“Un error hace
que se dé por muerta en la jungla de Petén (Guatemala) a la antropóloga Isabel
García, que decide no deshacer la obra del azar y aprovechar tan inesperado
regalo para desaparecer: estar muerta, no existir para los otros, le permitirá
ser a solas, vivir en los silencios propios. Allá lejos, en la casa familiar
enclavada en un pueblecito pesquero del litoral catalán, se reúne la familia de
Isabel para esparcir sus cenizas en el mar: su esposo, Julio –un anciano
enfermo, perdido en la amnesia, la viva negación del que fuera un extraordinario
fabulador–, y sus hijos, Alberto –un abogado brillante, un gran gestor, un
hombre seguro y generoso, aunque con cuatro matrimonios fracasados–, Pablo, el
mediano –compositor genial, dionisíaco– y Serena, la menor –siempre
preguntando, siempre ansiosa y necesitada de saber, siempre intentando apresar
«el momento en que el azar deja de serlo para convertirse en lógica», y que
quizá por eso se hizo meteoróloga–. Además está Luis, el nieto –hijo de
Alberto–, un adolescente que, tras salir del largo coma padecido tras un
accidente de moto, sufre el síndrome transitorio de desinhibición, lo cual
significa que dice lo que piensa y siente, sin ningún tipo de trabas.
En Mentira, la función narradora se
alterna entre Isabel y Serena. Las leyendas «de agua y silencio», las leyendas
desnudas a que Isabel se entrega en el ejercicio de autognosis que hilvana su
discurso, la llevan inevitablemente a evocar las historias de los demás, que
también le pertenecen. En Serena, y dada la circunstancia en que se halla,
evocar ––contar la historia de la familia– resulta natural. En este binomio
madre-hija encontramos el primer dualismo de los muchos con que Enrique de
Hériz construye esta novela de novelas que es en sí misma un homenaje y una
ofrenda al arte de ¿mentir? Hériz sabe hacerlo muy bien: mentir, contar
historias, fabular, narrar. Lo demostró en sus dos novelas anteriores, pero
ahora estamos hablando de una compleja «mentira», que se despliega a lo largo
de 632 páginas, urdida con materiales tan diversos como las historias
familiares pasadas y presentes, destacando la del abuelo Simón –verdadera
columna vertebral del libro y organizada a partir de la tensión
encierro-destierro, cuyos ecos retornan en otras historias menores–; la
historia del poeta Li-Po y la glosa de sus Siete
proverbios sobre la mentira; el relato de la batalla naval que en 1282 tuvo
por escenario las islas Formigas; el enigma de la falsa rusa cuyo retrato
imaginario había pintado Julio; el recuento de los varios viajes de Isabel
–destacando el que versa sobre los wari y su canibalismo–, quien se
especializó en ritos fúnebres y que, cuando finalmente entiende el porqué de la
decisión tomada –mantener el error para prepararse a morir–, decide regresar a
Barcelona.
Amalgamar
impecablemente materiales tan heterogéneos –a los que deben sumarse otros
procedentes de los muchos microrrelatos que salpican esta Mentira– no es tarea fácil. Hacerlo conociendo y respetando los
códigos y modos narrativos que corresponden a cada una de estas historias por
la naturaleza de los materiales con que se tejen, todavía es más difícil. Sobre
todo, si consideramos que el autor hace que sus narradores hablen «con palabras
prestadas»: las historias de familia se heredan, pasan «de Simón a su padre, de
Amparo al mío, derramadas, tirando cada una de la siguiente en su caída libre
hasta llegar a mí para quedarse sólo un tiempo hasta que las transmita a quien
tal vez ya está en mi sangre», dice Serena. Las otras historias se calcan de
los libros y por eso también se cuentan con palabras prestadas.
Porque en la
historia de Simón hay relato de aventuras y folletín; en la de LiPo, mucho
exotismo y chinoiseries; en la de la
batalla naval, crónica y épica; en la de la rusa, enigma y misterio; en las
historias «de flechas y lanzas» que narra Isabel, la conversión del ensayo y el
reportaje en relato (ejercicio ya practicado con éxito por Hériz en Historia del silencio, a propósito de
la ornitología). Y a todo ello hay que sumarle lo que estas páginas tienen de
anotación diarística, de apuntes del cotidiano vivir, transcurra éste a orillas
del río Pasión o junto a las aguas del Mediterráneo.
Y aquí debo
precisar que, lógicamente, no tienen el mismo atractivo todas las historias.
Para mi gusto (hablo como lectora), la de Simón podía haberse acortado bastante
(evitando reiteraciones innecesarias y adelgazando algún tramo de la
peripecia), y lo mismo cabe decir respecto al registro del «día a día» que
Serena incluye en su discurso, a veces sembrado de menudencias de escaso
interés, porque, como bien escribe ella, «el presente inmediato casi siempre
está lleno de palabras minúsculas». No es objeción: es expresión de una
preferencia estrictamente personal. Narrativamente, el modus operandi es impecable, muy correcto; pero a veces conviene
aflojar amarras para que el lector vaya en línea de aire. Quizá así Mentira ganaría intensidad y fuerza en
torno a las páginas centrales, donde a mi modo de ver la narración se esponja y
ablanda, debilitándose el otro valioso elemento de esta novela: todo cuanto
versa sobre el arte de mentir, sobre la inmensa maraña de historias que el buen
prestidigitador de Hériz despliega e intercala con extrema naturalidad, a pesar
del maridaje de opósitos en torno al que gravitan: Madre-hija,
encierro-destierro, recuerdo-olvido, verdad-mentira, pasado-presente,
azar-razón, muerte-vida. El punto de llegada es la escritura. El reencuentro
familiar es una explosión de voces, una brillante sinfonía compuesta de
verdades y mentiras, préstamos e impostaciones mutuas, muy parecido a un rito eucarístico:
común unión. El punto de llegada es el mismo para todos (escriban o no): la
certeza de que verdad y mentira van aparejadas; que éstas nacen del deseo y son
sueños imprescindibles; que suprimir la ficción es aniquilar la vida; que
fabular es luchar contra la devastación del tiempo: «Porque la vida se dedica a
eso: a acosar permanentemente cualquier leyenda del heroísmo que no se limite
al puro valor de la supervivencia. Y después no queda nada. Apenas breves
leyendas efímeras: la pasión, la perfección, una belleza ideal e intocable. La
rusa. Batallas medievales. Historias de poetas chinos. Nos convencemos de que
vale la pena vivir por esas cosas aunque vivir se acabe. O porque vivir se
acaba».
Aparejos de
fortuna: eso son las historias que contamos o leemos. Ya saben: «Cuando un
barco se queda sin gobierno posible, cuando no tienes más remedio que
inventarte una vela o un timón, lo llaman así», le explica el padre a la Serena
niña. Y por eso ésta, al final de su periplo, se inventa este hipotético octavo
proverbio de Li-Po: «La verdad y la mentira son aparejos de fortuna. Nos
mantienen a flote en el naufragio de la vida».”
Aparejos de fortuna
por Ana Rodríguez Fischer
Revista de libros
01/09/2004
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