“¡Tranquilízate, hijo! Todavía
hay mucha tierra que se esconde. Y hay tiempos en que progresa la ignorancia”
El
último día de Terranova
Manuel
Rivas
Alfagura, 2015
Página 70
Los libros y la
libertad
Emilio Lledó
RBA Libros, 2014
páginas: 160
Entrevista al filosofo Emilio
Lledó con motivo de la publicación de “Los
libros y la libertad”, por Emma
Rodríguez (Letras Sumergidas, 2014)
“Tiene 86 años
y una mirada teñida de azul que parece sobrevolar por encima de todo aquello en
lo que se detiene. Si algo me emociona de Emilio
Lledó es su capacidad para seguir haciéndose preguntas y para seguir
manifestando sorpresa ante las cosas del mundo. Las palabras, las expresiones,
son para él una incógnita permanente. Le gusta profundizar en los sentidos de
las palabras, extraer esos sentidos del fondo de la tierra y sacarlos a la luz
como frutos nuevos, porque de tanto usarlas las palabras se adormecen, pierden
su brillo original, no vibran. Y hay que tocar sus cuerdas, sus sonidos, para
hacerlas renacer. Emilio Lledó lo
hace constantemente. Le gusta jugar con el lenguaje, inventar términos que le
conduzcan a los senderos cristalinos de la comprensión, esos que no están
pisoteados, que parecen esperar a que nuestras huellas se fijen en ellos por
primera vez, cuando se abre la mañana y aún no hay sombras ni peligros al acecho.
¿Qué quiere decir esto? Es el interrogante que abre una y otra vez el filósofo.
A partir de ahí empieza a caminar, parándose a contemplar los latidos de todo
lo que es nombrado, la fisonomía de los árboles, las hojas que caen y que le
resultan tan evocadoras, la gente que camina a su paso, las letras que llenan
los espacios, los huecos de la existencia.
No deja de
asombrarse Emilio Lledó ante la contemplación de las manos: las manos que
tocan, que perciben, que se mueven, que nos conectan con el exterior y con los
otros, al tiempo que rozan suavemente
las diversas texturas de las emociones. Este diálogo que aquí se despliega tuvo
lugar en dos tiempos, dos jornadas, diferentes, y en ambas ocasiones el autor
de obras como “El silencio de la
escritura”, “La memoria del logos” o “La
filosofía hoy”, compartió el estimulante, enriquecedor, juego de inventar
sus propias palabras. En ambas ocasiones se maravilló ante sus propias manos y
las desplazó por la mesa tocando los lomos de los libros, la madera, con la
conciencia de quien recibe un don que no ha de ser olvidado. En ambas ocasiones
dejé su casa reconfortada por el encuentro con alguien que me hace creer en la
buena vida, la vida vivida con entusiasmo, con intensidad, con pasión. Hay pasión en los ojos, en la manera de
hablar, en los pasos ágiles, de este hombre lúcido cuyo secreto es la
curiosidad, las ganas de seguir aprendiendo, el orgullo ante el trayecto
recorrido y la actitud crítica: ese nunca darse por vencido, ese seguir
defendiendo con ahínco las convicciones, esa rebeldía necesaria para decir no
que nunca debe dormirse, aunque nos repitan una y otra vez que el “no”
pertenece al territorio de los niños.
“Los libros y la libertad” (RBA), un
abarcador compendio de artículos que funciona como un espejo múltiple donde se
reflejan muchas de sus ideas y preocupaciones, es el último libro publicado de
Lledó, pero es posible que muy pronto sus lectores podamos disfrutar de un
nuevo ensayo en el que lleva trabajando largo tiempo sobre la amistad y el
amor. De ello y de mucho más hablamos con calma durante dos mañanas: las horas
transcurriendo raudas, la luz filtrándose por la ventana de un salón lleno de
libros, esos libros amigos, compañeros, que en ocasiones, según dice, le hacen
llegar la queja de no haber sido abiertos en mucho tiempo. Esa luz iba
cambiando de posición y de forma, prodigiosa en su fugacidad, al hilo de las
palabras.
Pregunta: Son muchas las ideas, las
reflexiones contenidas en “Los libros y
la libertad” que me han resultado luminosas, pero hay una parte especialmente
reveladora, la parte en la que hablas de las primeras lecturas, de aquel
profesor, don Francisco, que te enseñó a “viajar a las realidades paralelas de
las ficciones”. ¿Dónde está el niño Lledó? ¿Qué imágenes de la infancia, de la
memoria, guardas en tu particular cofre de los tesoros?
Respuesta: ¡Qué bonito es eso de
particular cofre de los tesoros! Por supuesto que lo que uno ha vivido es el
pequeño tesoro de la memoria. Lo he escrito ya muchas veces, podría decir que
hasta la saciedad, pero sigo sin cansarme de decirlo. Somos memoria. Si
empezáramos las mañanas en blanco sería terrible, sería la muerte del
individuo, la muerte de la sociedad. A mí siempre me ha atraído mucho la
Historia, la memoria histórica. Me interesa saber cómo fue mi país, qué ha pasado
en mi país, incluso me interesa saber a qué país pertenezco y a qué país
aspiro. Pero me has preguntado sobre mi infancia y debo decir que, aunque mi
infancia transcurrió durante la Guerra Civil, yo fui un niño feliz. Un niño
feliz a pesar de los bombardeos, a pesar de que por la noche dormíamos en la
cueva de la casa, en el sótano, junto con otras familias que también colocaban
allí sus colchones. Yo tendría entonces 9, 10, 11, años, y, a pesar de la
angustia y del hambre -hambre relativa entonces, porque la verdadera la pasé ya
en Madrid, después de la guerra- fui un niño feliz porque tuve un maestro, un
maestro que me abrió un horizonte amplio, nuevo .
P: Da la impresión de que ese maestro
está en el germen de lo que Emilio Lledó ha llegado a ser.
R: Sí. Don Francisco fue fundamental
para un muchacho que quería escapar de aquel horror. Ni yo ni los niños de mi
edad teníamos conciencia del alcance de lo que estaba sucediendo, no lográbamos
entender del todo el porqué de la Guerra Civil. Lo único que yo percibía era la
sensación permanente de que la vida era peligrosa. Siempre había angustia,
peligro a mi alrededor. Recuerdo que mi padre, que era militar y estaba
destinado al Regimiento de Artillería Ligera de Vicálvaro, donde vivíamos, me
trajo una vez a Madrid y ese día yo vi muertos en la Gran Vía. Sonaron las
sirenas y me refugié en un portal, pero al salir me di cuenta del espanto, de
toda aquella gente que no tuvo tiempo de protegerse… Sin embargo, repito, ese
maestro consiguió hacerme feliz. Aún tengo su imagen clarísima: era un muchacho
alto, no creo que tuviese más de 30 años, uno de esos maestros de la República,
de las Misiones Pedagógicas. Nos
hacía leer varias veces por semana unas páginas de distintos libros. Hubo
muchas lecturas, pero yo recuerdo el «Quijote»
porque ahí nació mi amor por una novela que he leído más de 12 veces. Ese
maestro nos hablaba a niños de 10 años de sugerencias de lectura y esa frase no
la he olvidado nunca. Era una frase que abría nuestras mentes. ¿Qué nos podía
inspirar “Don Quijote”, a nuestra
edad, en el caos aquel de la guerra? Pues allí, con nuestros lapiceros, nos
poníamos a escribir sobre las sugerencias que nos despertaba don Miguel de
Cervantes.
P: ¿Ese disfrute del aprendizaje, de la
lectura, prosiguió en tu formación?
R: No. Eso tan excepcional, esa
sensación de felicidad, jamás se repitió en la universidad, ni siquiera en el
bachillerato. Allí lo que hacía era aprender asignaturas, textos. Había
profesores buenos, claro, y sería injusto si no dijese que en la universidad
que yo padecí sobrenadaban algunas figuras, sobre todo los filólogos clásicos,
que han sido la gran revolución de la cultura española de la posguerra. Ahí
está la inmensa aportación de la Biblioteca Clásicos de Gredos, donde hay autores
que no habían sido traducidos nunca. Yo me temo que dentro de cincuenta años,
si siguen los planes de estudio así, no habrá nadie que sepa traducir griego o
latín. Me apena esto y me apena pensar en la tradición triste, inquisitorial,
que hemos padecido durante cuatro siglos, la repulsa a la libertad de
conciencia. Al respecto hay una frase muy significativa en “Don Quijote”, la frase que el ex vecino Ricote, que fue expulsado
porque era morisco, le dice a Sancho, con quien se encuentra cuando éste
regresa de la Ínsula Barataria. Le dice algo así como que se había ido a
Alemania porque allí la gente vivía como quería y porque en todas partes
reinaba la libertad de conciencia. Siempre me sorprendió esa frase y más de una
vez me he planteado de dónde sacó Cervantes esa idea típicamente luterana. Esa
libertad de conciencia nos ha faltado en este país y don Francisco, mi maestro,
en el fondo era un hombre que nos liberaba la conciencia, que nos hacía
personas y nos daba libertad. Esa es la grandeza de la enseñanza. El ser humano
es lo que la educación hace de él. Si a ti de pequeño te meten únicamente
frases hechas en la cabeza; si te introducen lo que yo llamo grumos pringosos,
ya no vas a poder pensar, ya no vas a poder ser libre, ni tener un espíritu
creador, ni siquiera racional, dejando claro que en la enseñanza no sólo hay
que cultivar la racionalidad. Otra de las cosas importantes que nos aportó ese
maestro fue la educación de la sensibilidad. Nos animaba a pensar las palabras,
a no asumirlas sin entenderlas. Sabía que sólo así podíamos salvarnos de la
manipulación, de la agresividad a que conduce la falta de comprensión.
P: ¿A don Francisco le seguiste la
pista?
R: Desgraciadamente no supe nada de él,
ni siquiera recuerdo su apellido. Para nosotros era simplemente don Francisco.
Lo único que sé es que vivía en Madrid y que iba a Vicálvaro en los autobuses
de la empresa Fausto Dones. Vicálvaro era entonces un pueblo, estaba al otro
lado del cementerio del Este y había que tomar esos autobuses de línea, los
mismos que yo empecé a coger años después para venirme a estudiar a Madrid, a
un colegio que dependía del Instituto Cervantes y que estaba en la parada entre
Manuel Becerra y Ventas. Tal vez por eso mis padres se vinieron a vivir a
principios de los cuarenta a la calle Bocángel, que está por ahí. Me encantaba
esa palabra, me llamaba la atención, me sugería imágenes: la boca del ángel,
¡qué bonito! Yo entonces no sabía que hacía referencia al poeta Gabriel
Bocángel. Más tarde, en un libro mío, “El
surco del tiempo” puse el final de uno de
sus sonetos.
P: Tu padre fue republicano, soldado de
la República. ¿Qué te enseñó? ¿Qué recuerdas de los años que viviste a su lado?
R: Sí. Fue capitán de la República y
una persona culta, pese a tener una educación básica. Le gustaba mucho la
pintura, de ahí mi afición a dibujar. Después de la guerra se puso a trabajar
de contable en una empresa y murió muy joven. De ese tiempo recuerdo la miseria
y el hambre. Para mí la palabra hambre no es una metáfora. Desde los años cuarenta
hasta casi el año que muere mi padre, en el 50, en mi familia lo pasamos muy
mal. Fue una época muy dura. No había qué comer en el Madrid de esos años. La
gente modesta, humilde, como éramos nosotros, lo tenía muy difícil, y por eso
yo me marché en cuanto pude. Hice el Servicio Militar, acabé la carrera y me
fui a Alemania sin saber alemán. Apenas podía traducirlo un poquito, pero
quería huir de este país por encima de todo. Mi padre ya había muerto y mi
madre se fue a Andalucía con su familia, una familia que sin ser de
terratenientes tenía cierto nivel. Le debemos todo a un tío campesino,
labrador, que la acogió en el pueblo sevillano de Espartinas. A mis dos
hermanos pequeños los metieron en un internado y yo primero me quedé en Madrid,
dando clases particulares hasta que conseguí una beca del Colegio Mayor
Guadalupe. En cuanto acabé la carrera salí pitando, tan pitando que estuve diez
años fuera.
P: ¿Cómo fue el cambio, el impacto de
llegar a un país, a una cultura totalmente diferente?
R: Yo me fui
con una carrera acabada, como un emigrante privilegiado, no con una beca, como
dicen algunas biografías por ahí, sino gracias a lo que había ahorrado dando
clases particulares. Quería seguir estudiando allí y repito que prácticamente
no sabía alemán. Al principio me entendía en francés con mis profesores, entre
los que estaban Karl Löwith, Otto Regenbogen, Hans-Georg Gadamer. Ellos me
consiguieron una beca y más tarde,
cuando se estableció la Fundación Humboldt, yo fui uno de sus primeros
becarios. Volví en el cincuenta y cinco a España a casarme con Montse, mi novia
de toda la vida, que desde pequeñita hablaba alemán por el empeño de mi suegro,
que era médico, en que sus hijas aprendiesen otros idiomas, y regresamos a
Alemania en plan de estudiantes. Fueron seis años maravillosos los que pasamos
allí, una explosión de vida, de libertad, de soñar, de descubrir en Heidelberg
la universidad que yo intuía desde que don Francisco me abrió la puerta de las
sugerencias. ¡Qué diferencia! Aquí yo me moría de aburrimiento, de tristeza.
Con todo el respeto para algún profesor bueno que había, el sistema era
horrible: asignaturas, exámenes, apuntes, los dichosos apuntes. El otro día vi
en un periódico un anuncio de una universidad privada que prometía que sus
estudiantes encontrarían trabajo en la empresa privada. Me acordé de un texto
de Walter Benjamin en el que dice
que obsesionar a los muchachos durante la carrera con colocarse es la muerte de
la vida intelectual. ¡Por favor! Dejen a los jóvenes que trabajen con ilusión
en lo que les guste; que sueñen esos cinco o seis años. No les corroan el ánimo
a muchachos de dieciocho años con el cebo estúpido de una colocación en una
empresa. Cuando yo me fui a Alemania para mí fue un sueño de libertad
encontrarme con una universidad donde no había asignaturas, donde no había
exámenes “cuadriculantes”, ni libros de texto que te tuvieras que aprender. Los
profesores impartían cursos interesantísimos, recomendaban lecturas, y los
alumnos trabajábamos a partir de ahí, preparábamos los exámenes de una forma
personalizada.
P: ¿La Alemania de Merkel no te ha
decepcionado?
R: Yo soy muy crítico con ciertos
aspectos de la Alemania actual, con su manera de hacer política y de actuar
sobre el resto de Europa. Ahí no puedo
defenderlos, pero sí es verdad, como me dicen mis hijos, que mitifico un poco
la Alemania de la cultura, la Alemania de la universidad, de la enseñanza
pública. Allí no hay colegios privados que puedan competir con los institutos
de enseñanza media, institutos donde se cultiva la sensibilidad. Volví a
percibir todo eso desde muy cerca ya de mayor, en el ochenta y ocho, cuando
viví en Berlín invitado por el Instituto de Estudios Avanzados. Qué distinto
todo a la “cuadritulez”, una de las enfermedades de la cultura, de la educación
española.
P: Nada indica que se vaya a cambiar el
rumbo, todo lo contrario. El sistema educativo español va cada vez más
encaminado en esa dirección.
R: Sí. No hay forma de salir de la monstruosa
educación deformadora de los exámenes permanentes. Siempre, desde que fui
profesor, he combatido el “asignaturismo”, el “examineísmo”. Los exámenes
tienen que convertirse en algo marginal, en un control. Está claro que el
estudiante de medicina tiene que ser examinado para saber si realmente está
preparado. Lo suyo es algo muy serio, están en juego las vidas de las personas.
Podemos pensar que en Filosofía y Letras no es tan necesario, que no se te va a
morir nadie, aunque a lo mejor sí, se te mueren de la cabeza (risas). Pero
volviendo a lo central, esta idea del control permanente es una cosa
inquisitorial, absolutamente inquisitorial, y por supuesto castrante,
aniquilante, porque el conocimiento, el “bienser”, se educa desde la libertad y
la libertad se educa desde el diálogo, desde la apertura del diálogo con los
otros y sobre todo con los libros. La lectura es el ejemplo más clásico de la libertad
de inteligencia, de pensamiento. Leer es libertad, nos permite salir de
nosotros mismos, de nuestro entorno pequeñito, y abrirnos a un universo nuevo.
P: La guerra, la dictadura, impulsó
a Emilio Lledó a huir a Alemania, ahora,
tantos años después, muchos jóvenes se ven obligados a marchar al mismo lugar,
pero no por una guerra sino porque aquí no hay trabajo ni futuro alguno.
R: Que los jóvenes se marchen hoy me
parece algo lamentable, insostenible, un fracaso de la organización de la
sociedad. No se ha sabido crear industrias, ámbitos de trabajo. Por un lado nos
dicen que no hay dinero para eso, y por el otro se jactan, cuando les conviene,
de que somos una potencia industrial. ¿Qué ha pasado aquí? Lo único que se ha
promovido ha sido el “boom” inmobiliario. A mí me duele muchísimo que los
jóvenes se vayan. En mis tiempos teníamos esperanza. A pesar de la miseria de
la dictadura teníamos la esperanza de que este país daría un salto alguna vez
hacia algo mejor, pero actualmente se ha instalado la desesperanza. Yo volví en
el año sesenta y dos de catedrático de instituto a Valladolid. Mi mujer y yo
habíamos hecho oposiciones y logramos juntar las dos plazas en la misma ciudad.
Ella era catedrática de alemán y yo de filosofía. Trabajé duro, hice seis
oposiciones, de las cuales gané cuatro y perdí dos. No pedí nada a nadie. Si
hay algo que no entiendo es esa obsesión de la gente ahora por subir, por
obtener tal o cual nombramiento. Yo estaría muy triste si tuviera que pelear
por un puesto, si tuviera que hacer movimientos extraños para conseguirlo.
P: ¿Te has arrepentido alguna vez de
haber vuelto?
R: No. Nunca me he arrepentido, en absoluto.
Yo quería trabajar en mi país, contribuir a su mejora. Tal vez era una idea
romántica, pero decidimos volver por eso. Lo que pasa hoy es diferente.
Los jóvenes que se van han vivido ya en
el mundo de la esperanza, en el mundo de la democracia, y es descorazonador que
se tengan que ir por obligación, sin haberlo elegido. Digo todo esto con
tristeza y me da pena que ahora se esté dando marcha atrás, porque, pese a
todo, el país había progresado mucho desde la Transición. Mis padres eran de un
pueblecito cerca de Sevilla, de Salteras. Era allí donde me mandaban todos los
veranos para salvarme del hambre de Madrid, a casa de mi madrina Fernanda, que
no tuvo hijos. Ese pueblo, donde en aquella época sólo estudiaban cinco o seis
chicos, tiene hoy dos colegios públicos, un instituto de enseñanza media y una
biblioteca pública municipal. [He aquí un
inciso. Esa biblioteca lleva el nombre de Emilio Lledó. Con la discreción que
le caracteriza me dice que no hace falta dar el dato, pero en este caso no le
hago caso y añado, además, que hace poco asistió a un homenaje en el que los
colegiales del pueblo le regalaron un libro elaborado con sus impresiones sobre
la visita de ese señor filósofo con el que comparten orígenes. Un libro que
Lledó guarda con cariño, como una joya.]
P: El problema ahora es que la
educación pública está siendo desmantelada.
R: Sí, estamos viviendo una vuelta
atrás, una regresión que es inconcebible. Me llama la atención que los
políticos digan que tienen buena conciencia, responsabilidad. No basta con
decir eso. Si tienen responsabilidad que la demuestren cortando este retroceso
terrible e inaceptable de la educación y de la sanidad pública. Es un retraso
monstruoso. Me cuesta mucho creer lo que
se dice por ahí de que algunos ponen mucho interés en privatizar la sanidad
porque familiares o amigos tienen intereses en lo privado. Si eso fuera verdad
ese señor o señora tendría que dimitir automáticamente, dimitir política y
también humanamente. Eso está por debajo de la dignidad. Aunque suene utópico,
hay que ir hacia una auténtica regeneración y esa regeneración tiene que
empezar en el coco. La verdadera revolución está en la cabeza. No hay peor
corrupción que la de la mente; la económica va detrás. Hay un texto muy bonito
de Aristóteles que dice que hay tres
niveles en la vida humana: el nivel de la mente, el nivel del cuerpo, y el
último, el más bajo, el de la economía, el del dinero. Qué duda cabe que el
dinero es útil, importante, pero parémonos ahí, no olvidemos que es lo de
menos.
P: Pero sucede que se ha roto el orden,
que el dinero se ha colocado arriba y ha pasado a ocupar el nivel superior.
R: Exacto. Lo que dice Aristóteles es que cuando se coloca
arriba, a la larga se hunde todo. Sólo las oligarquías sacan sus tajadas. A mí
me escandaliza que un señor ministro de agricultura lo primero que haga cuando
toma el poder es modificar la Ley de Costas. Una de las joyas que tiene nuestro
país es el mar, la costa, las playas. Se habla del turismo, de la riqueza del
turismo, pero se trata de una riqueza natural, por la que no hemos tenido que
trabajar. El sol, el mar y las playas no son mérito nuestro. Nos lo han
regalado y somos tan imbéciles que lo machacamos, lo corrompemos, lo hundimos.
Este es un tema central sobre el que la sociedad tiene que tomar conciencia. No
se puede admitir la mangancia de los políticos. Muchas veces no entiendo que se
pueda votar a determinadas personas, a no ser que los que lo hagan asuman la
corrupción, se enganchen a la chaqueta de esos corruptos a ver si obtienen
algún beneficio.
P: Hay un texto que se incluye en “Los libros y la libertad” que resulta
especialmente revelador. Pertenece a “La
República” de Platón y en él se
dice que los gobernantes tienen que dar y no recibir. “Serán ellos, los
políticos, a quienes no esté permitido tocar el oro ni la plata, ni entrar bajo
el techo que cubran estos metales, ni llevarlos sobre sí, ni beber en
recipientes fabricados con ellos. Si así proceden, se salvarán ellos y salvarán
a la ciudad. Pero si adquieren tierras, casas, dinero, se convertirán de
guardianes en administradores trapisondistas y de amigos de sus ciudadanos en
odiosos déspotas”, advierte el pensador. ¿Ahora más que nunca tenemos que
volver a los clásicos griegos, recuperar la filosofía, esa materia que no sale
nada bien parada en los nuevos planes de estudios?
R: Sin duda. Cuánta sabiduría hay en
los clásicos. Platón dice que esos
políticos se pasarán la vida odiando y siendo odiados, que se hundirán ellos y
lo peor, hundirán a la ciudad a la que gobiernan. Yo pienso muchas veces,
cuando escribo, qué quedará dentro de veinte o treinta años de esas palabras.
Probablemente nada, tampoco importa. Pero qué maravilla estar tantos siglos en
cartel como Platón, Aristóteles o don Miguel de Cervantes. Leerlos mucho tiempo después y deslumbrarte
con ellos, con esto que decía Platón,
con lo que escribió Aristóteles
sobre la mano, para él como el alma, el instrumento de todos los instrumentos.
“Pensamos y amamos porque tenemos manos”, decía.
P: Las manos conducen la lectura, pasan
las hojas, pero ese gesto se pierde en el territorio de lo digital. No había
encontrado una manera tan lúcida de exponer la diferencia entre los dos modos
de lectura que la que expone Emilio Lledó en uno de los capítulos de “Los libros y la libertad”. Cuando se
abren las páginas de un libro se toma conciencia del tiempo y del espacio -“el
libro es el recipiente donde reposa el tiempo”- mientras que en la lectura
digital no se tiene referencias de las calles por donde andamos.
R: Sí. Qué duda cabe que el mundo
digital es todo un avance y que tiene virtudes estupendas. Qué duda cabe que en
lo que respecta a la acumulación de datos, a las enciclopedias, a los
diccionarios, puede resultar muy útil, pero la educación es otra cosa. La
educación es sugerencia, amor a los libros, a estos objetos presentes que mis
manos tocan. En “El surco del tiempo”
yo dialogaba con Platón acerca de su
idea de que lo real es la oralidad. Así es, pero hubo un momento en que alguien
escribió y esa oralidad se asentó en el surco del tiempo. La oralidad es el
presente, mientras hablamos compartimos un tiempo común, que nos acoge. Y por
eso resulta maravilloso que yo pueda coger todos estos libros y dialogar con
sus autores, no sólo con los clásicos, también con los modernos. Cuando yo
pongo mis ojos en esos libros estoy dándoles vida a sus autores y recuperando
un tiempo desaparecido. Eso es un prodigio. Los libros que he ido atesorando y
que ahora me rodean son para mí como compañeros, tienen vida. Ahí está Kant, por ejemplo, que algunas veces se
queja del tiempo que hace que no lo leo. Está claro que todos estos volúmenes
podrían caber en un dispositivo electrónico, sin ocupar espacio alguno, como me
dijo un amigo el otro día. Pues sí, pero eso ya es otra sensación, otro mundo,
y, además, no podría concebir todas estas paredes vacías.
P: ¿Si tuvieras que elegir una época
donde fuiste especialmente feliz, sería la de Alemania?
R: Sí y sobre todo los seis años de
Heidelberg que viví con Montse, mi compañera de vida. Trabajó desde el
principio a mi lado. Fuimos dos colegas. Recuerdo que cuando volví casado con
ella mis amigos alemanes se quedaron sorprendidos porque no respondía a los
tópicos que ellos manejaban por entonces de las españolas: bajitas y con
peineta. Se encontraron a una mujer guapísima, que con tacones era más alta que
yo y que hablaba alemán de corrido. Vivimos como estudiantes, en un piso de
alquilados. Sin duda fue una época inolvidable, feliz, como también la de los
años de catedrático de instituto en Valladolid y la que pasé en Tenerife, en la
universidad de La Laguna, a la que llegué cargado de entusiasmo. Después saqué
la cátedra de Historia de la Filosofía y nos fuimos a Barcelona.
P: ¿Se puede ser feliz a título
individual viviendo en un presente tan detestable?
R: Todos necesitamos un rincón de
felicidad, de amistad, de cariño. Eso es tan esencial como comer para los seres
humanos, pero hay momentos en los que no podemos regodearnos en la propia
felicidad como señoritos satisfechos, momentos en los que se impone luchar por
algo que ponga freno a la infelicidad que nos rodea. El otro día leía una
noticia que no tiene que ver con la infelicidad sino con la falsa felicidad.
Leía que hay un hotel en Kuwait que cuesta
unos 1.500 euros por día. Pero, ¿quién puede tener necesidad de eso, qué
falsificación de la mente se produce ahí? Incluso el muy rico, al que no le
importe gastar ese dinero… ¿Qué sociedad hemos creado donde eso sea posible?
P: El tema de la felicidad siempre te
ha interesado. Tienes un ensayo donde le das la vuelta, “Elogio de la infelicidad”. La editorial Errata Naturae acaba de publicar un libro sobre Epicuro donde se incluye un ensayo de Emilio Lledó, autor asimismo de una
obra esencial para acercarse al clásico, “El
epicureísmo”.
R: A mí me ha preocupado, me ha
interesado mucho, el tema de la felicidad; primero personalmente, porque uno
arranca siempre de sí mismo y yo, como te decía antes, no tuve una infancia
feliz desde el punto de vista social, económico, a consecuencia de la guerra,
pero tuve la suerte de encontrarme con ese maestro que me hizo ver que con la
lectura, con el pensar, con lo que un niño podía imaginar, era posible
compensar las tristezas, las escaseces y pobrezas de aquellos tiempos.
Independientemente de eso el tema de la felicidad me ha parecido siempre
esencial porque los seres humanos tenemos derecho a un poquito de felicidad, a
ir más allá de la pequeñez de nuestras pequeñas vidas. Para ser felices hay que
partir del bienestar, hay que estar bien y para estar bien hay que tener una
vivienda, no pasar hambre, tener solucionada la vida del cuerpo, que es lo que
realmente somos. Pero después hay que aspirar al “bienser”, una palabra que no
se utiliza y que nos vamos a inventar ahora, aquí.
P: Epicuro hablaba de las necesidades
básicas y exaltaba los placeres, pero hasta un punto.
R: Efectivamente. En mi opinión, la
gran revolución de Epicuro, cuyo
pensamiento no podemos conocer en toda su amplitud porque gran parte del mismo
no se conserva porque es muy posible que fuera ideológicamente machacado, fue
el descubrimiento de la felicidad del cuerpo. Su consideración del goce, del
placer del cuerpo, como un bien, fue un descubrimiento extraordinario que
tendría que haber sido ordinario, normal. Pero al mismo tiempo era crítico con
los excesos, sí. En un mundo de miseria, en un mundo duro, como era el mundo
griego, es comprensible que tener se asociara a la felicidad: tener ánforas era
asegurar la sed del futuro y tener vestidos era asegurar el frío. Pero ya
entonces Epicuro hablaba de cosas
que se creía que eran necesarias sin serlo, de las que se podía prescindir.
P: El problema de los límites, ¿no?
Tener hasta unos límites. Cuando se tienen cubiertas las necesidades básicas
habría que ir hacia el “bienser” del que hablábamos. ¿Es esa la revolución
pendiente, la que tendrían que acometer los hombres y mujeres de este siglo
XXI?
R: Exacto. Y me gusta que recojamos
esto del “bienser”, que ni siquiera está establecido como término técnico,
mientras que bienestar sí. Las sociedades del denominado Primer Mundo ofrecen
muchísimo más de lo que se necesita. Y esto fue intuido por Epicuro. Necesitamos lo esencial, pero
nada más. Necesitamos respirar, vivir, comer, tener una cama, un techo, y
también necesitamos sentir, vivir, gozar el cuerpo, contemplar. El otro día,
cuando estaba con mis nietas en el parque de Berlín, aquí en Madrid, hubo un
leve soplo de aire, más fuerte de lo normal, y casi nos inundaron las hojas, la
caída de las hojas. Había una belleza extraordinaria ahí, al percibir que todo
eso iba a explotar dentro de seis o
siete meses con la llegada de la primavera. Entonces yo me acordé del diálogo
entre Glauco y Diomedes en la “Ilíada”,
el pasaje en el que se habla de la caída de las hojas y de su reverberación,
igual que sucede con las caídas en desgracia y el volver a levantarse de los
hombres, más allá de sus linajes. Yo me acordaba de este pasaje de “La Ilíada” viendo caer las hojas,
mientras mis nietas las recogían felices. Era consciente, y lo digo ahora que
ya tengo una cierta edad, una inciertísima edad, de cómo estamos sometidos a
ese tiempo de la naturaleza. Eso es maravilloso en el fondo y hay que asumirlo,
pero hay que asumirlo con bienestar, con decencia.
P: Claro, pero cuando no se tiene para
comer no hay espacio para pararse a ver caer las hojas de los árboles…
R: Así es. Cómo le vas tú a decir a un
niño que está en África con hambre, o en cualquier otro sitio explotado,
trabajando: “Mira, qué bonito, tienes que aprender música. Esto que suena es de
Bach, de Juan Sebastian Bach”. No, eso es ridículo y absurdo. Pero ese es un horizonte, es un
horizonte que no sé cuánto tiempo tardaremos en alcanzar; las generaciones de
hojas de árboles que tendrán que caer y que volverán a nacer en primavera que
han de sucederse todavía. Pero ahí está el futuro. Estamos hechos para soportar
el dolor, el sufrimiento, todo eso que también una cierta religión, una cierta
educación cristiana, nos ha inculcado, pero también para la alegría, la
felicidad, el equilibrio y ese bienestar enfocado siempre hacia un “bienser”,
hacia esa idea, que puede sonar muy fantástica, de solidaridad, de cultura, de
educación.
P: Pero, ¿cómo lo hacemos?, ¿cómo
construimos hoy los nuevos pilares, cómo hacer frente a un poder que cada vez
más se aleja de la igualdad, de la defensa de lo público?
R: Pues se trata de crear instituciones
donde esa libertad, ese “bienser”, se pueda practicar. Hay que luchar por
recuperar lo que hemos perdido y por llevarlo más allá, por conquistarlo
enteramente, porque si no llegaremos a la aniquilación del país. Está claro que
quienes nos gobiernan lo que quieren es meternos grumos en la cabeza. Pero esto
de “no haga usted un pueblo sabio” ya viene de la tradición del despotismo. Hay
que dejar a la gente que sea sumisa porque si usted la revoluciona y la libera
mucho mentalmente pedirá cada vez más y eso es incómodo para una oligarquía que
quiera mantenerse en el poder.
P: ¿Esa idea vale para retratar a la
España actual?
R: Sí. Ahora mismo, aquí en nuestro
país, más que una democracia vamos rápidamente hacia una oligarquía
democrática. Lo que se había conseguido con todas las dificultades en estos
últimos decenios está paralizado, incluso se está rebobinando y eso es
política, social, individual y colectivamente, una catástrofe. ¿Con qué
intención se hace? No cabe otra que la intención oligárquica, de desigualdad.
Volviendo a la educación, por ejemplo, hay un texto en La Política de Aristóteles
que dice que la enseñanza debe ser cosa del Estado, que el dinero no puede ser
privado, pero habría que luchar por un Estado que fuera clarividente, que fuera
ilustrado. Un Estado opuesto al fanatismo, al sectarismo, a la clausura, a la
vaciedad mental. Estuve hace poco en Canarias, en unas jornadas sobre los
valores de la Democracia, y allí reflexioné sobre lo que significa poner en
valor, una expresión tan de moda últimamente. Pero, ¿eso qué es? A lo mejor lo
que algunas personas quieren que se ponga en valor puede ser fruto del egoísmo,
de la codicia de unos pocos, y no tiene porque interesarnos como sociedad. Hay
valores que no pueden ser los de las personas decentes. Y no se trata de hablar
de santidades. A mí eso de la santidad no me va. La palabra santidad en sí
misma, es una palabra que me inquieta. La decencia es algo mucho más modesto
que eso. Se trata de no engañar por sistema, de no corromper por sistema. Lo
terrible es que muchos de estos “engañadores”, de estos “corrompedores”, no
tienen conciencia de que engañan y piensan que lo que tienen que hacer es poner
en práctica esas determinadas cosas que les han metido en las cabezotas.
Últimamente he pensado mucho que una de las consecuencias más graves de la
ignorancia, de la codicia, es que provoca odio y agresividad. El bruto, el
monolítico mental, no tiene más solución en un momento de apuro que la
agresividad. Las dictaduras globales o las pequeñas dictaduras personales,
sociales, familiares; esas situaciones opresivas que no te dejan vivir, que te
inquietan, te coartan y comprimen, son fruto de la ignorancia, llevan a la
agresividad y en un momento determinado, como ocurrió en el treinta y seis,
pueden alimentar un golpe de Estado. Hay momentos en los que se crean, en los
que se justifican agresividades, partiendo de una ideología, de una ideología
atascada, y eso hay que evitarlo por todos los medios.
P: Los principios éticos recorren la
obra de Emilio Lledó. Ahí están
títulos como “Memoria de ética” o “El origen del diálogo y de la ética”.
Los ideales del hombre decente, el que sigue soñando, creyendo en un mundo más
igualitario, son resaltados una y otra vez. Pero a ese hombre decente hoy se le
está pisoteando. ¿Por qué ha caído el mundo en manos de tantos hombres y
mujeres indecentes?
R: Esa es la gran pregunta y la verdad
es que no sé cómo responderla. Si yo, a pesar de todo, me puedo sentir un
hombre feliz, es porque, aunque pueda haber cometido errores a lo largo de mi
vida, cómo no, siento que soy aquel que con veintidós años cogió su maletita de
cartón y se marchó a Alemania. Me parece que sigo siendo el mismo y ese hilo de
coherencia me da felicidad. Puedo haberme equivocado algunas veces, pero no me
avergüenzo, estoy orgulloso de mi trayecto y ahora que ni siquiera estoy en la
Tercera Edad, que mi sitio es ya el de la esperanza de vida, eso no me impide
seguir trabajando, seguir teniendo ilusiones. Todavía tengo la ilusión de ver
de qué manera podemos echar a los corruptos del poder, porque allá ellos si
tienen sus mentes corrompidas, pero lo malo es que tienen poder y condicionan
nuestras vidas, nos determinan, nos cambian, nos “infelicean”, valga esta
expresión que sé que los académicos no me permitirían (risas).
P: Pero ¿cómo se les echa? Produce
mucha frustración comprobar la impunidad de tantas acciones inmorales.
R: No votándoles jamás, jamás. Algunos
dirán que nunca se puede saber el grado de corrupción a que puede llegar un político,
pero es que incluso sabiéndolo en ocasiones se ha seguido apoyando a ese tipo
de personajes. La ignorancia hace que mucha gente se crea titulares de
periódico totalmente falsos. Ahí está la importancia de la educación. Una y
otra vez me paro a reflexionar sobre el alcance de los ladrillos que se meten
en las cabezas. El problema es por qué hay personas que quieren creer
determinadas cosas; por qué somos como somos; por qué pensamos como pensamos;
por qué somos tan diferentes cuando la estructura de la mente es la misma en
todos. Esto es algo que me ha preocupado siempre y me sigue preocupando.
P: Siempre llegamos a la ignorancia, a
la falta de educación, como raíz de todos los males.
R: Sí, la ignorancia, el egoísmo y la
codicia. Pero si no se necesita tanto para vivir, pero si no hacen falta tres
yates y cinco casas. ¿Tan difícil resulta entender esto?
P: Leo en uno de los textos incluidos
en “Los libros y la libertad”: “Si
se analizan los momentos más reaccionarios de la historia de España descubrimos
el rechazo, por no decir el odio, hacia la cultura y, por supuesto, hacia la
formación y educación de los ciudadanos. Se llegaba a tales extremos de
oscurantismo que existen testimonios escritos que bendicen la inopia en que hay
que mantener al pueblo, que si se hace inteligente no se deja mandar y es capaz
de imponer sus malhadados deseos”. ¿ Ahora mismo estamos claramente en un
momento reaccionario de la historia de España?
P: Sí. Lo que sucede ahora es que la
oligarquía quiere mantener sus ventajas. Hay un texto muy interesante de Machado en su “Juan de Mairena”, un libro que habría que utilizar como educación
para la ciudadanía, que dice algo así como que no serían los obreros, como
algunos podrían creer, los que se reirían al escuchar el nombre de Platón; que la que se reiría sería esa
oligarquía indigna, estropeada por el bajo nivel de nuestras universidades y
por el pragmatismo eclesiástico, enemigo de las grandes actividades del
espíritu. Eso lo dijo Machado. Ese
pragmatismo, esa “practiconería”, ese “amigantismo” [palabras del particular
diccionario Lledó], ha corrompido a toda una parte del país, pero, pese a todo,
yo tengo esperanza. El otro día tuve una experiencia preciosa, paseaba por las
calles de Sevilla y un señor que yo no conocía para nada se acercó a mí, me dio
la mano y me dijo: “Don Emilio, que viva usted doscientos años”. Llegar a los doscientos
sería algo muy aburrido, pero unos cuantos años más si me gustaría vivir para
ver cómo logramos cambiar todo esto.
P: “Todavía cabe esperar”, es uno de
los mensajes de Lledó. ¿Consideras que estamos en puertas hacia otra cosa, se
puede vislumbrar ya algo nuevo, mejor?
R: Sí. Yo creo que sí. Yo confío en la
juventud. Los casos de corrupción, la corriente de las actuales políticas a
nivel europeo, están despertando las conciencias. Un despertar que pone de
manifiesto que por ese camino no se va a ninguna parte, que ningún país
organizado por sinvergüenzas puede tener futuro. Por eso hay que impedirlo, hay
que luchar por todos los medios para que la degeneración mental no se transmita
a la sociedad, para que ningún degenerado, y lo digo con todas las palabras y
las letras, pueda tener poder. “Corruptos a la calle”, esa es la única solución
ante lo que está pasando. Es muy importante que la sociedad reaccione y por eso
a mí me parece interesantísimo el surgimiento de movimientos sociales, de
plataformas cívicas. Pienso, por ejemplo, en cómo determinados sectores de la
sociedad se han escandalizado ante los escraches, hasta el punto de
criminalizarlos. Pero, ¿no estamos sometidos a muchos más escraches políticos
por la degeneración de una política anti-público, defensora de un liberalismo
que no tiene ningún sentido, que se basa en la defensa de los privilegios de
quienes ostentan el poder? Naturalmente que esa gente no quiere que eso sea
controlado por nadie. Aquí no puedo evitar volver a repetirme: lo público es la
esencia de la democracia y la cultura es la esencia de lo público y de la
democracia. Por eso hay que empezar a construir desde la escuela, una escuela
que tiene que ser igualitaria y pública. El dinero no puede determinar los
niveles de la educación.
P: Pero hace ya tiempo que la cultura
está siendo vapuleada. Vivimos en los tiempos de los mercados, donde sólo vale
lo que puede ser cuantificado, el espectáculo, la televisión basura…
R: Sí, yo sé mucho de todo eso. Hace
unos años presidí un comité [2004-2005:
Consejo de Sabios, llegada de José Luis Rodríguez Zapatero al poder] que
pretendía iniciar una reforma de los medios de comunicación públicos, de la
RTVE. Pasé diez meses de mi vida estudiando la televisión, leyendo libros en
todos los idiomas sobre el tema, pero hubo quienes me criticaron porque no
entendían que, dado mi papel, no tuviese una televisión en casa. ¿No basta con
haber visto un solo programa basura para saber lo que es?, me preguntaba yo.
Entregué diez meses de mi vida gratis, como el resto de mis compañeros, porque
sentí que era mi deber y no me arrepiento de haber entregado ese tiempo, pero
no han faltado quienes me han dicho que fuimos tontos por no cobrar. En esta
sociedad los que no se lucran son considerados tontos, pero en realidad la gran
desgracia es la obsesión por el dinero.
P: ¿Crees que llegará un día en que el
dinero vuelva a ocupar el lugar que le corresponde?
R: Yo cada vez estoy más convencido de
que la cultura es la salvación, la cultura a través de la educación, desde
niños. Somos agua, aire. Sin estos elementos no puede haber tecnología, sin
estos elementos adiós máquinas digitales. Somos naturaleza, pero al mismo
tiempo los seres humanos inventamos otros principios fundamentales parecidos al
agua, al aire, al fuego, a la tierra. Esos principios son: la justicia, el
bien, la verdad, la belleza. Esos son nuestros tesoros, esa es la cultura. Ahí
está el camino. Lo demás es miseria, codicia, corrupción, degeneración, la
vuelta a la caverna en el sentido más siniestro de la palabra. Los políticos
que no entiendan eso tendrían, si son decentes, que dejarlo, pero si son
indecentes es la sociedad la que tiene que echarlos. Hay que fomentar la
conciencia crítica. Todos somos filósofos. El principio, la línea primera de la
Metafísica de Aristóteles dice que todos los seres humanos tienden por naturaleza
a entender, a saber; luego algunos leemos a Kant, pero todos queremos saber en qué consiste vivir y es la
educación la que tiene que saciar esa necesidad de cultura que llevamos dentro.
Yo no me canso de maravillarme ante las preguntas de mis nietas, preguntas que
me recuerdan a las que me hacían mis hijos de pequeños. Es prodigiosa esa
frescura innata de los niños y es una lástima que caigan en colegios donde les
meten una ristra de frases hechas que los empobrece mentalmente. La educación
es fundamentalísima.
P: Pese a todos los avances en el
terreno de la ciencia, de la tecnología, tenemos la sensación de vivir en una
época oscura. Es cierto que no podemos perder la perspectiva, que ha habido
etapas de total desolación: guerras, catástrofes, pestes, hambrunas; pero, sin
embargo, si hay algo que caracteriza el presente es la falta de ilusión en el
futuro, la decepción, la frustración. En otros momentos, pese a la gravedad de
los acontecimientos, se creía en el avance, en ir a mejor, pero ahora…. ¿Cómo
lo ves?
R: Yo pienso que la falta de
perspectiva la tienen quienes minimizan los males del presente recurriendo al
pasado y sus terrores. Hoy vivimos mucho mejor, tenemos unos adelantos médicos,
técnicos, estupendos. Pero precisamente por todo eso resulta más incomprensible
que no estemos mucho más avanzados en lo que atañe al fluir de las ideas, de la
mente. Tenemos muchas ventajas que no teníamos en el XIX, ni a principios del
XX. Nuestra situación es totalmente diferente, no vale establecer
comparaciones. Yo recuerdo qué infelices, inquietos, intranquilos, podíamos
estar los docentes y los estudiantes, en la época en que yo fui profesor de
universidad, después de la Guerra Civil, pero estábamos llenos de ilusión, de
esperanza. Sabíamos que eso no podía seguir así, que era una dictadura y que la
dictadura no abría camino para nada, salvo para favorecer a una oligarquía
económica o religiosa. Pero ahora, con todo el progreso alcanzado, tendríamos
que tener al menos la misma esperanza
que yo tenía hace cincuenta años. Y no la tenemos. Ahora, en un mundo tan
positivamente esperanzado en adelantos técnicos, estamos en la desesperanza,
porque no sabemos hacia dónde nos lleva todo esto. Hace unos días escuchaba a
un señor en una tertulia de la radio diciendo que lo único en lo que creía era
en la ley de los mercados. ¿Qué ley de mercados? Que estas grandes empresas que
han estado engañando, confundiendo, robando, a la gente, sean las que tengan
que merecernos confianza es una barbaridad. El neoliberalismo supone el dominio
de los que han tenido mejores posibilidades de educación para imponerse a los
otros. No hay igualdad y por eso es detestable. La esencia de un verdadero
liberalismo tendría que ser la lucha por la igualdad, que era un término
técnico muy bonito, la igualdad de oportunidades, y ha quedado como una frase
ahí flotando, perdida en el aire. Sin embargo, en un momento dado fue inventada.
Se ve que la sentíamos como una necesidad. No. No cabe hacer comparaciones con
el pasado. Esperábamos otras cosas para la época que vivimos.
P: Se han frustrado las expectativas,
sí. ¿Resulta demasiado utópico pensar que deberíamos estar dando el salto hacia
el “bienser”, llevando los logros de las sociedades avanzadas al Tercer Mundo?
R: No, para nada. Sin duda debería ser
así. Pero a los gobernantes del mundo no les interesa lo que hemos logrado,
prefieren instaurar la división entre dos lados: las oligarquías y las masas;
el poder de la democracia oligárquica y el resto. Y lo grave es que con las
educaciones que se aplican lo que se está paralizando es la libertad de pensar,
la libertad de crear, de vivir. Si la gente está angustiada porque no tiene
dinero, porque no tiene trabajo, sólo piensa que tiene que liberarse de eso.
P: Y la angustia, las dificultades del
presente, provocan un miedo que lleva a la parálisis, a la no acción.
R: Sí. Ese miedo paraliza, se crean
sectores que tienen miedo de los otros y eso conduce a la agresividad de la que
hablaba antes y que a mí me parece muy peligrosa. Es una agresividad que se
diluye, no hace falta dar golpes de Estado. En el siglo pasado hubo dos guerras
feroces que empezaron en Europa. Aunque luego se universalizaron, nacieron
aquí, en países que parecían tan ilustrados. Ahora sería muy triste que
estuviésemos viviendo una tercera guerra soterrada, sin necesidad de cañones.
Yo espero, confío, que la catástrofe se acabe parando. Me duele que los países
del Norte sientan ese desprecio por el Sur. Me duele esa Europa en la que los
del Norte piensan que ellos son los trabajadores, pero es que incluso algún
político catalán ha llamado haraganes a los andaluces. A muchos de los primeros
emigrantes, de las masas de obreros españoles que llegaban a Alemania en la
posguerra, yo les di clases de alemán. Muchos eran del Sur, de Andalucía, de
Extremadura, y tengo que decir que pocas veces he visto tanto talento, tanta
capacidad y ganas de aprender. Esos muchachos andaluces, tan perezosos, según
los estereotipos, cogían un hatillo y se marchaban a ciudades como Frankfurt,
cuya sola pronunciación ya resulta terrible. A los países del Norte no les
perdono el sostenimiento de esos topicazos, de esas mentiras. Pero es que ahí
sigue hablando la ignorancia, igual que en la imagen de la españolita con
peineta a la que me refería antes. Esos chicos a los que yo di clases de alemán
tuvieron un gran mérito porque habían nacido con un no de plomo en la cabeza:
no al pan, no a la cultura, y cogieron el hatillo y se fueron a Alemania y a
otros países europeos. Que me hablen de la pereza andaluza, antes y ahora, es
algo que me revuelve.
P: ¿Hasta qué punto Europa está dando
la espalda a las fuentes de su memoria, al germen de su cultura, al humillar
como lo está haciendo a los pueblos del mediterráneo, a Grecia, a Italia, a
España?
R: No tiene sentido la lucha entre el
Norte y el Sur. Yo leo bastante prensa extranjera, no todos los días, pero sí
con frecuencia. Y lo que leo sobre mi país me avergüenza y me da rabia porque
es injusto. Nuestro país, como decía Machado,
es mucho más luminoso y clarividente de lo que se nos quiere presentar, pero,
claro, tenemos una clase política de desclasados, nunca mejor dicho. Una clase
política que sólo se considera a sí misma, que no fluye, que no se solidariza,
que no se siente común con el resto de la sociedad. Y, por otro lado, ésta es
una época muy especial. Nunca ha habido tantas posibilidades de comunicación,
nunca ha habido tantas posibilidades de tener y de crear bienes.
P: Pero el problema es que esas
posibilidades se están utilizando para todo lo contrario, para la destrucción,
por decirlo de algún modo.
R: Claro que sí. Por ejemplo lo que
está sucediendo con la sanidad en este país es un crimen social. Haber
alcanzado lo que hemos tenido a nivel sanitario era positivísimo, pero no nos
han dejado seguir disfrutándolo. Nos están inoculando el virus de la tristeza.
Y lo mismo sucede en la educación. No la mejoran, la destruyen. Y ahora la
nueva ley de Seguridad Ciudadana. Por todo eso hay que pedir responsabilidades.
Tenemos que tener memoria. Todo eso no tendría que estar ocurriendo en el nivel
de desarrollo que habíamos alcanzado. No era previsible, no lo esperábamos, no
corresponde al curso temporal. El otro día veía una definición del diccionario
de la Academia que se me ha quedado en la memoria, una definición de la palabra
curso que me encantó: “movimiento del agua o de algún líquido que en masa
continua se desplaza por un cauce”. Fíjate qué precisión, qué bonito, qué
poético. Pues lo que está pasando aquí es una masa discontinua. Cuando iba
fluyendo la vida, la esperanza, los bienes indudables que habíamos alcanzado,
han llegado los señores controladores de esos bienes y los han querido
convertir en mercancía, paralizarlos en su provecho olvidándose del resto, y
esto quiere decir olvidarse de la educación, olvidarse de la ciudadanía,
olvidarse de todos los logros sociales conseguidos.
P: Cada vez estamos más informados,
pero, ¿realmente es así? ,¿hasta qué punto tanta información nos confunde?
R: Es evidente que vivimos en una
sociedad muy interesante porque abunda la información. Actualmente hay más
medios que nunca para comunicar, pero también para manipular, y ahí está el
peligro. Las palabras, las informaciones pueden convertirse en tacos de madera
que se quedan en el cerebro, que no nos permiten fluir, que nos coagulan las
neuronas. La manipulación puede hacer mucho daño. Pienso, por ejemplo, en lo
mucho que se habla últimamente del sacrificio y de la responsabilidad colectiva
para asumir los recortes de lo público. Recuerdo que alguien dijo que la patria
es el refugio de los canallas, porque muchas veces los individuos no se paran a
pensar en lo que significa. Se limitan a seguir al que les empuja a defenderla
sin saber qué es realmente. Y cuando no se tiene sentido crítico, cuando no ha
habido sugerencias de lectura, cuando no se ha ahondado en el sentido de las
palabras, es muy fácil lanzarse, caer en la agresividad.
P: ¿En qué está trabajando ahora Emilio
Lledó?
R: En un ensayo que podría titularse “Filia. Una historia del amor y la amistad”.
Llevo trabajando tanto tiempo en él que ya me da vergüenza nombrarlo. Lo tengo
prácticamente hecho, pero necesito disciplinarme, aislarme para terminarlo. Yo
creo que con un poco de tranquilidad, si soy avaro de mi tiempo, podría estar
listo para mediados de año.
P: La amistad es fundamental para alcanzar
la felicidad. Eso también lo tuvo claro Epicuro.
R: La historia de la amistad es una
historia larguísima. Los hombres se amaron antes de que supieran qué era la
justicia. El amor fue casi el primer empuje democrático, porque la amistad
surgió en un ámbito familiar: los amigos eran los parientes, los que tenían la
misma sangre. Eso se rompió con la democracia griega. Entonces la amistad, el
amor, las relaciones afectivas se inventaron, se construyeron. Empecé a hacer
una historia de todo eso y tengo una montaña de trabajo, pero me di cuenta de
que hoy no cabe hacer un libro erudito de mil páginas y me puse a buscar mis
ideas propias, originales. Soy consciente de que se trata de un tema trillado,
machacado, algunas veces genialmente estudiado por una tradición filosófica y
literaria y otras cargado de vulgaridades y de tonterías. Yo no quisiera
participar de las tonterías y por eso me lo he tomado con tanta exigencia.
P: Sin duda es un asunto importante. No
podemos vivir sin afecto, pero, sin embargo, se suelen poner otras muchas cosas
por delante.
R: Sin duda que es importante. Y lo es
porque somos lenguaje y amor. Somos lenguaje y cariño, lenguaje y afecto. Lo
que pasa es que el lenguaje tiene códigos, gramáticas, sintaxis, fonéticas,
fonologías, mientras que el amor vive su
vida, sin necesidad de reglas. Hay un código básico de la amistad, eso sí,
basado en la decencia, en no engañar. Eso ha quedado dicho desde la ética
nicomáquea de Aristóteles, pero no
hay una normativa tan clara, tan maravillosa, tan precisa y al mismo tiempo tan
“fluyente” como la del lenguaje. Dejando eso al margen, lo cierto es que somos
seres humanos que a través de la cultura hemos descubierto qué es el amor, qué
es la amistad, y hemos descubierto la importancia de las palabras, del
lenguaje, de la literatura, de la escritura. Lenguaje y afecto son dos
fenómenos radical y esencialmente humanos. Están en la raíz misma de la
naturaleza, también en los animales, los mamíferos. La madre de unos
cachorritos los ama. No sabe que los ama, pero sigue su instinto, un instinto
que está ahí, que es como un amor que nos ha enseñado la naturaleza antes de
que llegáramos a reflexionar sobre su sentido.
P: ¿Son estos buenos tiempos para el
cultivo de la amistad, no hay demasiados intereses de por medio?
R: Sí. Todo va bien cuando nos
referirnos a intereses en el sentido de afinidades, de compartir los gustos,
las aficiones, los pensamientos comunes con el otro. Ese es el sentido positivo
del término. Desde ahí se puede llegar a un nivel de sublimación de la amistad.
Hay un texto en la “Magna Moralia”
de Aristóteles que dice que igual
que cuando yo quiero ver mi rostro me tengo que mirar en un espejo, cuando
quiero ver quién soy, qué soy, cómo me siento, para qué soy, tengo que mirarme
en el rostro de un amigo, porque el amigo es el álter ego. El famoso álter ego
viene de ahí. Yo estoy trabajando ahora en lo que quiere decir ese término tan
bonito, tan literario, al tiempo que estoy profundizando en por qué la amistad
es lo más necesario de la vida, de dónde parte esa necesidad de amistad. Pero
volviendo a lo que me preguntas, a ese interés que tiene que ver con el
aprovechamiento de la amistad para conseguir favores, te digo que yo a quienes
así se comportan no los llamo amigos, los llamo amigantes, que tiene que ver
con mangantes.
P: ¿Has tenido grandes amigos? Se dice
que grandes amigos, de esos que se mantienen a lo largo de toda la vida, hay
muy pocos.
R: Sí. Yo puedo decir que tengo dos o
tres grandes amigos, que afortunadamente sé lo que es la amistad y también sé
lo que es el amor. Esta necesidad que tenemos de amor es un indicio de que
estamos vivos, de que la amistad es una necesidad, igual que el entenderse con
las palabras y el leer.
P: ¿A qué autores vuelves siempre, qué
lecturas no puedes olvidar? Siempre nombras a Kant.
R: Sí. A Kant lo he estudiado mucho y me sigue interesando. Vuelvo siempre a
la ética nicomáquea de Aristóteles,
a sus libros de Historia Natural. Y
también he leído muchísima literatura. Uno de los mayores gozos que recuerdo
fue leer “La montaña mágica” en
alemán. Yo la había descubierto de joven en la versión española de Mario Verdaguer y confieso que me gustó
mucho, pero cuando volví a ella en su lengua original, fue algo inolvidable.
También te puedo citar a Rilke, a Goethe… Leo muchísima poesía. El otro
día estaba repasando, por ejemplo, el “Romancero
gitano” de Lorca. Resulta que
coincidí con unas amigas hace poco, hablábamos del otoño y yo les recité de
memoria unos versos: “El otoño vendrá con amapolas,/ uva de niebla y montes
agrupados”. Una de ellas me dijo, con razón, que las amapolas no eran flor de
otoño y entonces fui a comprobarlo y, efectivamente, en vez de amapolas el poeta había escrito
“caracolas”. “El otoño vendrá con caracolas”. Yo ya había hecho una explosión
absurda contra la naturaleza. Una mala jugada de la memoria (risas). Podría
seguir recitando otros versos del “Romancero”.
No me cuesta memorizar. Y también leo mucha poesía griega, por ejemplo a Safo.
[La poesía va poniendo fin a la
conversación. Lledó levanta una pequeña montaña de papeles y aparece una
edición bilingüe de Kavafis. Señala
que el otro día le regalaron un libro de Juan
Ramón que le devolvió a sus versos y confiesa acudir mucho a Machado. Las manos vuelven a captar su
atención. "El tacto, esta maravilla del cuerpo”, señala mientras se las
pone delante de los ojos. Y sigue recreando los pensamientos de Aristóteles. "Un hombre piensa
porque tiene manos y ama porque tiene manos. La mano es como el alma, todas las
cosas. La capacidad de movilidad de la mano la
convierte en una especie de frontera móvil que nos pone en contacto con
el mundo, con los otros. Pero ahora, con esto de las nuevas tecnologías, yo no
veo más que dedos, deditos desplazándose sobre las pantallas de los móviles y
tabletas. Yo creo que si seguimos así dentro de varios siglos tendremos un
muñón afilado con un dedo”. Se ríe Lledó al decir esto último. Reímos ya en la
despedida. Al salir, en la calle, me fijo en los árboles y toco sus troncos
lentamente, sus asperezas, su robustez. Me prometo detenerme ante la caída de
las hojas, ante los ecos, los sentidos, los latidos de las palabras. Es el
efecto Lledó.]
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