"Este año, para
que no me volviera a ocurrir lo acontecido en el anterior, me he cerciorado de
que en la red de Bibliotecas de la Diputación de Barcelona haya suficientes
ejemplares- tanto en catalán como en castellano- del libro que os presentó para
que sea elegido, si así lo estimáis:
Su autor: Romain GARY
, aunque firmó está obra bajo el seudónimo Émile Ajar.
Título en castellano: La
vida ante sí
222 páginas
Título en catalán: La
vida al davant
212 páginas
Cita
extraída de la obra:
“- No hay que llorar, hijo. Es
natural que los viejos mueran. Tú tienes toda la vida por delante.”
Con sesenta años, el escritor Romain Gary decidió reinventarse a sí
mismo y creó a Émile Ajar.
Reinventarse o quizá desdoblarse, pues nunca dejó de ser “el famoso Romain Gary”, ganador de un Goncourt en
1956 con Las raíces del cielo. No
dejó de ser quien era (ni de publicar como tal), pero probó a ser también otro:
un escritor que empieza de cero y está libre de todas esas expectativas que
genera una carrera literaria previa de éxito. Y así, en un momento en que Romain Gary era considerado por la
crítica de su país un autor previsible y que se estaba quedando anticuado, Émile Ajar, el supuesto seudónimo de un
pariente lejano de Gary, Paul Pavlowitch, la deslumbra y vuelve a ganar en 1975
el Goncourt (premio que no puede concederse dos veces al mismo autor), justo con esta obra que hoy os propongo: La vida ante sí. No fue hasta después
de su muerte, en 1980, que quedó
confirmada la identidad última de ambos escritores en Vida y muerte de Émile Ajar.
Por cierto, Romain Gary también era un heterónimo, el de Roman Kacew, un judío de origen ruso nacido en Lituania que, tras
fracasar en sus estudios de música, llega a Niza con trece años junto a su
madre, decidida entonces a convertirle en un “gran escritor francés” y
convencida de que, a diferencia de un violinista, esto era imposible con su
nombre ruso. En La promesa del alba,
Gary recuerda a esta madre a la que no sólo debe la vida como Roman Kacew, sino en el fondo también como
Romain Gary.
La vida ante
sí es una auténtica joya. Sencilla, real, tragicómica, lúcida. En ella Momo
(Mohamed), un niño de unos diez años, nos cuenta su vida junto a la señora Rosa
y otros niños, que varían tanto en su número como en la duración de su
estancia, en el sexto piso de un humilde edificio en Belleville, un barrio de
París de población inmigrante (judía, árabe y africana). La señora Rosa es una
antigua prostituta que en su vejez se gana la vida cuidando de los hijos que la
ley prohíbe a las de su anterior oficio mantener junto a ellas. Para eludir esa
amenaza constante de la Asistencia Pública cuenta con un amplio e indescifrable
número de documentos falsos tanto de los niños como de sí misma, una judía de
origen polaco que fue deportada a Auschwitz durante la guerra y vive desde
entonces con el temor constante a que algo similar pueda repetirse en cualquier
momento.
Obesa y casi calva, aparentemente
interesada y egoísta, inestable y nada afectuosa, la señora Rosa era, pese a
todo, “una mujer que merecía un ascensor”. Y es que la narración que Momo hace
de su vida junto a ella, los otros niños y el resto del vecindario (el señor
Hamil, la señora Lola, el doctor Katz o el señor Waloumba y sus hermanos) está
hecha de sentencias sencillas como ésta que resumen muy bien lo que cada uno en
el fondo es. Lo que son ellos y la vida.
Dice Momo: “Al principio, creí que
aquella judía tenía miedo a Dios y esperaba que si la enterraban sin religión
iba a pasar inadvertida. Pero no era eso. Ella no tenía miedo de Dios, pero
decía que ya era tarde, que lo hecho hecho está y que Él no tenía por qué ir
ahora a pedirle perdón. A mí me parece que cuando tenía la cabeza en su sitio,
la señora Rosa quería morirse del todo y no como si todavía quedara camino para
andar después”, y sentencia: “Yo a la vida no la maquillo, me cago en ella”.
Esta es la obra que os propongo para
que la leamos la próxima temporada.
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