12 de nov. 2019

verdad y mentira en sentido extramoral


por Friedrich Nietzsche  




“En un apartado rincón del universo donde brillan innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que unos animales inteligentes descubrieron el conocimiento. Fue el minuto más engreído y engañoso de la «historia universal», aunque, a fin de cuentas, no dejó de ser un minuto. Tras un breve respiro de la naturaleza, aquel astro se heló y los animales inteligentes hubieron de morir. Aunque alguien hubiera ideado una fábula así, no habría ilustrado suficientemente el estado tan sombrío, lamentable y efímero en que se encuentra el intelecto humano dentro del conjunto de la naturaleza. Hubo eternidades en las que no existió, y cuando desaparezca, no habrá ocurrido nada, puesto que ese intelecto no tiene ninguna misión que vaya más allá de la vida humana. Únicamente es humano, y sólo su creador y poseedor lo considera tan patéticamente como si fuera el eje del mundo. Pero si pudiéramos comunicamos con un mosquito sabríamos que también él se halla poseído por ese mismo pathos cuando surca el aire, y que se considera el centro alado del mundo. Y es que no hay un ser en la naturaleza, por insignificante y despreciable que parezca, que, al más pequeño soplo de esa capacidad de conocer, no se hinche enseguida como un odre; lo mismo que cualquier mozo de cuerda quiere tener admiradores, el filósofo, que es el más engreído de los hombres, está convencido de que el universo tiene puesta telescópicamente su mirada en sus actos y en sus pensamientos.

Resulta curioso que se comporte así el intelecto cuando sólo representa una ayuda de que dispone la criatura más desfavorecida, vulnerable y efímera para conservar la vida, de la que, por otra parte, sin ese aditamento, desaparecería tan rápidamente como el hijo de Lessing  (murió a los dos días de nacer- nota del traductor-), por toda clase de motivos. Semejante orgullo, junto al conocimiento y a la sensación, que son como una niebla que ciega los ojos y los demás sentidos de los hombres, hace que éstos se engañen sobre el valor de su existencia, dado que dicho orgullo valora el conocimiento del modo más halagüeño. El efecto más general de esto es el engaño, aunque sus efectos particulares se caracterizan en buena medida por lo mismo.

Con vistas a la conservación del individuo, el intelecto ejerce su fuerza principal en el acto de fingir, pues este es el medio que tienen los individuos más débiles y menos fuertes de sobrevivir, ya que no disponen de cuernos ni de dientes afilados como los animales de presa para defenderse en la lucha por la vida. Este arte de fingir llega en el hombre a su punto culminante; en él, el disimulo, la adulación, la mentira, el fraude, la calumnia, el engaño, la apropiación de brillos ajenos, el disfraz, el convencionalismo encubridor, la representación de un papel ante sí mismo y ante los demás, en suma, el revoloteo constante alrededor de la llama de la vanidad es hasta tal punto regla y ley, que apenas hay nada más incomprensible como que el hombre tienda sinceramente a la verdad pura. Por el contrario, se halla profundamente inmerso en ilusiones y ensueños, su mirada resbala por la superficie de las cosas de las que sólo percibe «formas»; su sensibilidad no le lleva en modo alguno a la verdad, sino que se limita a recibir estímulos como si jugara a palpar el dorso de las cosas. Por otra parte, durante toda su vida el hombre es engañado cada noche por sus sueños, sin que su sentido moral trate de impedirlo, pese a que ha habido hombres que han dejado de roncar a fuerza de voluntad. Pero, de hecho, ¿qué sabe el hombre de sí mismo? ¿Acaso puede percibirse alguna vez como si estuviera expuesto en una vitrina iluminada? ¿No le oculta la naturaleza las cosas más importantes, incluyendo sus propios procesos fisiológicos, de modo que queda sumido y encerrado en una conciencia soberbia y engañosa, sin saber nada de las circunvoluciones de sus intestinos, ni de su rápida circulación sanguínea, ni de las complejas vibraciones de sus fibras nerviosas? La naturaleza arrojó la llave de ese recinto, ¡y ay de aquél que, movido por una funesta curiosidad, se ponga a mirar por una hendidura lo que hay fuera de esa celda que es la conciencia y vislumbre sobre qué está construida, porque descubrirá que el hombre, en su ignorante indiferencia, duerme aferrado a sus sueños sobre el lomo de un tigre —valga la expresión—, es decir, sobre un fondo de crueldad, codicia e instintos insaciables y homicidas! ¿De dónde iba a surgir, en semejantes condiciones, el impulso hacia la verdad?

En el estado de naturaleza., el individuo utiliza el intelecto para conservarse frente a los demás individuos, aunque las más de las veces lo haga sólo con la finalidad de engañar; pero como tanto por necesidad como por aburrimiento el individuo tiende a asociarse con otros individuos y a llevar una vida gregaria, necesita acordar un tratado de paz que haga desaparecer de su entorno el aspecto más brutal de la «lucha de todos contra todos». Este tratado de paz implica una cosa que parece ser el primer paso en la satisfacción de ese misterioso impulso hacia la verdad. En ese momento se determina lo que a partir de entonces ha de considerarse «verdadero», es decir, se inventa una forma universalmente válida y obligada de designar las cosas, y el código lingüístico suministra asimismo las primeras leyes de la verdad, pues en este terreno aparece por vez primera la oposición entre verdad y mentira. Mentiroso es quien utiliza esas designaciones válidas que son las palabras para hacer pasar por real lo que no lo es; dice por ejemplo, «soy rico», cuando la designación correcta de su estado sería «soy pobre»; de este modo, atenta contra las convenciones asumidas introduciendo sustituciones arbitrarias, cuando no invirtiendo palabras. Si hace esto en provecho propio y perjudicando a otros, perderá la confianza de la sociedad, que le expulsará de su seno. Los hombres rehúyen al mentiroso, no tanto por su engaño cuanto por el perjuicio que éste pueda ocasionarles; en este sentido, no detestan realmente el engaño, sino las consecuencias nefastas y nocivas de cierto tipo de mentiras. Asimismo, no desea la verdad sino en el siguiente sentido restringido: busca las consecuencias favorables de la verdad, en la medida en que contribuyan a conservar su vida; frente al conocimiento puro, que no tiene consecuencias para la vida, se muestra indiferente, llegando incluso a manifestarse hostil ante verdades que pueden tener para él efectos perjudiciales y destructivos. ¿Son, entonces, estas convenciones lingüísticas productos del conocimiento y del sentido de la verdad? ¿Responden las designaciones a las cosas? ¿Es el lenguaje la expresión adecuada de toda realidad?

Sólo mediante el olvido puede el hombre llegar a pensar alguna vez que posee una verdad en el sentido que acabo de reseñar. A menos que se contente con meras tautologías, esto es, con cascaras vacías de contenido, estará constantemente tomando ilusiones por verdades. ¿Qué es una palabra? La transcripción en sonidos de una excitación nerviosa. Ahora bien, deducir de una excitación nerviosa que existe fuera de nosotros una causa de la misma supone ya una utilización abusiva e injustificada del principio de razón. Si en el origen del lenguaje la verdad fuera el único factor determinante y la certeza el criterio definitivo para designar todas las cosas, ¿de qué manera podríamos, entonces, decir con propiedad que «la piedra es dura», como si captáramos lo «duro» de una forma distinta a la mera excitación subjetiva? Por otra parte, dividimos las cosas en géneros, y decimos que el árbol es masculino y la planta femenina. ¡Qué analogía tan arbitraria!¡Qué extralimitación del canon de la verdad! Cuando hablamos de una «serpiente», estamos designando sólo el hecho de «serpentear», por lo que podríamos aplicar la misma palabra al gusano. ¡Qué determinación más caprichosa! ¡Qué parcialidad cuando elegimos una u otra propiedad para designar una cosa! Si comparamos entre sí los diferentes idiomas obtendremos la evidencia de que las palabras no alcanzan nunca la verdad ni la expresión adecuada, pues, de lo contrario, no existirían tantos idiomas. La «cosa en sí» (que sería precisamente la verdad pura y sin consecuencias) resulta totalmente inaccesible, aunque tampoco lo desea quien crea un idioma, pues éste se limita a designar las relaciones que guardan las cosas con los hombres y a expresarlas mediante las metáforas más audaces: transpone una excitación nerviosa a una imagen (primera metáfora); y convierte a su vez esa imagen en un sonido (segunda, metáfora); y en cada caso salta de una esfera a otra diferente. Imaginemos que un hombre que fuese totalmente sordo y que nunca hubiese experimentado ninguna sensación sonora ni musical, contemplara en la arena las figuras sonoras de Chladni (Nietzsche se refiere a Ernst Florens Friedrich Chladni, físico alemán (1756-1824), autor de notables trabajos de acústica: sus «figuras sonoras» (láminas metálicas espolvoreadas de fina arena, sobre las cuales se producen figuras por efecto de las vibraciones sonoras), sirven para demostrar la formación de las líneas nodales ); cuando saliese de su asombro y descubriese que su causa son las vibraciones de la cuerda, aseguraría que en adelante ya sabía qué es lo que los hombres llaman «sonido». Lo mismo nos sucede a nosotros con el lenguaje. Cuando hablamos de árboles, colores, nieve o flores, creemos saber algo de las cosas mismas, pero sólo poseemos metáforas de las cosas que no corresponden en modo alguno a su ser natural. Así como el sonido se representa en la arena mediante figuras, esa x enigmática que es la cosa en sí se presenta primero como una excitación nerviosa, segundo como una imagen, y, por último, como un sonido. Por consiguiente, el nacimiento del lenguaje no sigue un proceso lógico y todo el material del que parte y que utiliza el buscador de la verdad, el investigador, el filósofo, procede, si no de Cucópolis de las Nubes (Es decir: «si no del país de los mentirosos». Cucópolis de las Nubes es el nombre que asigna Aristófanes a Atenas en Las aves, con un matiz despectivo, esto es, como ciudad de cucos-ave que, entre los griegos, simbolizaba al necio y al frívolo- y de nubes -vanidosos y mentirosos-),  tampoco del ser de las cosas.

Pensemos ahora en la formación de los conceptos. Una palabra se convierte en concepto en la medida en que no recuerda de ninguna manera la experiencia original, única y totalmente singular a la que debe su aparición, sino que ha de aplicarse a la vez a una multitud de cosas más o menos similares, es decir, que no son idénticas en un sentido estricto, sino, por consiguiente, diferentes. Todo concepto se forma identificando cosas que no son idénticas: como no existen dos hojas totalmente idénticas, es evidente que el concepto de «hoja» se ha formado abandonando arbitrariamente los rasgos característicos y olvidando las diferencias individuales. Surge entonces la idea de que en la naturaleza hay algo, aparte de las hadas, que es «la hoja» en sí, es decir, un modelo primigenio a partir del cual se han tejido, diseñado, recortado, coloreado, ondulado y pintado todas las hojas aunque por unas manos tan torpes, que ningún ejemplar resulta una copia lo bastante correcta y fiel del modelo original. Decimos que un hombre es «honrado». «¿Por qué ha obrado hoy tan honradamente?», preguntamos. Nuestra respuesta suele ser: «Por su honradez.» ¡La honradez! Pero esta respuesta equivale a decir que la hada es la causa de las hadas. Nada sabemos de esa cualidad esencial a la que llamamos «honradez»; sólo conocemos una serie muy numerosa de actos individuales, y por tanto diferentes, a los que, prescindiendo de las desigualdades que contienen, equiparamos para designar a todos ellos con la denominación de «honrados». Por último, concebimos que todos ellos tienen una cualidad oculta a la que damos el nombre de «honradez».

Elaboramos el concepto prescindiendo de lo individual y real, y del mismo modo obtenemos la forma, pero la naturaleza no sabe de formas ni de conceptos, como tampoco de géneros; en ella sólo existe una x a la que no podemos acceder ni definir. Igualmente antropomórfica es nuestra oposición entre individuo y especie, que no procede del ser de las cosas, aunque no me atrevo a decir que no se ajusta a ella pues estaría formulando una afirmación dogmática y, en cuanto tal, tan indemostrable como su contraria.

¿Qué es, entonces, la verdad? Un dinámico tropel de metáforas, metonimias y antropomorfismos; en suma, un conjunto de relaciones humanas que, realzadas, plasmadas y adornadas por la poesía y la retórica, y tras un largo uso, un pueblo considera sólidas, canónicas y obligatorias; las verdades son ilusiones cuyo carácter ficticio ha sido olvidado; son metáforas cuya fuerza ha ido desapareciendo con el uso; monedas que han perdido su troquelado y que ya no son consideradas como tales sino como simples piezas de metal. Seguimos sin saber de dónde procede el impulso hacia la verdad, pues hasta ahora sólo hemos hablado de la obligación que ha establecido la sociedad para garantizar su existencia: la obligación de ser veraz; lo que equivale a decir: de utilizar las metáforas en uso. Por consiguiente, hablando en términos morales, sólo hemos prestado atención a la obligación de mentir, en virtud de un pacto, de mentir de una forma gregaria, de acuerdo con un estilo universalmente válido. Ahora bien, el hombre olvida esta situación y, por ello, miente de un modo inconsciente y a causa de un uso secular —y merced a ese modo inconsciente, esto es, a ese olvido accede al sentimiento de la verdad—. A partir del sentimiento de estar obligado a llamar «roja» a una cosa, «fría» a otra y «muda» a una tercera, se suscita una inclinación moral hacia la verdad. En oposición al mentiroso, en quien nadie confía y al que todos rehúyen, el hombre comprueba lo honorable, seguro y beneficioso que es decir la verdad. Desde ese momento, el hombre, como ser racional, somete sus actos al imperio de la abstracción; ya no se deja llevar por impresiones rápidas ni intuiciones pasajeras, sino que generaliza éstas convirtiéndolas en conceptos más pálidos y más fríos para uncirlos al carro de su vida y de su comportamiento. Todo lo que sitúa al hombre por encima del animal se debe a esta capacidad suya de volatilizar en esquemas las metáforas intuitivas, de disolver, en suma, las imágenes en conceptos. En el terreno de tales esquemas cabe hacer algo que nunca podría realizarse bajo el dominio de las primitivas impresiones intuitivas: elaborar un orden piramidal de divisiones y niveles, establecer un nuevo mundo de leyes, precedencias, subordinaciones y delimitaciones, que se opone desde ese momento al mundo de las primitivas impresiones intuitivas como más sólido, más general, mejor conocido y más humano; por consiguiente, como una instancia reguladora e imperativa. Mientras que todas las metáforas intuitivas son individuales y ninguna resulta idéntica a otra, por lo que no son susceptibles de clasificación, el gran edificio de los conceptos ofrece la severa regularidad de un columbario romano y dota a la lógica del rigor y de la frialdad propios de la matemática. Quien se halla envuelto por esa atmósfera fría apenas creerá ya que el concepto, óseo y cúbico como un dado —e igualmente versátil— no es sino el residuo de una metáfora, y que la ilusión de la plasmación artística de una excitación nerviosa en imágenes es, si no la madre, al menos la abuela de todo concepto. Pues bien, en este juego de dados de los conceptos, se considera «verdadero» el uso de cada dado según su designación, el recuento exacto de sus puntos, la formación correcta de las clasificaciones y el hecho de no alterar nunca el orden de las divisiones ni la sucesión jerárquica de las posiciones. Así como los etruscos y los romanos dividían el cielo mediante rígidas líneas matemáticas y asignaban el espacio delimitado por ellas a un dios, como si fuera un templo, cada pueblo tiene sobre sí un cielo de conceptos similar, matemáticamente dividido, y entonces considera que amar a la verdad es tender a buscar a cada dios (es decir, a cada concepto) sólo en la casilla que le corresponde. En este sentido, cabe admirar el poderoso genio constructor del hombre, que es capaz de levantar sobre cimientos tan inestables (sobre una corriente de agua, por así decirlo) una catedral de conceptos extremadamente compleja: aunque, claro está, para encontrar apoyo en tales cimientos, esa construcción ha de ser una especie de tela de araña lo suficientemente flexible para acomodarse a las olas y lo bastante sólida para que no se la lleve el viento a placer. Como genio de la arquitectura, el hombre está muy por encima de las abejas, pues éstas construyen con la cera que recogen de la naturaleza, mientras que el hombre lo hace con conceptos, es decir, con un material mucho más frágil que ha de empezar por fabricarse él mismo. Esto es lo que hace al hombre digno de una gran admiración, y no tanto su inclinación a la verdad, al conocimiento puro de las cosas. Si alguien esconde una cosa detrás de un matorral y luego la busca en ese sitio y la encuentra, su descubrimiento no le da motivo para vanagloriarse demasiado; sin embargo, esto es precisamente lo que supone buscar y descubrir la «verdad» dentro del ámbito de la razón. Si defino lo que es un mamífero y luego aplico esa denominación a un camello, es evidente que habré formulado una verdad, pero el valor de ésta será reducido, pues se tratará de una verdad enteramente antropomórfica, que en ningún aspecto podrá considerarse «verdadera en sí», esto es, real y universal independientemente del hombre. En última instancia, quien busca tales verdades sólo trata de humanizar el mundo, de comprenderlo en términos humanos, y, en el mejor de los casos, consigue el sentimiento de una asimilación. Lo mismo que el astrólogo observa las estrellas creyendo que están al servicio de los hombres y que guardan una relación con su felicidad y su desdicha, un investigador semejante considera que el mundo entero está vinculado al hombre, que es el eco, infinitas veces repetido, de ese sonido originario que es el hombre; la copia, infinitas veces reproducida, de ese modelo que es el hombre. Su procedimiento consiste en considerar que el hombre es la medida de todas las cosas, con lo que parte del error de pensar que tiene ante si tales cosas de una forma inmediata, como objetos puros. Es decir: olvida el carácter metafórico de las intuiciones originarias, y las toma por las cosas mismas.

Sólo en virtud de este olvido del primitivo mundo de metáforas, sólo en virtud del endurecimiento y de la petrificación de la impetuosa corriente de imágenes surgidas de su fantasía, sólo en virtud de su creencia inamovible de que este sol, esta ventana, esta mesa son una verdad en sí; en suma, sólo en virtud del hecho de que el hombre se olvida que es un sujeto, y un sujeto que actúa como creador y como artista, vive con cierta tranquilidad, seguridad y coherencia; si pudiera atravesar, aunque sólo fuera por un instante, los muros de esa creencia que le aprisiona, desaparecería al punto su «autoconciencia». Ya le cuesta bastante reconocer que el insecto y el pájaro perciben un mundo completamente distinto al suyo y que preguntar cuál de las dos percepciones del mundo es la correcta constituye una cuestión carente de sentido, pues sólo podría resolverse utilizando como medida la «percepción correcta», es decir, según una medida de la que no se dispone. Por otra parte, hablar de la «percepción correcta» —es decir, de la expresión adecuada de un objeto en el sujeto— me parece un absurdo lleno de contradicciones, pues entre dos esferas absolutamente distintas, como son las del objeto y el sujeto, no hay ningún vínculo de causalidad, ninguna exactitud, ninguna expresión posible, sino, a lo sumo, una conducta estética, es decir, una transcripción alusiva, una traducción balbuceante a un lenguaje completamente extraño, para lo que se requeriría, en todo caso, una esfera intermedia y una fuerza mediadora que dispusieran de libertad para poetizar e inventar. La palabra (fenómeno» implica muchas seducciones, por lo que procuro evitarla, habida cuenta de que no es cierto que el ser de las cosas «se manifieste» en el mundo empírico. Un pintor sin manos que quisiera expresar cantando el cuadro que ha concebido podría revelarnos, en este tránsito de una esfera a otra, mucho más que el mundo empírico sobre el ser de las cosas. Aún más, la relación entre una excitación nerviosa y la imagen en que ésta se plasma no tiene, de suyo, un carácter necesario, pero citando se produce la misma imagen millones de veces, se transmite en herencia a lo largo de muchísimas generaciones y, sobre todo, se da en todo ser humano como consecuencia siempre de la misma circunstancia, acaba adquiriendo para el hombre el mismo significado que si fuera la imagen única y necesaria, como si la relación entre la excitación nerviosa originaria y la imagen producida guardase una estrecha relación de causalidad; del mismo modo que un sueño que se repitiera eternamente sería considerado, percibido y juzgado como una realidad absoluta. Sin embargo, el endurecimiento y la petrificación de una metáfora no garantiza en modo alguno la necesidad y la legitimidad exclusivas de dicha metáfora.

Todo hombre familiarizado con estas consideraciones habrá experimentado necesariamente una profunda desconfianza hacia cualquier forma de idealismo, a la vez que estará convencido de manera bastante clara del carácter consecuente, universal e infalible de las leyes naturales y habrá llegado a la siguiente conclusión: en el mundo de las alturas que alcanza el telescopio y en el de las profundidades adonde llega el microscopio, todo es tan seguro, elaborado, infinito, regular e indefectible, que la ciencia podrá explotar eternamente esas minas con éxito, y todo lo que descubra concordará entre sí y estará exento de toda contradicción interna. Esto no se parece nada a un producto de la imaginación, pues, si lo fuese, quedaría forzosamente al descubierto en algún momento su carácter aparente e irreal Ahora bien, frente a esta conclusión hay que decir que si cada uno de nosotros tuviera una percepción sensible diferente, sólo podríamos percibirnos unas veces como pájaros, otras como lombrices, otras como plantas; o que si uno de nosotros percibiera una excitación visual como roja y otro como azul, mientras que para un tercero fuera una excitación auditiva, nadie diría que la naturaleza se encuentra regulada por tales leyes, sino que la concebiría sólo como un producto sumamente subjetivo. Por consiguiente, ¿qué es para nosotros, a fin de cuentas, una ley de la naturaleza: algo que no conocemos en sí mismo, sino sólo por sus efectos; es decir, por sus relaciones con otras leyes de la naturaleza que, a su vez, no conocemos sino como relaciones añadidas a otras. Así pues, todas estas relaciones no hacen más que remitir constantemente unas a otras, mientras que su esencia nos resulta totalmente incomprensible. En realidad, únicamente conocemos lo que aportamos a ellas: el tiempo y el espacio, es decir, las relaciones de sucesión y los números. Sin embargo, todo lo que nos maravilla y asombra de las leyes de la naturaleza, lo que reclama nuestra explicación y lo que podría hacernos desconfiar de ese idealismo no radica más que en el rigor matemático y en la inviolabilidad de las representaciones del tiempo y del espacio, y en ninguna otra parte más. Ahora bien, esas representaciones las producimos en nosotros y las proyectamos fuera de nosotros tan necesariamente como teje la araña su tela; si estamos constreñidos a no concebirlo todo más que bajo esas formas, no es de admirar que sólo captemos realmente en las cosas dichas formas, pues todas ellas implican necesariamente las leyes del número, y el número es precisamente lo más admirable que tienen las cosas. Toda esa legalidad del curso de los astros y de los procesos químicos que tanto nos impone coincide en el fondo con esas propiedades que añadimos a las cosas, de forma que, con esto, somos nosotros mismos quienes nos infundimos respeto. De ello resulta, sin duda, que esta formación artística de metáforas, que marca en nosotros el principio de toda percepción, presupone ya esas formas y, por consiguiente, se efectúa como consecuencia de ellas; sólo la persistencia inmutable de estas formas originarias explica que luego pueda construirse un edificio conceptual basándose a su vez en dichas metáforas. Efectivamente, este edificio es una réplica de las relaciones de tiempo, espacio y número, elaborada sobre la base de las metáforas.

Como hemos visto, en la elaboración de los conceptos actúa originariamente el lenguaje y más tarde la ciencia. Al igual que la abeja construye las celdas y al mismo tiempo las llena de miel, la ciencia trabaja sin descanso en ese gran columbario de los conceptos, en el cementerio de las intuiciones; construye sin parar nuevos pisos más elevados, apuntala, limpia y renueva las celdas antiguas, y, sobre todo, se esfuerza en llenar ese enorme entramado con todo el mundo empírico, es decir, con el mundo antropomórfico, introduciéndolo en él para ordenarlo. Si hasta el hombre activo vincula su vida a la razón y a sus conceptos para no ser arrastrado y perderse a sí mismo, el investigador construye su choza al pie de la torre de la ciencia para prestarle ayuda y encontrar a la vez protección bajo ese bastión ya existente. En efecto, necesita protección pues le amenazan fuerzas terribles que oponen constantemente a la verdad científica «verdades» de tipo muy distinto con las etiquetas más diferentes.

Ese instinto que impulsa a la formación de metáforas y que es fundamental en el hombre ya que no puede prescindir de él ni un solo instante, pues si lo hiciera prescindiría del hombre mismo, no se halla verdaderamente sometido y apenas si se encuentra domado por el hecho de haber construido ese nuevo mundo regular y rígido que le sirve de fortaleza con esos evanescentes productos suyos que son los conceptos. Busca un nuevo ámbito y otro cauce para su actividad, y lo encuentra en el mito y, en suma, en el arte. De continuo confunde los títulos y las celdas de los conceptos, introduciendo nuevas transcripciones, metáforas y metonimias; constantemente muestra su deseo de dar al mundo que se ofrece a los ojos del hombre despierto una forma tan abigarradamente irregular, inconexa, sugestiva y siempre nueva, que se parece al mundo de los sueños. De suyo, el hombre en estado de vigilia sólo tiene efectivamente conciencia de que está despierto gracias al entramado rígido y regular de los conceptos; por eso, cuando alguna vez el arte desgarra repentinamente ese entramado de conceptos, llega a creer que está soñando. Tiene razón Pascal cuando afirma que si todas las noches tuviéramos el mismo sueño, lo consideraríamos como las cosas que vemos cada día: «Si un artesano tuviera la seguridad de soñar todas las noches durante doce horas que era un rey, creo —dice Pascal— que sería casi tan dichoso como un rey que soñara todas las noches durante doce horas que era un artesano».  Gracias al milagro constante que se produce, según el mito, el estado de vigilia de un pueblo que se halla estimulado por éste, como los antiguos griegos, por ejemplo, se parece, de hecho, más al sueño que a la vigilia del pensador que se ha desengañado de la ciencia. Cuando cada árbol puede hablar como una ninfa o un dios bajo la apariencia de un toro puede raptar doncellas, o cuando se puede ver de pronto a la propia diosa Atenea en un bello carro tirado por caballos —como creía el honrado ateniense—, entonces todo es posible, como sucede en un sueño, y la naturaleza entera rodea al hombre aturdiéndole como si sólo juera una comparsa de máscaras compuesta por dioses para quienes engañar a los hombres con todas las formas de las cosas no sería sino una broma.

No obstante, el propio hombre tiene una tendencia invencible a dejarse engañar, y parece feliz y contento cuando el rapsoda le recita leyendas épicas como si fueran ciertas o cuando un actor que interpreta el papel de rey se muestra más majestuoso que un monarca auténtico. El intelecto, maestro en el arte de fingir, se siente libre y descargado de su habitual esclavitud cuando puede engañar sin hacer daño alguno; entonces celebra sus saturnales y nunca resulta tan exuberante, tan rico, tan soberbio, tan ágil y tan audaz. Embebido por el placer de crear, lanza desordenadamente metáforas y desplaza los límites de la abstracción hasta el extremo de designar al río como un camino en movimiento que lleva al hombre a donde habitualmente se dirige. Entonces se ha desembarazado del signo de la esclavitud: entregado habitualmente a la oscura tarea de indicar a un pobre individuo que ansia vivir el camino y los medios de conseguirlo, y de ir tras la presa y el botín, al servicio de su amo, ahora se convierte en señor y puede borrar de su rostro la expresión de indigencia. En comparación con su anterior actividad, todo lo que hace ahora implica fingimiento, como lo que hacía antes entrañaba deformación. Reproduce la vida del hombre, pero la considera algo bueno y parece mostrarse satisfecho de ella. Ese entramado, ese tablón gigantesco de conceptos al que el hombre indigente se aferra durante toda su vida para salvarse no es a los ojos del intelecto liberado más que un armazón y un juguete a utilizar en sus obras de arte más audaces; y cuando lo rompe, lo desmonta y lo reconstruye ensamblando irónicamente las piezas más desiguales y separando las que mejor se ajustan revela que no necesita ese recurso de la indigencia y que ya no se guía por conceptos sino por intuiciones. No hay ningún camino regular que lleve de esas intuiciones al país de los fantasmales esquemas, al país de las abstracciones; aún no se ha forjado un lenguaje para ellas; el hombre enmudece cuando las veo sólo dice metáforas severamente prohibidas y encadenamientos conceptuales inauditos para responder de forma creadora a la impresión que le causa la poderosa intuición presente, o, al menos, para burlarse de las viejas barreras conceptuales y destruirlas.

Hay épocas en que el hombre racional y el hombre intuitivo caminan codo con codo, el uno temiendo a la intuición, el otro despreciando la abstracción; la irracionalidad del segundo corre pareja con la insensibilidad que el primero muestra hacia el arte. Ambos desean dominar la vida: el primero sabiendo responder a las necesidades más imperiosas con previsión, sensatez y regularidad; el segundo como «héroe desbordante de alegría» que es, no viendo esas mismas necesidades y considerando que sólo es real la vida disfrazada de apariencia y de belleza. Allí donde, como en la antigua Grecia, el hombre intuitivo maneja sus armas con más fuerza y con mayor éxito que su adversario, puede formar una cultura, si las circunstancias lo propician, e imponer el dominio del arte sobre la vida. Ese disimulo, ese rechazo de la necesidad, ese esplendor de las intuiciones metafóricas y, en general, esa inmediatez del engaño acompañan a todas las manifestaciones de una vida de esta clase. Ni la vivienda, ni los andares, ni la ropa, ni la tinaja de barro revelan que los ha creado la necesidad: parece que todo ello hubiera de expresar una felicidad sublime y una serenidad olímpica y, en cierto modo, un jugar con la seriedad. Mientras que el hombre guiado por conceptos y abstracciones no utiliza éstos más que para protegerse de la desgracia, sin obtener de esas abstracciones ningún tipo de felicidad, y aspirando a librarse lo más posible de sus sufrimientos, el hombre intuitivo, asentado en una cultura, además de protegerse de la desgracia, cosecha, como fruto de sus intuiciones, una iluminación, animación y liberación abundantes y permanentes. Bien es cierto que cuando sufre y padece más intensamente, e incluso que sufre más a menudo porque no sabe aprender de la experiencia y tropieza siempre en la misma piedra. Es tan irracional en el sufrimiento como en la felicidad; se desgañita sin encontrar consuelo. ¡Qué distinta es la actitud del estoico, instruido por la experiencia y dueño de sí mismo gracias a los conceptos, ante esa misma desgracia! El, que de ordinario sólo busca la sinceridad y la verdad, superar las ilusiones y protegerse de los ataques por sorpresa de la seducción, logra, ante la desgracia, como aquél ante la alegría, una forma de fingir que es una verdadera obra maestra: no ofrece un rostro humano conmovido y trastornado, sino que lleva una especie de máscara, de rasgos admirablemente simétricos; no grita y ni siquiera cambia el tono de voz. Cuando un buen nublado se descarga sobre él, se envuelve en su manto y se aleja lentamente bajo la lluvia.”


traducción de 
Enrique López Castellón

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