10 de nov. 2019

mentira, 5 – fragmento-




“La hoja arrancada de la libreta del faro es uno de los pocos papeles que Julio ha guardado en su vida, por no decir el único. Yo nunca he espiado a nadie, ni acostumbro cotillear. No me gusta hurgar en las intimidades ajenas. Si cayó en mis manos fue sólo porque lo quiso el azar. Fue hace poco más de cuatro años, cuando confirmamos que la enfermedad de Julio era irreversible. Eso lo convertía en candidato a una pensión de invalidez permanente para cuya obtención había que actualizar y presentar una serie de papeles oficiales. Nos volvimos todos locos, porque él tenía esa clase de ineptitud para la burocracia que se le supone a los artistas. Nada de papeles. Vade retro al orden. Viva la improvisación. Le preguntábamos y él sonreía. Le insistíamos en que era importante y contestaba:  ¿Cotizaciones? Vaya, vaya, así que cotizaciones.» Me tocó hurgar en los lugares que siempre había respetado, amontonar bocetos y bitácoras antiguas, clasificar hojas sueltas que, en la mayoría de los casos, no servían para nada, porque Julio sólo conservaba lo que le apetecía, no lo que pudiera ser útil algún día. Un lío monumental. Ese papel apareció en una antigua libreta de dibujo. Una en la que sólo había bocetos. Julio dejó de pintar en el 73. Yo encontré el papel en el 97. Además, conozco bien los cuadros de mi marido. Ninguno de aquellos bocetos estaba fechado, pero conozco incluso a la mayoría de las personas retratadas en ellos, de modo que el cálculo es fácil y doloroso: aquel documento estaba en su poder desde 1969. Hay una prueba más contundente. A mediados de los años 70, cuando la curiosidad de Serena se volvió demasiado peligrosa, Julio le habló de la libreta de tempestades del faro; la animó a consultarla pero, con la excusa de que ya él lo había hecho antes, le advirtió que no encontraría la página del 11 de enero del 22. Al enterarme, le pregunté por qué lo había hecho, por qué enviaba a su hija en busca de algo cuya inexistencia no haría sino reforzar su frustración. «Para que descanse», me contestó. Tenía su lógica. Poner a Serena en la vía muerta. Dejar que su tren descarrilado de preguntas llegara extenuado al fin de la carrera. Funcionó. Fue el último chasco, la última pelea. Poco después, cuando Serena agotó las posibilidades de encontrar esa hoja de la libreta, se terminó la guerra de las preguntas sobre Simón. O se volvió subterránea, no sé. Lo que sí sé es que aquellas razones de Julio eran falsas. Lo que de verdad quería era convertir a su hija en testigo involuntario de la mentira. Por eso la envió al faro. Porque él mismo había estado allí antes. Porque fue Julio quien arrancó la hoja de la libreta. Y luego, en vez de reconstruir su vida, escogió dejar las cosas como estaban. Supongo que supo que escogía por nosotros.

Fue uno de los peores episodios de mi vida. Creo que me lo hubiera tomado mejor si llego a encontrar una prueba de que Julio tenía una amante, o un hijo secreto; cualquiera de esas mentiras ridículas de los culebrones me hubiera parecido menos dañina que aquélla. No recuerdo haber tenido jamás una bronca igual. En fin, no exactamente una bronca, porque no obtuve de él ni media palabra. Yo le preguntaba desde cuándo sabes esto y cómo puede ser, te das cuenta de lo que has hecho, nunca pensaste en tus hijos, nunca se te ocurrió pensar lo que significa para ellos Simón… Julio sostenía el papel y lo miraba como si no supiera leer y no decía nada. Luego rompió a llorar y, la verdad, hasta hoy no he conseguido saber si lloraba por lo que había hecho o si tal vez no lo entendió nunca, si aquellas lágrimas eran sólo una respuesta a mi ansiedad, a la violencia desconocida con que lo estaba acosando. Era desesperante. Como cuando lloran los bebés en mitad de la noche y no consigues saber qué les pasa. Qué enfermedad tan oportuna. O qué astuto el azar, revelando las pruebas del delito sólo cuando ya el criminal estaba mudo.

Nunca dije nada a nadie. Claro que tuve la tentación. Tal vez hubiera sido mejor reunirlos a todos y decírselo: «Chicos, no hubo muertos ni náufragos en Malespina el 11 de enero de 1922. Todo es mentira. Simón no existió nunca.» Estuve a punto, pero enseguida imaginé las preguntas que provocaría aquel descubrimiento a mis hijos, las mismas que me estaba haciendo yo, y me di cuenta de que no iba a tener respuestas. Indicios sí, sospechas, intuiciones, incluso alguna certeza. Pero no respuestas. Por eso me callé. ¿Hice mal? Sinceramente, creo que no. Creo que mi único error fue no deshacerme de aquella hoja suelta. Debí quemarla. Tirarla al mar. La guardé porque me consta que mis hijos han heredado mi respeto por la intimidad. Ninguno de ellos se atrevería a abrir un solo cajón de mi archivo sin pedirme permiso. Claro que para que te pidan permiso has de estar viva.”

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Mentira
Enrique de Hériz
Edhasa, 2004
Página 367-369

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