La vuelta al mundo de un novelista
Vicente Blasco Ibañez
1924
La vuelta al mundo de un novelista narra el viaje que emprendió en 1921 Vicente Blasco Ibáñez a bordo del buque Franconia y que le llevó a recorrer el mundo durante seis meses. En el inicio del libro, el autor debate consigo mismo la conveniencia o no de empezar ese viaje, expone las ventajas y desventajas de aventurarse en esa peligrosa empresa o aferrarse a una cómoda, rutinaria y lujosa vida en su mansión en Menton, en la Costa Azul francesa. Los argumentos en contra son rebatidos y la realización el viaje se convierte en algo inevitable. El Franconia zarpó de Nueva York y Blasco Ibáñez logra hacer de este relato de viajes una ocasión inmejorable para conocer de la mano de un gran escritor, cómo se encontraba el mundo en los años 20. Vemos desfilar ante nuestros ojos la espléndida y fascinante variedad de unos paisajes de leyenda, algunos desaparecidos o irreconocibles por la acción homogeneizante del mundo globalizado que habitamos. En esta obra Vicente Blasco Ibáñez hace gala de su entrenada capacidad de observación y de la basta cultura acumulada durante toda su vida.
"El Franconia, paquebote de 20.000 toneladas, recientemente construido por la
Compañía Cunard, va a hacer su primer viaje alrededor del mundo, y está
amarrado modestamente en este patio, junto a otro buque de parecidas
dimensiones que apoya sus pasarelas en los ventanales del ala opuesta.
Nuestro anclaje es en el río Hudson, una de las dos ramas del puerto de Nueva
York, centro convergente de navegación para más de la mitad de la tierra.
La orilla del río queda invisible en muchos kilómetros bajo los palacios de
madera y acero de las más célebres compañías navieras. Son edificios con
enormes salones, a cuyo final se ven las personas tan empequeñecidas por la
distancia, que parecen de otra humanidad. Tienen depósitos capaces de recibir
de una vez la carga de varios buques llegados a un tiempo de Europa;
ascensores que admiten en cada viaje una muchedumbre; plataformas rodantes
que suben o bajan por sus pendientes todos los paquetes de un incesante
tráfico. Y a espaldas de estas construcciones interminables avanzan
perpendicularmente en el río otros edificios, aprisionando el agua en
rectángulos donde se refugian los buques para hacer tranquilamente sus
operaciones de carga o de rejuvenecimiento.
Los trasatlánticos más famosos de todos los mares sólo logran asomar los
extremos de palos y chimeneas sobre sus tejados. Flotas enormes de comercio
permanecen casi inadvertidas en estos patios marítimos, como las bestias en
los corrales de una granja.
Se extinguen en el aire las últimas notas del himno reposado y místico, las
cabezas se cubren, y estalla un coro de gritos junto a los costados del
Franconia. Algunas señoras llegadas de los Estados del interior para despedir
a sus amigos que van a dar la vuelta al mundo, sacan repentinamente banderas
nacionales de estrellas y rayas, y sosteniéndolas con ambas manos, las dejan
aletear, bajo las ondulaciones del fresco viento del río. Vuelan otra vez las
serpentinas de papel y se hace más densa la telaraña de colores que une
frágilmente el buque a los tres pisos del muro cercano.
Me despido de los numerosos periodistas —en gran parte mujeres— que han
venido a pedirme la última interviú sobre los más diversos e inesperados
temas. El grupo de fotógrafos de diarios y revistas me somete a las postreras
«instantáneas» en traje de viajero.
La orquesta ha emprendido una serie ascendente de fox-trots y otras danzas
americanas. La muchedumbre grita en el buque y en los férreos ventanales de
enfrente, excitada por el ritmo de tal música. Algunas parejas impacientes
empiezan a bailar en las diversas cubiertas. Los sillones alineados en los
paseos de a bordo guardan ramos de flores, enormes como gavillas de trigo, y
cajas de dulces que abultan cual si fuesen maletas.
Momentáneamente libre, subo al último puente intentando ver una vez más,
por encima de los tejados del vasto embarcadero, los remates aéreos de Nueva
York. Esta contemplación es para mí una de las visiones más extraordinarias
que pueden gozarse sobre la corteza terrestre.
Cuando vi Nueva York por primera vez me imaginé caído en otro mundo, en
un planeta de gentes que habían logrado vencer las leyes de la gravitación y
jugueteaban con ellas. Contemplando los grupos de rascacielos, edificios tan
altos que muchas veces hunden su cumbre en los vapores de la atmósfera, los
creí por un momento obras de gigantes, algo extraordinario y quimérico, más
allá de las limitadas fuerzas de nuestra especie. Luego, al considerar que eran
creación de pobres hombres como nosotros, con iguales debilidades e
ilusiones, sentí orgullo de pertenecer al género humano, que, no obstante su
debilidad física, puede realizar, gracias a su inteligencia, tales maravillas.
Para mí, Nueva York es una de las ciudades más hermosas de la tierra;
hermosa a su modo, con una belleza colosal, soberbia, audazmente
despreciadora de muchos cánones estéticos venerados en el viejo mundo con
la inmutabilidad de los dogmas religiosos. "
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