cambio, el impacto de llegar a un país, a una cultura totalmente diferente?
R: Yo me fui con una carrera acabada, como un emigrante privilegiado, no con una beca, como dicen algunas biografías por ahí, sino gracias a lo que había ahorrado dando clases particulares. Quería seguir estudiando allí y repito que prácticamente no sabía alemán. Al principio me entendía en francés con mis profesores, entre los que estaban Karl Löwith, Otto Regenbogen, Hans-Georg Gadamer. Ellos me consiguieron una beca  y más tarde, cuando se estableció la Fundación Humboldt, yo fui uno de sus primeros becarios. Volví en el cincuenta y cinco a España a casarme con Montse, mi novia de toda la vida, que desde pequeñita hablaba alemán por el empeño de mi suegro, que era médico, en que sus hijas aprendiesen otros idiomas, y regresamos a Alemania en plan de estudiantes. Fueron seis años maravillosos los que pasamos allí, una explosión de vida, de libertad, de soñar, de descubrir en Heidelberg la universidad que yo intuía desde que don Francisco me abrió la puerta de las sugerencias. ¡Qué diferencia! Aquí yo me moría de aburrimiento, de tristeza. Con todo el respeto para algún profesor bueno que había, el sistema era horrible: asignaturas, exámenes, apuntes, los dichosos apuntes. El otro día vi en un periódico un anuncio de una universidad privada que prometía que sus estudiantes encontrarían trabajo en la empresa privada. Me acordé de un texto de Walter Benjamin en el que dice que obsesionar a los muchachos durante la carrera con colocarse es la muerte de la vida intelectual. ¡Por favor! Dejen a los jóvenes que trabajen con ilusión en lo que les guste; que sueñen esos cinco o seis años. No les corroan el ánimo a muchachos de dieciocho años con el cebo estúpido de una colocación en una empresa. Cuando yo me fui a Alemania para mí fue un sueño de libertad encontrarme con una universidad donde no había asignaturas, donde no había exámenes “cuadriculantes”, ni libros de texto que te tuvieras que aprender. Los profesores impartían cursos interesantísimos, recomendaban lecturas, y los alumnos trabajábamos a partir de ahí, preparábamos los exámenes de una forma personalizada.
P: ¿La Alemania de Merkel no te ha decepcionado?
R: Yo soy muy crítico con ciertos aspectos de la Alemania actual, con su manera de hacer política y de actuar sobre el resto de Europa. Ahí no  puedo defenderlos, pero sí es verdad, como me dicen mis hijos, que mitifico un poco la Alemania de la cultura, la Alemania de la universidad, de la enseñanza pública. Allí no hay colegios privados que puedan competir con los institutos de enseñanza media, institutos donde se cultiva la sensibilidad. Volví a percibir todo eso desde muy cerca ya de mayor, en el ochenta y ocho, cuando viví en Berlín invitado por el Instituto de Estudios Avanzados. Qué distinto todo a la “cuadritulez”, una de las enfermedades de la cultura, de la educación española.
P: Nada indica que se vaya a cambiar el rumbo, todo lo contrario. El sistema educativo español va cada vez más encaminado en esa dirección.
R: Sí. No hay forma de salir de la monstruosa educación deformadora de los exámenes permanentes. Siempre, desde que fui profesor, he combatido el “asignaturismo”, el “examineísmo”. Los exámenes tienen que convertirse en algo marginal, en un control. Está claro que el estudiante de medicina tiene que ser examinado para saber si realmente está preparado. Lo suyo es algo muy serio, están en juego las vidas de las personas. Podemos pensar que en Filosofía y Letras no es tan necesario, que no se te va a morir nadie, aunque a lo mejor sí, se te mueren de la cabeza (risas). Pero volviendo a lo central, esta idea del control permanente es una cosa inquisitorial, absolutamente inquisitorial, y por supuesto castrante, aniquilante, porque el conocimiento, el “bienser”, se educa desde la libertad y la libertad se educa desde el diálogo, desde la apertura del diálogo con los otros y sobre todo con los libros. La lectura es el ejemplo más clásico de la libertad de inteligencia, de pensamiento. Leer es libertad, nos permite salir de nosotros mismos, de nuestro entorno pequeñito, y abrirnos a un universo nuevo.
P: La guerra, la dictadura, impulsó a  Emilio Lledó a huir a Alemania, ahora, tantos años después, muchos jóvenes se ven obligados a marchar al mismo lugar, pero no por una guerra sino porque aquí no hay trabajo ni futuro alguno.
R: Que los jóvenes se marchen hoy me parece algo lamentable, insostenible, un fracaso de la organización de la sociedad. No se ha sabido crear industrias, ámbitos de trabajo. Por un lado nos dicen que no hay dinero para eso, y por el otro se jactan, cuando les conviene, de que somos una potencia industrial. ¿Qué ha pasado aquí? Lo único que se ha promovido ha sido el “boom” inmobiliario. A mí me duele muchísimo que los jóvenes se vayan. En mis tiempos teníamos esperanza. A pesar de la miseria de la dictadura teníamos la esperanza de que este país daría un salto alguna vez hacia algo mejor, pero actualmente se ha instalado la desesperanza. Yo volví en el año sesenta y dos de catedrático de instituto a Valladolid. Mi mujer y yo habíamos hecho oposiciones y logramos juntar las dos plazas en la misma ciudad. Ella era catedrática de alemán y yo de filosofía. Trabajé duro, hice seis oposiciones, de las cuales gané cuatro y perdí dos. No pedí nada a nadie. Si hay algo que no entiendo es esa obsesión de la gente ahora por subir, por obtener tal o cual nombramiento. Yo estaría muy triste si tuviera que pelear por un puesto, si tuviera que hacer movimientos extraños para conseguirlo.
P: ¿Te has arrepentido alguna vez de haber vuelto?
R: No. Nunca me he arrepentido, en absoluto. Yo quería trabajar en mi país, contribuir a su mejora. Tal vez era una idea romántica, pero decidimos volver por eso. Lo que pasa hoy es diferente. Los  jóvenes que se van han vivido ya en el mundo de la esperanza, en el mundo de la democracia, y es descorazonador que se tengan que ir por obligación, sin haberlo elegido. Digo todo esto con tristeza y me da pena que ahora se esté dando marcha atrás, porque, pese a todo, el país había progresado mucho desde la Transición. Mis padres eran de un pueblecito cerca de Sevilla, de Salteras. Era allí donde me mandaban todos los veranos para salvarme del hambre de Madrid, a casa de mi madrina Fernanda, que no tuvo hijos. Ese pueblo, donde en aquella época sólo estudiaban cinco o seis chicos, tiene hoy dos colegios públicos, un instituto de enseñanza media y una biblioteca pública municipal. [He aquí un inciso. Esa biblioteca lleva el nombre de Emilio Lledó. Con la discreción que le caracteriza me dice que no hace falta dar el dato, pero en este caso no le hago caso y añado, además, que hace poco asistió a un homenaje en el que los colegiales del pueblo le regalaron un libro elaborado con sus impresiones sobre la visita de ese señor filósofo con el que comparten orígenes. Un libro que Lledó guarda con cariño, como una joya.]
P: El problema ahora es que la educación pública está siendo desmantelada.
R: Sí, estamos viviendo una vuelta atrás, una regresión que es inconcebible. Me llama la atención que los políticos digan que tienen buena conciencia, responsabilidad. No basta con decir eso. Si tienen responsabilidad que la demuestren cortando este retroceso terrible e inaceptable de la educación y de la sanidad pública. Es un retraso monstruoso. Me  cuesta mucho creer lo que se dice por ahí de que algunos ponen mucho interés en privatizar la sanidad porque familiares o amigos tienen intereses en lo privado. Si eso fuera verdad ese señor o señora tendría que dimitir automáticamente, dimitir política y también humanamente. Eso está por debajo de la dignidad. Aunque suene utópico, hay que ir hacia una auténtica regeneración y esa regeneración tiene que empezar en el coco. La verdadera revolución está en la cabeza. No hay peor corrupción que la de la mente; la económica va detrás. Hay un texto muy bonito de Aristóteles que dice que hay tres niveles en la vida humana: el nivel de la mente, el nivel del cuerpo, y el último, el más bajo, el de la economía, el del dinero. Qué duda cabe que el dinero es útil, importante, pero parémonos ahí, no olvidemos que es lo de menos.
P: Pero sucede que se ha roto el orden, que el dinero se ha colocado arriba y ha pasado a ocupar el nivel superior.
R: Exacto. Lo que dice Aristóteles es que cuando se coloca arriba, a la larga se hunde todo. Sólo las oligarquías sacan sus tajadas. A mí me escandaliza que un señor ministro de agricultura lo primero que haga cuando toma el poder es modificar la Ley de Costas. Una de las joyas que tiene nuestro país es el mar, la costa, las playas. Se habla del turismo, de la riqueza del turismo, pero se trata de una riqueza natural, por la que no hemos tenido que trabajar. El sol, el mar y las playas no son mérito nuestro. Nos lo han regalado y somos tan imbéciles que lo machacamos, lo corrompemos, lo hundimos. Este es un tema central sobre el que la sociedad tiene que tomar conciencia. No se puede admitir la mangancia de los políticos. Muchas veces no entiendo que se pueda votar a determinadas personas, a no ser que los que lo hagan asuman la corrupción, se enganchen a la chaqueta de esos corruptos a ver si obtienen algún beneficio.
P: Hay un texto que se incluye en “Los libros y la libertad” que resulta especialmente revelador. Pertenece a “La República” de Platón y en él se dice que los gobernantes tienen que dar y no recibir. “Serán ellos, los políticos, a quienes no esté permitido tocar el oro ni la plata, ni entrar bajo el techo que cubran estos metales, ni llevarlos sobre sí, ni beber en recipientes fabricados con ellos. Si así proceden, se salvarán ellos y salvarán a la ciudad. Pero si adquieren tierras, casas, dinero, se convertirán de guardianes en administradores trapisondistas y de amigos de sus ciudadanos en odiosos déspotas”, advierte el pensador. ¿Ahora más que nunca tenemos que volver a los clásicos griegos, recuperar la filosofía, esa materia que no sale nada bien parada en los nuevos planes de estudios?
R: Sin duda. Cuánta sabiduría hay en los clásicos. Platón dice que esos políticos se pasarán la vida odiando y siendo odiados, que se hundirán ellos y lo peor, hundirán a la ciudad a la que gobiernan. Yo pienso muchas veces, cuando escribo, qué quedará dentro de veinte o treinta años de esas palabras. Probablemente nada, tampoco importa. Pero qué maravilla estar tantos siglos en cartel como Platón, Aristóteles o don Miguel de Cervantes. Leerlos mucho tiempo después y deslumbrarte con ellos, con esto que decía Platón, con lo que escribió Aristóteles sobre la mano, para él como el alma, el instrumento de todos los instrumentos. “Pensamos y amamos porque tenemos manos”, decía.
P: Las manos conducen la lectura, pasan las hojas, pero ese gesto se pierde en el territorio de lo digital. No había encontrado una manera tan lúcida de exponer la diferencia entre los dos modos de lectura que la que expone Emilio Lledó en uno de los capítulos de “Los libros y la libertad”. Cuando se abren las páginas de un libro se toma conciencia del tiempo y del espacio -“el libro es el recipiente donde reposa el tiempo”- mientras que en la lectura digital no se tiene referencias de las calles por donde andamos.
R: Sí. Qué duda cabe que el mundo digital es todo un avance y que tiene virtudes estupendas. Qué duda cabe que en lo que respecta a la acumulación de datos, a las enciclopedias, a los diccionarios, puede resultar muy útil, pero la educación es otra cosa. La educación es sugerencia, amor a los libros, a estos objetos presentes que mis manos tocan. En “El surco del tiempo” yo dialogaba con Platón acerca de su idea de que lo real es la oralidad. Así es, pero hubo un momento en que alguien escribió y esa oralidad se asentó en el surco del tiempo. La oralidad es el presente, mientras hablamos compartimos un tiempo común, que nos acoge. Y por eso resulta maravilloso que yo pueda coger todos estos libros y dialogar con sus autores, no sólo con los clásicos, también con los modernos. Cuando yo pongo mis ojos en esos libros estoy dándoles vida a sus autores y recuperando un tiempo desaparecido. Eso es un prodigio. Los libros que he ido atesorando y que ahora me rodean son para mí como compañeros, tienen vida. Ahí está Kant, por ejemplo, que algunas veces se queja del tiempo que hace que no lo leo. Está claro que todos estos volúmenes podrían caber en un dispositivo electrónico, sin ocupar espacio alguno, como me dijo un amigo el otro día. Pues sí, pero eso ya es otra sensación, otro mundo, y, además, no podría concebir todas estas paredes vacías.
P: ¿Si tuvieras que elegir una época donde fuiste especialmente feliz, sería la de Alemania?
R: Sí y sobre todo los seis años de Heidelberg que viví con Montse, mi compañera de vida. Trabajó desde el principio a mi lado. Fuimos dos colegas. Recuerdo que cuando volví casado con ella mis amigos alemanes se quedaron sorprendidos porque no respondía a los tópicos que ellos manejaban por entonces de las españolas: bajitas y con peineta. Se encontraron a una mujer guapísima, que con tacones era más alta que yo y que hablaba alemán de corrido. Vivimos como estudiantes, en un piso de alquilados. Sin duda fue una época inolvidable, feliz, como también la de los años de catedrático de instituto en Valladolid y la que pasé en Tenerife, en la universidad de La Laguna, a la que llegué cargado de entusiasmo. Después saqué la cátedra de Historia de la Filosofía y nos fuimos a Barcelona.
P: ¿Se puede ser feliz a título individual viviendo en un presente tan detestable?
R: Todos necesitamos un rincón de felicidad, de amistad, de cariño. Eso es tan esencial como comer para los seres humanos, pero hay momentos en los que no podemos regodearnos en la propia felicidad como señoritos satisfechos, momentos en los que se impone luchar por algo que ponga freno a la infelicidad que nos rodea. El otro día leía una noticia que no tiene que ver con la infelicidad sino con la falsa felicidad. Leía que hay un hotel en Kuwait que cuesta  unos 1.500 euros por día. Pero, ¿quién puede tener necesidad de eso, qué falsificación de la mente se produce ahí? Incluso el muy rico, al que no le importe gastar ese dinero… ¿Qué sociedad hemos creado donde eso sea posible?
P: El tema de la felicidad siempre te ha interesado. Tienes un ensayo donde le das la vuelta, “Elogio de la infelicidad”. La editorial Errata Naturae acaba de publicar un libro sobre Epicuro donde se incluye un ensayo de Emilio Lledó, autor asimismo de una obra esencial para acercarse al clásico, “El epicureísmo”.
R: A mí me ha preocupado, me ha interesado mucho, el tema de la felicidad; primero personalmente, porque uno arranca siempre de sí mismo y yo, como te decía antes, no tuve una infancia feliz desde el punto de vista social, económico, a consecuencia de la guerra, pero tuve la suerte de encontrarme con ese maestro que me hizo ver que con la lectura, con el pensar, con lo que un niño podía imaginar, era posible compensar las tristezas, las escaseces y pobrezas de aquellos tiempos. Independientemente de eso el tema de la felicidad me ha parecido siempre esencial porque los seres humanos tenemos derecho a un poquito de felicidad, a ir más allá de la pequeñez de nuestras pequeñas vidas. Para ser felices hay que partir del bienestar, hay que estar bien y para estar bien hay que tener una vivienda, no pasar hambre, tener solucionada la vida del cuerpo, que es lo que realmente somos. Pero después hay que aspirar al “bienser”, una palabra que no se utiliza y que nos vamos a inventar ahora, aquí.
P: Epicuro hablaba de las necesidades básicas y exaltaba los placeres, pero hasta un punto.
R: Efectivamente. En mi opinión, la gran revolución de Epicuro, cuyo pensamiento no podemos conocer en toda su amplitud porque gran parte del mismo no se conserva porque es muy posible que fuera ideológicamente machacado, fue el descubrimiento de la felicidad del cuerpo. Su consideración del goce, del placer del cuerpo, como un bien, fue un descubrimiento extraordinario que tendría que haber sido ordinario, normal. Pero al mismo tiempo era crítico con los excesos, sí. En un mundo de miseria, en un mundo duro, como era el mundo griego, es comprensible que tener se asociara a la felicidad: tener ánforas era asegurar la sed del futuro y tener vestidos era asegurar el frío. Pero ya entonces Epicuro hablaba de cosas que se creía que eran necesarias sin serlo, de las que se podía prescindir.
P: El problema de los límites, ¿no? Tener hasta unos límites. Cuando se tienen cubiertas las necesidades básicas habría que ir hacia el “bienser” del que hablábamos. ¿Es esa la revolución pendiente, la que tendrían que acometer los hombres y mujeres de este siglo XXI?
R: Exacto. Y me gusta que recojamos esto del “bienser”, que ni siquiera está establecido como término técnico, mientras que bienestar sí. Las sociedades del denominado Primer Mundo ofrecen muchísimo más de lo que se necesita. Y esto fue intuido por Epicuro. Necesitamos lo esencial, pero nada más. Necesitamos respirar, vivir, comer, tener una cama, un techo, y también necesitamos sentir, vivir, gozar el cuerpo, contemplar. El otro día, cuando estaba con mis nietas en el parque de Berlín, aquí en Madrid, hubo un leve soplo de aire, más fuerte de lo normal, y casi nos inundaron las hojas, la caída de las hojas. Había una belleza extraordinaria ahí, al percibir que todo eso iba a  explotar dentro de seis o siete meses con la llegada de la primavera. Entonces yo me acordé del diálogo entre Glauco y Diomedes en la “Ilíada”, el pasaje en el que se habla de la caída de las hojas y de su reverberación, igual que sucede con las caídas en desgracia y el volver a levantarse de los hombres, más allá de sus linajes. Yo me acordaba de este pasaje de “La Ilíada” viendo caer las hojas, mientras mis nietas las recogían felices. Era consciente, y lo digo ahora que ya tengo una cierta edad, una inciertísima edad, de cómo estamos sometidos a ese tiempo de la naturaleza. Eso es maravilloso en el fondo y hay que asumirlo, pero hay que asumirlo con bienestar, con decencia.
P: Claro, pero cuando no se tiene para comer no hay espacio para pararse a ver caer las hojas de los árboles…
R: Así es. Cómo le vas tú a decir a un niño que está en África con hambre, o en cualquier otro sitio explotado, trabajando: “Mira, qué bonito, tienes que aprender música. Esto que suena es de Bach, de Juan Sebastian Bach”. No, eso es ridículo y  absurdo. Pero ese es un horizonte, es un horizonte que no sé cuánto tiempo tardaremos en alcanzar; las generaciones de hojas de árboles que tendrán que caer y que volverán a nacer en primavera que han de sucederse todavía. Pero ahí está el futuro. Estamos hechos para soportar el dolor, el sufrimiento, todo eso que también una cierta religión, una cierta educación cristiana, nos ha inculcado, pero también para la alegría, la felicidad, el equilibrio y ese bienestar enfocado siempre hacia un “bienser”, hacia esa idea, que puede sonar muy fantástica, de solidaridad, de cultura, de educación.
P: Pero, ¿cómo lo hacemos?, ¿cómo construimos hoy los nuevos pilares, cómo hacer frente a un poder que cada vez más se aleja de la igualdad, de la defensa de lo público?
R: Pues se trata de crear instituciones donde esa libertad, ese “bienser”, se pueda practicar. Hay que luchar por recuperar lo que hemos perdido y por llevarlo más allá, por conquistarlo enteramente, porque si no llegaremos a la aniquilación del país. Está claro que quienes nos gobiernan lo que quieren es meternos grumos en la cabeza. Pero esto de “no haga usted un pueblo sabio” ya viene de la tradición del despotismo. Hay que dejar a la gente que sea sumisa porque si usted la revoluciona y la libera mucho mentalmente pedirá cada vez más y eso es incómodo para una oligarquía que quiera mantenerse en el poder.
P: ¿Esa idea vale para retratar a la España actual?
R: Sí. Ahora mismo, aquí en nuestro país, más que una democracia vamos rápidamente hacia una oligarquía democrática. Lo que se había conseguido con todas las dificultades en estos últimos decenios está paralizado, incluso se está rebobinando y eso es política, social, individual y colectivamente, una catástrofe. ¿Con qué intención se hace? No cabe otra que la intención oligárquica, de desigualdad. Volviendo a la educación, por ejemplo, hay un texto en La Política de Aristóteles que dice que la enseñanza debe ser cosa del Estado, que el dinero no puede ser privado, pero habría que luchar por un Estado que fuera clarividente, que fuera ilustrado. Un Estado opuesto al fanatismo, al sectarismo, a la clausura, a la vaciedad mental. Estuve hace poco en Canarias, en unas jornadas sobre los valores de la Democracia, y allí reflexioné sobre lo que significa poner en valor, una expresión tan de moda últimamente. Pero, ¿eso qué es? A lo mejor lo que algunas personas quieren que se ponga en valor puede ser fruto del egoísmo, de la codicia de unos pocos, y no tiene porque interesarnos como sociedad. Hay valores que no pueden ser los de las personas decentes. Y no se trata de hablar de santidades. A mí eso de la santidad no me va. La palabra santidad en sí misma, es una palabra que me inquieta. La decencia es algo mucho más modesto que eso. Se trata de no engañar por sistema, de no corromper por sistema. Lo terrible es que muchos de estos “engañadores”, de estos “corrompedores”, no tienen conciencia de que engañan y piensan que lo que tienen que hacer es poner en práctica esas determinadas cosas que les han metido en las cabezotas. Últimamente he pensado mucho que una de las consecuencias más graves de la ignorancia, de la codicia, es que provoca odio y agresividad. El bruto, el monolítico mental, no tiene más solución en un momento de apuro que la agresividad. Las dictaduras globales o las pequeñas dictaduras personales, sociales, familiares; esas situaciones opresivas que no te dejan vivir, que te inquietan, te coartan y comprimen, son fruto de la ignorancia, llevan a la agresividad y en un momento determinado, como ocurrió en el treinta y seis, pueden alimentar un golpe de Estado. Hay momentos en los que se crean, en los que se justifican agresividades, partiendo de una ideología, de una ideología atascada, y eso hay que evitarlo por todos los medios.
P: Los principios éticos recorren la obra de Emilio Lledó. Ahí están títulos como “Memoria de ética” o “El origen del diálogo y de la ética”. Los ideales del hombre decente, el que sigue soñando, creyendo en un mundo más igualitario, son resaltados una y otra vez. Pero a ese hombre decente hoy se le está pisoteando. ¿Por qué ha caído el mundo en manos de tantos hombres y mujeres indecentes?
R: Esa es la gran pregunta y la verdad es que no sé cómo responderla. Si yo, a pesar de todo, me puedo sentir un hombre feliz, es porque, aunque pueda haber cometido errores a lo largo de mi vida, cómo no, siento que soy aquel que con veintidós años cogió su maletita de cartón y se marchó a Alemania. Me parece que sigo siendo el mismo y ese hilo de coherencia me da felicidad. Puedo haberme equivocado algunas veces, pero no me avergüenzo, estoy orgulloso de mi trayecto y ahora que ni siquiera estoy en la Tercera Edad, que mi sitio es ya el de la esperanza de vida, eso no me impide seguir trabajando, seguir teniendo ilusiones. Todavía tengo la ilusión de ver de qué manera podemos echar a los corruptos del poder, porque allá ellos si tienen sus mentes corrompidas, pero lo malo es que tienen poder y condicionan nuestras vidas, nos determinan, nos cambian, nos “infelicean”, valga esta expresión que sé que los académicos no me permitirían (risas).
P: Pero ¿cómo se les echa? Produce mucha frustración comprobar la impunidad de tantas acciones inmorales.
R: No votándoles jamás, jamás. Algunos dirán que nunca se puede saber el grado de corrupción a que puede llegar un político, pero es que incluso sabiéndolo en ocasiones se ha seguido apoyando a ese tipo de personajes. La ignorancia hace que mucha gente se crea titulares de periódico totalmente falsos. Ahí está la importancia de la educación. Una y otra vez me paro a reflexionar sobre el alcance de los ladrillos que se meten en las cabezas. El problema es por qué hay personas que quieren creer determinadas cosas; por qué somos como somos; por qué pensamos como pensamos; por qué somos tan diferentes cuando la estructura de la mente es la misma en todos. Esto es algo que me ha preocupado siempre y me sigue preocupando.
P: Siempre llegamos a la ignorancia, a la falta de educación, como raíz de todos los males.
R: Sí, la ignorancia, el egoísmo y la codicia. Pero si no se necesita tanto para vivir, pero si no hacen falta tres yates y cinco casas. ¿Tan difícil resulta entender esto?
P: Leo en uno de los textos incluidos en “Los libros y la libertad”: “Si se analizan los momentos más reaccionarios de la historia de España descubrimos el rechazo, por no decir el odio, hacia la cultura y, por supuesto, hacia la formación y educación de los ciudadanos. Se llegaba a tales extremos de oscurantismo que existen testimonios escritos que bendicen la inopia en que hay que mantener al pueblo, que si se hace inteligente no se deja mandar y es capaz de imponer sus malhadados deseos”. ¿ Ahora mismo estamos claramente en un momento reaccionario de la historia de España?
P: Sí. Lo que sucede ahora es que la oligarquía quiere mantener sus ventajas. Hay un texto muy interesante de Machado en su “Juan de Mairena”, un libro que habría que utilizar como educación para la ciudadanía, que dice algo así como que no serían los obreros, como algunos podrían creer, los que se reirían al escuchar el nombre de Platón; que la que se reiría sería esa oligarquía indigna, estropeada por el bajo nivel de nuestras universidades y por el pragmatismo eclesiástico, enemigo de las grandes actividades del espíritu. Eso lo dijo Machado. Ese pragmatismo, esa “practiconería”, ese “amigantismo” [palabras del particular diccionario Lledó], ha corrompido a toda una parte del país, pero, pese a todo, yo tengo esperanza. El otro día tuve una experiencia preciosa, paseaba por las calles de Sevilla y un señor que yo no conocía para nada se acercó a mí, me dio la mano y me dijo: “Don Emilio, que viva usted doscientos años”. Llegar a los doscientos sería algo muy aburrido, pero unos cuantos años más si me gustaría vivir para ver cómo logramos cambiar todo esto.
P: “Todavía cabe esperar”, es uno de los mensajes de Lledó. ¿Consideras que estamos en puertas hacia otra cosa, se puede vislumbrar ya algo nuevo, mejor?
R: Sí. Yo creo que sí. Yo confío en la juventud. Los casos de corrupción, la corriente de las actuales políticas a nivel europeo, están despertando las conciencias. Un despertar que pone de manifiesto que por ese camino no se va a ninguna parte, que ningún país organizado por sinvergüenzas puede tener futuro. Por eso hay que impedirlo, hay que luchar por todos los medios para que la degeneración mental no se transmita a la sociedad, para que ningún degenerado, y lo digo con todas las palabras y las letras, pueda tener poder. “Corruptos a la calle”, esa es la única solución ante lo que está pasando. Es muy importante que la sociedad reaccione y por eso a mí me parece interesantísimo el surgimiento de movimientos sociales, de plataformas cívicas. Pienso, por ejemplo, en cómo determinados sectores de la sociedad se han escandalizado ante los escraches, hasta el punto de criminalizarlos. Pero, ¿no estamos sometidos a muchos más escraches políticos por la degeneración de una política anti-público, defensora de un liberalismo que no tiene ningún sentido, que se basa en la defensa de los privilegios de quienes ostentan el poder? Naturalmente que esa gente no quiere que eso sea controlado por nadie. Aquí no puedo evitar volver a repetirme: lo público es la esencia de la democracia y la cultura es la esencia de lo público y de la democracia. Por eso hay que empezar a construir desde la escuela, una escuela que tiene que ser igualitaria y pública. El dinero no puede determinar los niveles de la educación.
P: Pero hace ya tiempo que la cultura está siendo vapuleada. Vivimos en los tiempos de los mercados, donde sólo vale lo que puede ser cuantificado, el espectáculo, la televisión basura…
R: Sí, yo sé mucho de todo eso. Hace unos años presidí un comité [2004-2005: Consejo de Sabios, llegada de José Luis Rodríguez Zapatero al poder] que pretendía iniciar una reforma de los medios de comunicación públicos, de la RTVE. Pasé diez meses de mi vida estudiando la televisión, leyendo libros en todos los idiomas sobre el tema, pero hubo quienes me criticaron porque no entendían que, dado mi papel, no tuviese una televisión en casa. ¿No basta con haber visto un solo programa basura para saber lo que es?, me preguntaba yo. Entregué diez meses de mi vida gratis, como el resto de mis compañeros, porque sentí que era mi deber y no me arrepiento de haber entregado ese tiempo, pero no han faltado quienes me han dicho que fuimos tontos por no cobrar. En esta sociedad los que no se lucran son considerados tontos, pero en realidad la gran desgracia es la obsesión por el dinero.
P: ¿Crees que llegará un día en que el dinero vuelva a ocupar el lugar que le corresponde?
R: Yo cada vez estoy más convencido de que la cultura es la salvación, la cultura a través de la educación, desde niños. Somos agua, aire. Sin estos elementos no puede haber tecnología, sin estos elementos adiós máquinas digitales. Somos naturaleza, pero al mismo tiempo los seres humanos inventamos otros principios fundamentales parecidos al agua, al aire, al fuego, a la tierra. Esos principios son: la justicia, el bien, la verdad, la belleza. Esos son nuestros tesoros, esa es la cultura. Ahí está el camino. Lo demás es miseria, codicia, corrupción, degeneración, la vuelta a la caverna en el sentido más siniestro de la palabra. Los políticos que no entiendan eso tendrían, si son decentes, que dejarlo, pero si son indecentes es la sociedad la que tiene que echarlos. Hay que fomentar la conciencia crítica. Todos somos filósofos. El principio, la línea primera de la Metafísica de Aristóteles dice que todos los seres humanos tienden por naturaleza a entender, a saber; luego algunos leemos a Kant, pero todos queremos saber en qué consiste vivir y es la educación la que tiene que saciar esa necesidad de cultura que llevamos dentro. Yo no me canso de maravillarme ante las preguntas de mis nietas, preguntas que me recuerdan a las que me hacían mis hijos de pequeños. Es prodigiosa esa frescura innata de los niños y es una lástima que caigan en colegios donde les meten una ristra de frases hechas que los empobrece mentalmente. La educación es fundamentalísima.
P: Pese a todos los avances en el terreno de la ciencia, de la tecnología, tenemos la sensación de vivir en una época oscura. Es cierto que no podemos perder la perspectiva, que ha habido etapas de total desolación: guerras, catástrofes, pestes, hambrunas; pero, sin embargo, si hay algo que caracteriza el presente es la falta de ilusión en el futuro, la decepción, la frustración. En otros momentos, pese a la gravedad de los acontecimientos, se creía en el avance, en ir a mejor, pero ahora…. ¿Cómo lo ves?
R: Yo pienso que la falta de perspectiva la tienen quienes minimizan los males del presente recurriendo al pasado y sus terrores. Hoy vivimos mucho mejor, tenemos unos adelantos médicos, técnicos, estupendos. Pero precisamente por todo eso resulta más incomprensible que no estemos mucho más avanzados en lo que atañe al fluir de las ideas, de la mente. Tenemos muchas ventajas que no teníamos en el XIX, ni a principios del XX. Nuestra situación es totalmente diferente, no vale establecer comparaciones. Yo recuerdo qué infelices, inquietos, intranquilos, podíamos estar los docentes y los estudiantes, en la época en que yo fui profesor de universidad, después de la Guerra Civil, pero estábamos llenos de ilusión, de esperanza. Sabíamos que eso no podía seguir así, que era una dictadura y que la dictadura no abría camino para nada, salvo para favorecer a una oligarquía económica o religiosa. Pero ahora, con todo el progreso alcanzado, tendríamos que tener al menos la misma  esperanza que yo tenía hace cincuenta años. Y no la tenemos. Ahora, en un mundo tan positivamente esperanzado en adelantos técnicos, estamos en la desesperanza, porque no sabemos hacia dónde nos lleva todo esto. Hace unos días escuchaba a un señor en una tertulia de la radio diciendo que lo único en lo que creía era en la ley de los mercados. ¿Qué ley de mercados? Que estas grandes empresas que han estado engañando, confundiendo, robando, a la gente, sean las que tengan que merecernos confianza es una barbaridad. El neoliberalismo supone el dominio de los que han tenido mejores posibilidades de educación para imponerse a los otros. No hay igualdad y por eso es detestable. La esencia de un verdadero liberalismo tendría que ser la lucha por la igualdad, que era un término técnico muy bonito, la igualdad de oportunidades, y ha quedado como una frase ahí flotando, perdida en el aire. Sin embargo, en un momento dado fue inventada. Se ve que la sentíamos como una necesidad. No. No cabe hacer comparaciones con el pasado. Esperábamos otras cosas para la época que vivimos.
P: Se han frustrado las expectativas, sí. ¿Resulta demasiado utópico pensar que deberíamos estar dando el salto hacia el “bienser”, llevando los logros de las sociedades avanzadas al Tercer Mundo?
R: No, para nada. Sin duda debería ser así. Pero a los gobernantes del mundo no les interesa lo que hemos logrado, prefieren instaurar la división entre dos lados: las oligarquías y las masas; el poder de la democracia oligárquica y el resto. Y lo grave es que con las educaciones que se aplican lo que se está paralizando es la libertad de pensar, la libertad de crear, de vivir. Si la gente está angustiada porque no tiene dinero, porque no tiene trabajo, sólo piensa que tiene que liberarse de eso.
P: Y la angustia, las dificultades del presente, provocan un miedo que lleva a la parálisis, a la no acción.
R: Sí. Ese miedo paraliza, se crean sectores que tienen miedo de los otros y eso conduce a la agresividad de la que hablaba antes y que a mí me parece muy peligrosa. Es una agresividad que se diluye, no hace falta dar golpes de Estado. En el siglo pasado hubo dos guerras feroces que empezaron en Europa. Aunque luego se universalizaron, nacieron aquí, en países que parecían tan ilustrados. Ahora sería muy triste que estuviésemos viviendo una tercera guerra soterrada, sin necesidad de cañones. Yo espero, confío, que la catástrofe se acabe parando. Me duele que los países del Norte sientan ese desprecio por el Sur. Me duele esa Europa en la que los del Norte piensan que ellos son los trabajadores, pero es que incluso algún político catalán ha llamado haraganes a los andaluces. A muchos de los primeros emigrantes, de las masas de obreros españoles que llegaban a Alemania en la posguerra, yo les di clases de alemán. Muchos eran del Sur, de Andalucía, de Extremadura, y tengo que decir que pocas veces he visto tanto talento, tanta capacidad y ganas de aprender. Esos muchachos andaluces, tan perezosos, según los estereotipos, cogían un hatillo y se marchaban a ciudades como Frankfurt, cuya sola pronunciación ya resulta terrible. A los países del Norte no les perdono el sostenimiento de esos topicazos, de esas mentiras. Pero es que ahí sigue hablando la ignorancia, igual que en la imagen de la españolita con peineta a la que me refería antes. Esos chicos a los que yo di clases de alemán tuvieron un gran mérito porque habían nacido con un no de plomo en la cabeza: no al pan, no a la cultura, y cogieron el hatillo y se fueron a Alemania y a otros países europeos. Que me hablen de la pereza andaluza, antes y ahora, es algo que me revuelve.
P: ¿Hasta qué punto Europa está dando la espalda a las fuentes de su memoria, al germen de su cultura, al humillar como lo está haciendo a los pueblos del mediterráneo, a Grecia, a Italia, a España?
R: No tiene sentido la lucha entre el Norte y el Sur. Yo leo bastante prensa extranjera, no todos los días, pero sí con frecuencia. Y lo que leo sobre mi país me avergüenza y me da rabia porque es injusto. Nuestro país, como decía Machado, es mucho más luminoso y clarividente de lo que se nos quiere presentar, pero, claro, tenemos una clase política de desclasados, nunca mejor dicho. Una clase política que sólo se considera a sí misma, que no fluye, que no se solidariza, que no se siente común con el resto de la sociedad. Y, por otro lado, ésta es una época muy especial. Nunca ha habido tantas posibilidades de comunicación, nunca ha habido tantas posibilidades de tener y de crear bienes.
P: Pero el problema es que esas posibilidades se están utilizando para todo lo contrario, para la destrucción, por decirlo de algún modo.
R: Claro que sí. Por ejemplo lo que está sucediendo con la sanidad en este país es un crimen social. Haber alcanzado lo que hemos tenido a nivel sanitario era positivísimo, pero no nos han dejado seguir disfrutándolo. Nos están inoculando el virus de la tristeza. Y lo mismo sucede en la educación. No la mejoran, la destruyen. Y ahora la nueva ley de Seguridad Ciudadana. Por todo eso hay que pedir responsabilidades. Tenemos que tener memoria. Todo eso no tendría que estar ocurriendo en el nivel de desarrollo que habíamos alcanzado. No era previsible, no lo esperábamos, no corresponde al curso temporal. El otro día veía una definición del diccionario de la Academia que se me ha quedado en la memoria, una definición de la palabra curso que me encantó: “movimiento del agua o de algún líquido que en masa continua se desplaza por un cauce”. Fíjate qué precisión, qué bonito, qué poético. Pues lo que está pasando aquí es una masa discontinua. Cuando iba fluyendo la vida, la esperanza, los bienes indudables que habíamos alcanzado, han llegado los señores controladores de esos bienes y los han querido convertir en mercancía, paralizarlos en su provecho olvidándose del resto, y esto quiere decir olvidarse de la educación, olvidarse de la ciudadanía, olvidarse de todos los logros sociales conseguidos.
P: Cada vez estamos más informados, pero, ¿realmente es así? ,¿hasta qué punto tanta información nos confunde?
R: Es evidente que vivimos en una sociedad muy interesante porque abunda la información. Actualmente hay más medios que nunca para comunicar, pero también para manipular, y ahí está el peligro. Las palabras, las informaciones pueden convertirse en tacos de madera que se quedan en el cerebro, que no nos permiten fluir, que nos coagulan las neuronas. La manipulación puede hacer mucho daño. Pienso, por ejemplo, en lo mucho que se habla últimamente del sacrificio y de la responsabilidad colectiva para asumir los recortes de lo público. Recuerdo que alguien dijo que la patria es el refugio de los canallas, porque muchas veces los individuos no se paran a pensar en lo que significa. Se limitan a seguir al que les empuja a defenderla sin saber qué es realmente. Y cuando no se tiene sentido crítico, cuando no ha habido sugerencias de lectura, cuando no se ha ahondado en el sentido de las palabras, es muy fácil lanzarse, caer en la agresividad.
P: ¿En qué está trabajando ahora Emilio Lledó?
R: En un ensayo que podría titularse “Filia. Una historia del amor y la amistad”. Llevo trabajando tanto tiempo en él que ya me da vergüenza nombrarlo. Lo tengo prácticamente hecho, pero necesito disciplinarme, aislarme para terminarlo. Yo creo que con un poco de tranquilidad, si soy avaro de mi tiempo, podría estar listo para mediados de año.
P: La amistad es fundamental para alcanzar la felicidad. Eso también lo tuvo claro Epicuro.
R: La historia de la amistad es una historia larguísima. Los hombres se amaron antes de que supieran qué era la justicia. El amor fue casi el primer empuje democrático, porque la amistad surgió en un ámbito familiar: los amigos eran los parientes, los que tenían la misma sangre. Eso se rompió con la democracia griega. Entonces la amistad, el amor, las relaciones afectivas se inventaron, se construyeron. Empecé a hacer una historia de todo eso y tengo una montaña de trabajo, pero me di cuenta de que hoy no cabe hacer un libro erudito de mil páginas y me puse a buscar mis ideas propias, originales. Soy consciente de que se trata de un tema trillado, machacado, algunas veces genialmente estudiado por una tradición filosófica y literaria y otras cargado de vulgaridades y de tonterías. Yo no quisiera participar de las tonterías y por eso me lo he tomado con tanta exigencia.
P: Sin duda es un asunto importante. No podemos vivir sin afecto, pero, sin embargo, se suelen poner otras muchas cosas por delante.
R: Sin duda que es importante. Y lo es porque somos lenguaje y amor. Somos lenguaje y cariño, lenguaje y afecto. Lo que pasa es que el lenguaje tiene códigos, gramáticas, sintaxis, fonéticas, fonologías,  mientras que el amor vive su vida, sin necesidad de reglas. Hay un código básico de la amistad, eso sí, basado en la decencia, en no engañar. Eso ha quedado dicho desde la ética nicomáquea de Aristóteles, pero no hay una normativa tan clara, tan maravillosa, tan precisa y al mismo tiempo tan “fluyente” como la del lenguaje. Dejando eso al margen, lo cierto es que somos seres humanos que a través de la cultura hemos descubierto qué es el amor, qué es la amistad, y hemos descubierto la importancia de las palabras, del lenguaje, de la literatura, de la escritura. Lenguaje y afecto son dos fenómenos radical y esencialmente humanos. Están en la raíz misma de la naturaleza, también en los animales, los mamíferos. La madre de unos cachorritos los ama. No sabe que los ama, pero sigue su instinto, un instinto que está ahí, que es como un amor que nos ha enseñado la naturaleza antes de que llegáramos a reflexionar sobre su sentido.
P: ¿Son estos buenos tiempos para el cultivo de la amistad, no hay demasiados intereses de por medio?
R: Sí. Todo va bien cuando nos referirnos a intereses en el sentido de afinidades, de compartir los gustos, las aficiones, los pensamientos comunes con el otro. Ese es el sentido positivo del término. Desde ahí se puede llegar a un nivel de sublimación de la amistad. Hay un texto en la “Magna Moralia” de Aristóteles que dice que igual que cuando yo quiero ver mi rostro me tengo que mirar en un espejo, cuando quiero ver quién soy, qué soy, cómo me siento, para qué soy, tengo que mirarme en el rostro de un amigo, porque el amigo es el álter ego. El famoso álter ego viene de ahí. Yo estoy trabajando ahora en lo que quiere decir ese término tan bonito, tan literario, al tiempo que estoy profundizando en por qué la amistad es lo más necesario de la vida, de dónde parte esa necesidad de amistad. Pero volviendo a lo que me preguntas, a ese interés que tiene que ver con el aprovechamiento de la amistad para conseguir favores, te digo que yo a quienes así se comportan no los llamo amigos, los llamo amigantes, que tiene que ver con mangantes.
P: ¿Has tenido grandes amigos? Se dice que grandes amigos, de esos que se mantienen a lo largo de toda la vida, hay muy pocos.
R: Sí. Yo puedo decir que tengo dos o tres grandes amigos, que afortunadamente sé lo que es la amistad y también sé lo que es el amor. Esta necesidad que tenemos de amor es un indicio de que estamos vivos, de que la amistad es una necesidad, igual que el entenderse con las palabras y el leer.
P: ¿A qué autores vuelves siempre, qué lecturas no puedes olvidar? Siempre nombras a Kant.
R: Sí. A Kant lo he estudiado mucho y me sigue interesando. Vuelvo siempre a la ética nicomáquea de Aristóteles, a sus libros de Historia Natural. Y también he leído muchísima literatura. Uno de los mayores gozos que recuerdo fue leer “La montaña mágica” en alemán. Yo la había descubierto de joven en la versión española de Mario Verdaguer y confieso que me gustó mucho, pero cuando volví a ella en su lengua original, fue algo inolvidable. También te puedo citar a Rilke, a Goethe… Leo muchísima poesía. El otro día estaba repasando, por ejemplo, el “Romancero gitano” de Lorca. Resulta que coincidí con unas amigas hace poco, hablábamos del otoño y yo les recité de memoria unos versos: “El otoño vendrá con amapolas,/ uva de niebla y montes agrupados”. Una de ellas me dijo, con razón, que las amapolas no eran flor de otoño y entonces fui a comprobarlo y, efectivamente,  en vez de amapolas el poeta había escrito “caracolas”. “El otoño vendrá con caracolas”. Yo ya había hecho una explosión absurda contra la naturaleza. Una mala jugada de la memoria (risas). Podría seguir recitando otros versos del “Romancero”. No me cuesta memorizar. Y también leo mucha poesía griega, por ejemplo a Safo.
[La poesía va poniendo fin a la conversación. Lledó levanta una pequeña montaña de papeles y aparece una edición bilingüe de Kavafis. Señala que el otro día le regalaron un libro de Juan Ramón que le devolvió a sus versos y confiesa acudir mucho a Machado. Las manos vuelven a captar su atención. "El tacto, esta maravilla del cuerpo”, señala mientras se las pone delante de los ojos. Y sigue recreando los pensamientos de Aristóteles. "Un hombre piensa porque tiene manos y ama porque tiene manos. La mano es como el alma, todas las cosas. La capacidad de movilidad de la mano la  convierte en una especie de frontera móvil que nos pone en contacto con el mundo, con los otros. Pero ahora, con esto de las nuevas tecnologías, yo no veo más que dedos, deditos desplazándose sobre las pantallas de los móviles y tabletas. Yo creo que si seguimos así dentro de varios siglos tendremos un muñón afilado con un dedo”. Se ríe Lledó al decir esto último. Reímos ya en la despedida. Al salir, en la calle, me fijo en los árboles y toco sus troncos lentamente, sus asperezas, su robustez. Me prometo detenerme ante la caída de las hojas, ante los ecos, los sentidos, los latidos de las palabras. Es el efecto Lledó.]





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