24 d’ag. 2020

la vida ante sí: cinco

ilustración:
Manuele Fior

Dice el señor Hamil que la humanidad no es más que una coma en el gran libro de la vida, y si un viejo dice semejante barbaridad, no sé qué podría añadir yo. La humanidad no es una coma, porque cuando la señora Rosa me mira con esos ojos de judía no es una coma, sino todo el gran libro de la vida en­tero, y yo no tengo ningunas ganas de verlo. He ido dos veces a la mezquita a rezar por la señora Rosa, pero no ha servido de nada, porque para los judíos no vale. Por eso no quería volver a Belleville ni mirar fijamente a la señora Rosa. « ¡Ojo! ¡Ojo!», decía ella siempre. Es lo que dicen los judíos cuando les duele algo. Nosotros, los árabes, decimos «Jai!Jai!», y los franceses, «Oh! Oh!». Cuando no son felices, porque, no se crean, eso también pasa. Yo cumplía diez años porque la señora Rosa ha­bía decidido que tenía que acostumbrarme a tener cumpleaños y hoy era el día. Decía que eso era lo principal para que pudie­ra desarrollarme con normalidad y que lo demás, corno el nom­bre del padre y de la madre, era puro esnobismo.
Me había sentado en un portal para esperar que todo pasa­ra, pero el tiempo es lo más viejo que hay y va muy despacio. Cuando las personas sufren, se les agrandan los ojos y tienen más expresión que nunca. La señora Rosa tenía los ojos cada vez más grandes y más parecidos a los de los perros que te mi­ran cuando les das un puntapié, sin saber por qué. Los estaba viendo desde allí, a pesar de estar en la calle Ponthieu, cerca de los Campos Elíseos, donde están las tiendas elegantes. Sus ca­bellos de preguerra se le caían cada vez más, y cuando se en­contraba con fuerzas para seguir peleando me pedía que le buscara una peluca nueva de pelo de verdad para parecer una mujer. Su vieja peluca también estaba hecha un asco. Porque hay que decir que se estaba quedando calva como un hombre; al mirarla te dolían los ojos, porque las mujeres no están hechas para esto. Quería una peluca roja que era el color que mejor le sentaba a su tipo de belleza. No sabía dónde mangarla. En Bel­leville no hay tiendas de esas que llaman institutos de belleza. En los Campos Elíseos no me atrevo a entrar. Hay que pre­guntar, dar la medida, una mierda.

Me sentía fatal. Ni siquiera tenía ganas de tomar una Coca-Cola. Intentaba convencerme de que no había nacido ese día más que otro y de que el cuento del cumpleaños no es más que un convencionalismo colectivo. Me puse a pensar en mis ami­gos, el Mahoute y el Shah, que curraba en una gasolinera. Cuan­do se es un crío, para ser alguien hay que ser muchos.
Me tumbé en el suelo, cerré los ojos y empecé a hacer ejer­cicios para morir, pero el cemento estaba frío y tuve miedo de pillar una enfermedad. Conozco a tipos que en mi caso se en­dilgan un buen lote de mierda, pero yo no voy a lamerle el culo a la vida para ser feliz. Yo a la vida no la maquillo, me cago en ella. No nos llevamos bien.

La vida ante sí
Romain Gary (Émile Ajar)
Traducción:  Ana María de la Fuente
deBolsillo, 2008
páginas: 80-81

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