ilustración:
Manuele Fior
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“Normalmente entre nosotros hablábamos en
judío, en árabe o, delante de los extraños o cuando no queríamos que nos
entendieran, en francés, pero ahora la señora Rosa mezclaba todas las lenguas
de su vida y me hablaba en polaco, que era su lengua más antigua y la que ahora
recordaba, porque ya se sabe que lo que más recuerdan los viejos es su
juventud. Bueno, ella, exceptuando la escalera, todavía se defendía. Pero no
todos los días estaba bien, y había que ponerle inyecciones en la nalga. Era
difícil encontrar a una enfermera lo bastante joven para subir seis pisos, y
ninguna resultaba barata. Yo hice un trato con mi amigo el Mahoute, que se
inyectaba legalmente porque era diabético y su estado de salud se lo permitía.
Era un buen tipo que se había hecho a sí mismo, pero muy negro y muy argelino.
Vendía transistores y demás productos de sus robos, y en sus ratos libres iba a
desintoxicarse a Marmottan, donde tenía entrada libre. Fue a casa a ponerle la
inyección a la señora Rosa, pero por poco acaba mal porque se equivocó de ampolla
y le largó en el culo la ración de heroína que él se guardaba para el día en
que acabara su desintoxicación.
Enseguida me di cuenta de que allí pasaba
algo raro, pues la judía nunca había estado tan encantada. Primero se asombró
mucho y después se sintió muy feliz. A mí hasta me dio miedo porque me parecía
que no iba a volver, pues cualquiera hubiera dicho que estaba en el cielo. A mí
que no me vengan con heroína. Los tipos que se inyectan se convierten en
adictos a la felicidad, y eso no perdona, ya que a la felicidad se la conoce
por su escasez. Para inyectarse hace falta tener ganas de ser feliz y eso solo
puede ocurrírsele a un auténtico gilipollas. Nunca me he puesto hasta arriba y
si algunas veces he fumado marihuana con los amigos ha sido por educación, a
pesar de que es a los diez años cuando los mayores le enseñan a uno esas cosas.
Y es que a mí la felicidad no me tira. Sigo prefiriendo la vida. La felicidad
es una inmundicia y habría que enseñarle a vivir. La felicidad no va conmigo.
Nunca hice política, porque eso siempre beneficia a alguien, pero me parece que
tendría que haber leyes que impidieran que la felicidad hiciera de las suyas.
Solo digo lo que pienso y puede que me equivoque, pero no seré yo el que vaya a
inyectarse para ser feliz. Mierda. No voy a hablarles de la felicidad porque no
quiero tener una crisis de violencia, pero el señor Hamil dice que tengo
aptitudes para lo inefable. Dice que es en lo inefable donde hay que buscar, y
que allí es donde se encuentra.
El mejor medio de procurarse mierda de esa, y
eso es lo que hacía el Mahoute, es decir que no te has inyectado nunca; entonces
te dan una inyección gratis, porque nadie quiere sentirse solo en la desgracia.
Parece mentira la de tíos que han querido ponerme la primera inyección, pero yo
no estoy para ayudar a vivir a nadie, ya tengo bastante con la señora Rosa. No
seré yo quien se arriesgue a entrar en la felicidad antes de haberlo intentado
todo para salir de ella.
Como les decía, fue el Mahoute —que es un
nombre que no quiere decir nada y por eso le llamábamos así— quien puso a la
señora Rosa su dosis de HLM, que es como llamamos nosotros a la heroína, por la
región de Francia en la que se cultiva. La señora Rosa se quedó prodigiosamente
pasmada y entró después en un estado de satisfacción que daba pena. Figúrense,
una judía de sesenta y cinco años. Lo que le faltaba. Yo salí corriendo en
busca del doctor Katz, porque con esa porquería te expones al peligro de la
sobredosis y entonces te vas al paraíso artificial. El doctor Katz no pudo
venir porque tenía prohibido subir seis pisos, salvo en caso de muerte. Llamó
por teléfono a un médico joven que conocía y este se presentó al cabo de una
hora. La señora Rosa estaba babeando en su butaca. El médico me miraba, como si
no hubiera visto en su vida a un chiquillo de diez años.
—¿Qué
es esto? ¿Un parvulario?
Me dio pena, con aquella cara amoscada, como
si no pudiera creer lo que veía. El Mahoute se revolcaba por el suelo llorando
porque era su felicidad lo que le había largado en el culo a la señora Rosa.
—Pero
¿cómo es posible? ¿Quién le ha dado la heroína a esta señora?
Yo lo miraba sonriendo con las manos en los
bolsillos, pero no le dije nada. ¿Para qué? Era un joven de treinta años que no
sabía nada de la vida.”
La vida ante sí
Romain Gary (Émile Ajar)
Traducción: Ana
María de la Fuente
deBolsillo, 2008
páginas: 71-73
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