9 de nov. 2019

mentira, 2




“Un error hace que se dé por muerta en la jungla de Petén (Guatemala) a la antropóloga Isabel García, que decide no deshacer la obra del azar y aprovechar tan inesperado regalo para desaparecer: estar muerta, no existir para los otros, le permitirá ser a solas, vivir en los silencios propios. Allá lejos, en la casa familiar enclavada en un pueblecito pesquero del litoral catalán, se reúne la familia de Isabel para esparcir sus cenizas en el mar: su esposo, Julio –un anciano enfermo, perdido en la amnesia, la viva negación del que fuera un extraordinario fabulador–, y sus hijos, Alberto –un abogado brillante, un gran gestor, un hombre seguro y generoso, aunque con cuatro matrimonios fracasados–, Pablo, el mediano –compositor genial, dionisíaco– y Serena, la menor –siempre preguntando, siempre ansiosa y necesitada de saber, siempre intentando apresar «el momento en que el azar deja de serlo para convertirse en lógica», y que quizá por eso se hizo meteoróloga–. Además está Luis, el nieto –hijo de Alberto–, un adolescente que, tras salir del largo coma padecido tras un accidente de moto, sufre el síndrome transitorio de desinhibición, lo cual significa que dice lo que piensa y siente, sin ningún tipo de trabas.

En Mentira, la función narradora se alterna entre Isabel y Serena. Las leyendas «de agua y silencio», las leyendas desnudas a que Isabel se entrega en el ejercicio de autognosis que hilvana su discurso, la llevan inevitablemente a evocar las historias de los demás, que también le pertenecen. En Serena, y dada la circunstancia en que se halla, evocar ––contar la historia de la familia– resulta natural. En este binomio madre-hija encontramos el primer dualismo de los muchos con que Enrique de Hériz construye esta novela de novelas que es en sí misma un homenaje y una ofrenda al arte de ¿mentir? Hériz sabe hacerlo muy bien: mentir, contar historias, fabular, narrar. Lo demostró en sus dos novelas anteriores, pero ahora estamos hablando de una compleja «mentira», que se despliega a lo largo de 632 páginas, urdida con materiales tan diversos como las historias familiares pasadas y presentes, destacando la del abuelo Simón –verdadera columna vertebral del libro y organizada a partir de la tensión encierro-destierro, cuyos ecos retornan en otras historias menores–; la historia del poeta Li-Po y la glosa de sus Siete proverbios sobre la mentira; el relato de la batalla naval que en 1282 tuvo por escenario las islas Formigas; el enigma de la falsa rusa cuyo retrato imaginario había pintado Julio; el recuento de los varios viajes de Isabel –destacando el que versa sobre los wari y su canibalismo–, quien se especializó en ritos fúnebres y que, cuando finalmente entiende el porqué de la decisión tomada –mantener el error para prepararse a morir–, decide regresar a Barcelona.

Amalgamar impecablemente materiales tan heterogéneos –a los que deben sumarse otros procedentes de los muchos microrrelatos que salpican esta Mentira– no es tarea fácil. Hacerlo conociendo y respetando los códigos y modos narrativos que corresponden a cada una de estas historias por la naturaleza de los materiales con que se tejen, todavía es más difícil. Sobre todo, si consideramos que el autor hace que sus narradores hablen «con palabras prestadas»: las historias de familia se heredan, pasan «de Simón a su padre, de Amparo al mío, derramadas, tirando cada una de la siguiente en su caída libre hasta llegar a mí para quedarse sólo un tiempo hasta que las transmita a quien tal vez ya está en mi sangre», dice Serena. Las otras historias se calcan de los libros y por eso también se cuentan con palabras prestadas.
Porque en la historia de Simón hay relato de aventuras y folletín; en la de LiPo, mucho exotismo y chinoiseries; en la de la batalla naval, crónica y épica; en la de la rusa, enigma y misterio; en las historias «de flechas y lanzas» que narra Isabel, la conversión del ensayo y el reportaje en relato (ejercicio ya practicado con éxito por Hériz en Historia del silencio, a propósito de la ornitología). Y a todo ello hay que sumarle lo que estas páginas tienen de anotación diarística, de apuntes del cotidiano vivir, transcurra éste a orillas del río Pasión o junto a las aguas del Mediterráneo.

Y aquí debo precisar que, lógicamente, no tienen el mismo atractivo todas las historias. Para mi gusto (hablo como lectora), la de Simón podía haberse acortado bastante (evitando reiteraciones innecesarias y adelgazando algún tramo de la peripecia), y lo mismo cabe decir respecto al registro del «día a día» que Serena incluye en su discurso, a veces sembrado de menudencias de escaso interés, porque, como bien escribe ella, «el presente inmediato casi siempre está lleno de palabras minúsculas». No es objeción: es expresión de una preferencia estrictamente personal. Narrativamente, el modus operandi es impecable, muy correcto; pero a veces conviene aflojar amarras para que el lector vaya en línea de aire. Quizá así Mentira ganaría intensidad y fuerza en torno a las páginas centrales, donde a mi modo de ver la narración se esponja y ablanda, debilitándose el otro valioso elemento de esta novela: todo cuanto versa sobre el arte de mentir, sobre la inmensa maraña de historias que el buen prestidigitador de Hériz despliega e intercala con extrema naturalidad, a pesar del maridaje de opósitos en torno al que gravitan: Madre-hija, encierro-destierro, recuerdo-olvido, verdad-mentira, pasado-presente, azar-razón, muerte-vida. El punto de llegada es la escritura. El reencuentro familiar es una explosión de voces, una brillante sinfonía compuesta de verdades y mentiras, préstamos e impostaciones mutuas, muy parecido a un rito eucarístico: común unión. El punto de llegada es el mismo para todos (escriban o no): la certeza de que verdad y mentira van aparejadas; que éstas nacen del deseo y son sueños imprescindibles; que suprimir la ficción es aniquilar la vida; que fabular es luchar contra la devastación del tiempo: «Porque la vida se dedica a eso: a acosar permanentemente cualquier leyenda del heroísmo que no se limite al puro valor de la supervivencia. Y después no queda nada. Apenas breves leyendas efímeras: la pasión, la perfección, una belleza ideal e intocable. La rusa. Batallas medievales. Historias de poetas chinos. Nos convencemos de que vale la pena vivir por esas cosas aunque vivir se acabe. O porque vivir se acaba».

Aparejos de fortuna: eso son las historias que contamos o leemos. Ya saben: «Cuando un barco se queda sin gobierno posible, cuando no tienes más remedio que inventarte una vela o un timón, lo llaman así», le explica el padre a la Serena niña. Y por eso ésta, al final de su periplo, se inventa este hipotético octavo proverbio de Li-Po: «La verdad y la mentira son aparejos de fortuna. Nos mantienen a flote en el naufragio de la vida».”


Aparejos de fortuna
por Ana Rodríguez Fischer
Revista de libros
01/09/2004

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