Fragmento:
“En la foto que acompaña los
editoriales de Rinaldi se lo ve igual. Pero no sabe si creerle, los periodistas
a partir de determinada edad no actualizan esas pequeñas fotografías que
ilustran sus notas en los diarios. Los escritores tampoco las que aparecen en
las solapas de sus libros. Cuando una de ellas sale bien, queda ésa
eternamente. Sin embargo, a pesar de tener claro que las fotos engañan, Nurit
no puede evitar esa absurda sensación: él debe estar igual. Lorenzo Rinaldi,
sí. La debacle de los hombres no es a los cincuenta: o la vida ya los arruinó
antes, o los arruina después. Ella, si no es la que era, tiene que disimularlo.
O compensarlo. O buscar la ropa adecuada que realce lo que tiene que realzar y
esconda lo que tiene que esconder. Por ejemplo, perdió su cintura. No tiene
panza, y eso lo agradece, pero perdió su cintura. La cola se cayó, no
demasiado, pero lo suficiente como para que un jean haga dos o tres pliegues
debajo de las nalgas. Más se cayeron los muslos, se desparramaron hacia los
costados y se arrugaron. La piel de las piernas se le empezó a poner transparente,
y no transparente bebé sino transparente viejo. Además de una várice que odia y
la acompaña desde hace mucho tiempo —se la quiso operar pero cuando le
describieron que tenían que tirar de ella con algo parecido a una aguja de
crochet porque es una vena que recorre toda la pierna y se inserta en el tronco
a través de la vagina, casi se desmaya y descartó en el mismo momento cualquier
cirugía—, en las pantorrillas le salieron más arañitas. Pero para compensar
casi no le salen más pelos, lo que es una de las pocas ventajas del
envejecimiento. Tiene ya algunas manchas en la cara que promete que algún día
se va a hacer sacar con puntas de diamante o luz pulsada como hizo Viviana
Mansini. Lo hará el año en que escriba varios libros como Desarma los nudos,
que le dejen la cabeza destrozada pero un margen de ahorro. En cambio, en las
manos no tiene manchas. Tampoco tiene demasiadas arrugas en la cara. Ni en el
cuello que, aunque no echó todavía papada, perdió tonicidad. Nadie en su
familia se arrugó mucho, ni su madre, ni su abuela, así que supone que ella
continuará con la tradición familiar de mujeres tensas. Tensas en varios
sentidos. Las tetas no se cayeron, se expandieron con equidistancia, hacia los
costados, hacia arriba, hacia abajo. Siente que le salen desde más cerca de las
clavículas y sabe, además, que se le marca el surco entre los dos pechos, algo
que nunca antes había sucedido. Nurit se conforma diciendo que para sus
cincuenta y cuatro años está demasiado bien. En ese sentido no se parece a
Betty Boop, ella no es un cartoon, mientras el dibujo animado conserva intactos
los rulos, la boca y las piernas, su cuerpo, el de Nurit Iscar, Betibú, va
mutando año a año. ¿Cómo sería una Betty Boop de cincuenta y pico de años?, se
pregunta. ¿La dibujarían preocupada —como ella lo está hoy, a minutos de ver al
último hombre del que estuvo enamorada— por cómo luce su cuerpo? No se acuerda de
haber pensado en sus manchas, ni en la cintura que perdió, ni en sus muslos en
los últimos tiempos. En realidad, nunca se preocupó demasiado por estas cosas.
Pero hoy, cuando la vea Lorenzo Rinaldi, quisiera estar — tiene que
reconocerlo— por lo menos, digna. Un cuerpo digno. ¿Hasta cuándo una mujer
sentirá que tiene la obligación de lucir «linda»? Cincuenta y cuatro años. Ella
quisiera tener un poco menos. No pide veinte, ni treinta. Cuarenta y cuatro o
cuarenta y cinco, apenas una década de diferencia. Tendría que haberse separado
entonces, aunque sus hijos fueran un poco chicos, igual los hubiera criado
bien, está segura. Ésa fue su mejor edad. Pero entonces no lo supo, y ahora ya
no importa. No se puede volver a atrás. Sólo se puede realzar lo que se tiene
que realzar y esconder lo que se tiene que esconder.”
Betibú
Claudia Piñeiro
Alfaguara, 2011
Pág. 88-89
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