Javier Reverte: el viaje, la literatura y el libro
por Julio Peñate Rivero
Universidad de Friburgo
en Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes
(2ª parte)
"Nos interesa aquí el viaje como condición inicial de la existencia del libro y también para distinguirlo de él: son dos entidades diferentes aunque en nuestro caso estrechamente ligadas. Por muy densa que sea, la primera puede darse perfectamente sin la segunda y pertenece exclusivamente a su autor. Éste, convertido en escritor, puede darle forma gráfica a partir de su propia experiencia pero también (lo que en Reverte es particularmente visible) con materiales de diverso origen: cartografía, literatura, reportajes, guías, informaciones orales, etc. El público, por su parte, sólo lee el libro aunque, impregnado de su atmósfera, tenga la impresión de vivir el viaje mismo (y el mismo viaje que el escritor). Evidente en principio, esta diferencia de naturaleza se olvida con frecuencia incluso a la hora del análisis, de tal modo que, creyendo referirnos al libro, de hecho hablamos del viaje. No obstante, esa distinción es capital puesto que, en cierto sentido, en ella reside el carácter literario del texto leído: en el modo como su autor ha compuesto un discurso narrativo en torno a la experiencia del viaje. Es por lo tanto necesario referirse primero a éste aunque, por supuesto, en relación con la obra a la que ha dado lugar.
El desplazamiento voluntario, la modalidad practicada por Reverte, corresponde quizás a la que genera el libro de viaje más característico: no está lastrada por exigencias vitales (el exilio para evitar la muerte) ni por obligaciones materiales (emigración económica), diplomáticas, comerciales, científicas u otras. Esta variante es posiblemente la más abierta a los múltiples estímulos y vivencias que el trayecto es capaz de ofrecer, muchas veces de forma imprevista. Además, la disponibilidad del viajero propicia desvíos de la ruta inicial, prolongaciones del camino y vivencias inesperadas que pueden ser lo más enriquecedor del viaje y del libro al que eventualmente dé lugar: «Esa es la mejor sensación de libertad, por no decir la única: viajar por viajar, y no para llegar a un sitio». Ello no implica que se viaje sin ningún objetivo: de cualquier modo, se busca algo, por impreciso que sea y sin garantías de hallarlo. En Javier Reverte, el punto de partida es una ilusión, un afán, una necesidad de cumplir un sueño: un acto de coherencia entre pensamiento y acción, lo que viene a ser la exigencia fundamental del ser humano, «la única obligación», según afirma textualmente nuestro autor.
A esa necesidad se une otra de orden más profundamente existencial: el viaje puede ser percibido como una forma de detener la muerte, no en el sentido de prolongar cuantitativamente la vida sino en el de colmarla de espacios, de personas, de sensaciones y de experiencias que la vuelven cualitativamente distinta y al menos dan la impresión de ganar tiempo a la muerte en nuestra lucha por detenerla. Esta convicción, que Reverte comparte con autores como Graham Greene o Paul Emil Victor, la encontramos repetidamente en sus escritos y comentarios viajeros e incluso, de modo larvado pero persistente, en su obra poética recopilada en Trazas de polizón: irse vale siempre como una alternativa, aunque sólo sea «para viajar en busca de la nada / a llenarla de rostros y de nombres».
Según muestra otra «evidencia» convertida hoy en lugar común, ya no queda nada por descubrir en nuestra época, marcada por la globalización y la teórica posibilidad de acceso a cualquier rincón del planeta. Reverte, en cambio, justifica el viaje por el carácter irreemplazable de la experiencia directa: para captar la realidad de un espacio determinado no basta con la simple lectura o con el ejercicio de un solo sentido (visión de un documental, audición de voces o de música); hace falta una vivencia personal, material, sensible. Nuestro cuerpo, como único soporte de nuestros sentidos, es insustituible para percibir toda la riqueza de emanaciones visuales, olfativas, táctiles, auditivas, gustativas, etc., que se desprenden del nuevo ámbito y que actúan conjuntamente sobre el viajero, generando en él sensaciones inéditas, múltiples y diversas («El viaje es sobre todo un ejercicio sentimental», nos dice Reverte. Entendido así, como semillero de sentimientos y de sensaciones, el periplo contiene materiales artísticos inestimables que, llegado el caso, pueden desembocar en una obra literaria (pero todavía no estamos ahí). En resumen, viajamos literaria y sensualmente; por lo tanto, la experiencia del viaje personal no es comparable con la que se limita, estática y mediatizada por terceros, a una sola parte de los sentidos.
Ahora bien, viajar literariamente (imagen que Reverte toma de Bruce Chatwin), es decir, a partir de los libros de viajeros anteriores, también implica cierta mediatización. A ello nuestro autor contesta que sus viajes intentan precisamente contrastar las lecturas previas con la propia experiencia, comprobar cómo se han impregnado los escritores del secreto de un lugar y cómo lo han traducido en sus textos. No se trata de buscar la adaptación idealista de la realidad a la imaginación sino de verificar cómo ésta ha captado aquella y la ha transmitido. Baste un ejemplo: si en Vagabundo en África admira la capacidad de Joseph Conrad para lograrlo, no duda en cuestionar las apreciaciones de Alberto Moravia a propósito de dicho continente.
Esa doble apertura (a los textos y a su confrontación con la realidad) supone una posición decidida de reconocimiento del Otro, en oposición al etnocentrismo que lo considera como inexistente hasta que lo descubre, es decir, en cierto modo, «lo inventa», y lo renominaliza, actitud habitual del explorador y del conquistador. El viaje implica un ejercicio de alteridad a veces gozoso a veces exigente pero intenso y continuado. La atracción no se dirige sin embargo a cualquier Otro: en Reverte son más bien los humildes los que retienen la atención, según se observa en sus textos y en las ilustraciones que los acompañan. Tal vez se deba a que percibe en sus personas, oficios y actividades, manifestaciones admirables de decoro y dignidad humana, a pesar de las condiciones de vida en las que las circunstancias personales e históricas los han situado.
Todavía en relación con este punto señalemos dos elementos; en primer lugar, la posibilidad de una comunicación privilegiada con el Otro, precisamente gracias al viaje: Reverte sostiene que con las gentes encontradas en el camino «el grado de comunicación suele ser tan intenso como breve, tan fugaz como hondo». Quizás el estar fuera de la cotidianidad habitual y, en particular, la certeza de no volver a encontrarse, ayudan a que las almas se desnuden más espontáneamente y se muestren con una autenticidad impensable entre interlocutores habituales. Por ello, aunque viajar físicamente solos es otra premisa de Reverte (por la libertad y la necesidad de contactos que implica), la soledad del viajero en realidad no existe, dada la calidad de relación que el viaje permite establecer. El segundo elemento es la confianza en el Otro, postulado también clave en nuestro autor y que de algún modo resulta necesario en la filosofía del viajero: lejos de estar naturalmente pervertido, el ser humano es básicamente positivo e incluso solidario ante la dificultad o ignorancia del extranjero y esto en cualquiera de las regiones visitadas (a un acto de solidaridad deberá Reverte haber salvado su vida navegando el río Congo, según narra en Vagabundo en África). Por supuesto que el respeto a la diferencia es clave en el comportamiento del viajero, aunque ésta no debe ocultar la unidad esencial de la colectividad humana: recordemos la confidencia de la viajera inglesa citada en El río de la desolación: «Antes, cuando viajaba, procuraba fijarme en lo que me diferenciaba de los otros. Ahora, sólo me intereso en lo que nos parecemos».
De este modo, viajar se convierte en una particular forma de conocimiento: permite, como pocas, adentrarse en las profundidades de la existencia. No olvidemos, sin embargo, que el periplo se alimenta de la lectura previa de grandes autores, acaso los más adecuados para comprender la realidad y cuya obra sigue siendo válida a lo largo del tiempo (complementariamente, una obra importante es aquella y sólo aquella que bucea con rigor en la realidad). Pero lo que destacaríamos aquí es la estimulante asociación que hace Reverte entre conocer, aventura y escritura: el proceso del conocimiento es una forma de aventura, puesto que supone internarse por caminos al menos parcialmente ignorados, sin seguridad de no perderse ni de llegar al final deseado. Ese proceso es también comparable con el de la creación literaria: por un lado, la búsqueda de la palabra o de la estructura adecuada a lo que se pretende decir con el riesgo de no encontrarla; por otro lado, la búsqueda, aún más problemática, de una claridad mayor en la percepción del mundo. El viaje también posee esa doble perspectiva: internarse físicamente por un determinado camino con el riesgo de equivocarse y, con la experiencia adquirida, ampliar el conocimiento de la realidad si el camino no ha sido errado. Vemos, pues, la relación, «casi natural», entre aventura, viaje y escritura, reunidos bajo el prisma del conocimiento. Precisemos que la aventura de viajar está muy lejos de la gratuidad de jugarse alegremente la vida; es algo bastante más serio y satisfactorio humanamente, resumido por Reverte en estos términos: «[...] consiste en ser capaz de vivir como un evento extraordinario la vida cotidiana de otras gentes en parajes lejanos a tu hogar».
Consecuencia final del viaje (y en cierto sentido, prueba de que se ha viajado) es el cambio que opera en quien lo realiza. Reverte insiste con frecuencia en este punto básico, que él vincula al primer gran viajero de la tradición occidental: «Los viajes nos cambian y Ulises fue el primer viajero que supo entenderlo». No puede ser menos, dado que modifica nuestra visión del mundo y nuestra posición en él, convierte nuestras verdades absolutas en teorías relativas, detiene nuestro tiempo interior llenando la vida de experiencias y nos procura unas sensaciones de libertad que pocas veces la existencia llega a otorgar. El viaje es una forma incomparable de enriquecimiento interior que, por cierto, vuelve superflua la acumulación externa de pruebas de haber viajado: «Yo regreso siempre con el equipaje menos pesado que cuando partí»".
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