“La hoja arrancada de la libreta
del faro es uno de los pocos papeles que Julio ha guardado en su vida, por no
decir el único. Yo nunca he espiado a nadie, ni acostumbro cotillear. No me gusta
hurgar en las intimidades ajenas. Si cayó en mis manos fue sólo porque lo quiso
el azar. Fue hace poco más de cuatro años, cuando confirmamos que la enfermedad
de Julio era irreversible. Eso lo convertía en candidato a una pensión de
invalidez permanente para cuya obtención había que actualizar y presentar una
serie de papeles oficiales. Nos volvimos todos locos, porque él tenía esa clase
de ineptitud para la burocracia que se le supone a los artistas. Nada de
papeles. Vade retro al orden. Viva la improvisación. Le preguntábamos y él
sonreía. Le insistíamos en que era importante y contestaba: ¿Cotizaciones? Vaya, vaya, así que
cotizaciones.» Me tocó hurgar en los lugares que siempre había respetado,
amontonar bocetos y bitácoras antiguas, clasificar hojas sueltas que, en la
mayoría de los casos, no servían para nada, porque Julio sólo conservaba lo que
le apetecía, no lo que pudiera ser útil algún día. Un lío monumental. Ese papel
apareció en una antigua libreta de dibujo. Una en la que sólo había bocetos.
Julio dejó de pintar en el 73. Yo encontré el papel en el 97. Además, conozco
bien los cuadros de mi marido. Ninguno de aquellos bocetos estaba fechado, pero
conozco incluso a la mayoría de las personas retratadas en ellos, de modo que
el cálculo es fácil y doloroso: aquel documento estaba en su poder desde 1969.
Hay una prueba más contundente. A mediados de los años 70, cuando la curiosidad
de Serena se volvió demasiado peligrosa, Julio le habló de la libreta de
tempestades del faro; la animó a consultarla pero, con la excusa de que ya él
lo había hecho antes, le advirtió que no encontraría la página del 11 de enero
del 22. Al enterarme, le pregunté por qué lo había hecho, por qué enviaba a su
hija en busca de algo cuya inexistencia no haría sino reforzar su frustración. «Para
que descanse», me contestó. Tenía su lógica. Poner a Serena en la vía muerta.
Dejar que su tren descarrilado de preguntas llegara extenuado al fin de la
carrera. Funcionó. Fue el último chasco, la última pelea. Poco después, cuando Serena
agotó las posibilidades de encontrar esa hoja de la libreta, se terminó la
guerra de las preguntas sobre Simón. O se volvió subterránea, no sé. Lo que sí
sé es que aquellas razones de Julio eran falsas. Lo que de verdad quería era
convertir a su hija en testigo involuntario de la mentira. Por eso la envió al
faro. Porque él mismo había estado allí antes. Porque fue Julio quien arrancó
la hoja de la libreta. Y luego, en vez de reconstruir su vida, escogió dejar
las cosas como estaban. Supongo que supo que escogía por nosotros.
Fue uno de los peores episodios
de mi vida. Creo que me lo hubiera tomado mejor si llego a encontrar una prueba
de que Julio tenía una amante, o un hijo secreto; cualquiera de esas mentiras
ridículas de los culebrones me hubiera parecido menos dañina que aquélla. No
recuerdo haber tenido jamás una bronca igual. En fin, no exactamente una
bronca, porque no obtuve de él ni media palabra. Yo le preguntaba desde cuándo
sabes esto y cómo puede ser, te das cuenta de lo que has hecho, nunca pensaste
en tus hijos, nunca se te ocurrió pensar lo que significa para ellos Simón…
Julio sostenía el papel y lo miraba como si no supiera leer y no decía nada.
Luego rompió a llorar y, la verdad, hasta hoy no he conseguido saber si lloraba
por lo que había hecho o si tal vez no lo entendió nunca, si aquellas lágrimas eran
sólo una respuesta a mi ansiedad, a la violencia desconocida con que lo estaba
acosando. Era desesperante. Como cuando lloran los bebés en mitad de la noche y
no consigues saber qué les pasa. Qué enfermedad tan oportuna. O qué astuto el
azar, revelando las pruebas del delito sólo cuando ya el criminal estaba mudo.
Nunca dije nada a nadie. Claro
que tuve la tentación. Tal vez hubiera sido mejor reunirlos a todos y
decírselo: «Chicos, no hubo muertos ni náufragos en Malespina el 11 de enero de
1922. Todo es mentira. Simón no existió nunca.» Estuve a punto, pero enseguida imaginé
las preguntas que provocaría aquel descubrimiento a mis hijos, las mismas que
me estaba haciendo yo, y me di cuenta de que no iba a tener respuestas. Indicios
sí, sospechas, intuiciones, incluso alguna certeza. Pero no respuestas. Por eso
me callé. ¿Hice mal? Sinceramente, creo que no. Creo que mi único error fue no deshacerme
de aquella hoja suelta. Debí quemarla. Tirarla al mar. La guardé porque me consta
que mis hijos han heredado mi respeto por la intimidad. Ninguno de ellos se atrevería
a abrir un solo cajón de mi archivo sin pedirme permiso. Claro que para que te
pidan permiso has de estar viva.”
.
Mentira
Enrique de Hériz
Edhasa, 2004
Página 367-369
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