23 d’ag. 2020

la vida ante sí: cuatro

ilustración:
Manuele Fior

Normalmente entre nosotros hablábamos en judío, en ára­be o, delante de los extraños o cuando no queríamos que nos entendieran, en francés, pero ahora la señora Rosa mezclaba todas las lenguas de su vida y me hablaba en polaco, que era su lengua más antigua y la que ahora recordaba, porque ya se sabe que lo que más recuerdan los viejos es su juventud. Bueno, ella, exceptuando la escalera, todavía se defendía. Pero no todos los días estaba bien, y había que ponerle inyecciones en la nalga. Era difícil encontrar a una enfermera lo bastante joven para subir seis pisos, y ninguna resultaba barata. Yo hice un trato con mi amigo el Mahoute, que se inyectaba legalmente porque era diabético y su estado de salud se lo permitía. Era un buen tipo que se había hecho a sí mismo, pero muy negro y muy argelino. Vendía transistores y demás productos de sus robos, y en sus ratos libres iba a desintoxicarse a Marmottan, donde tenía entrada libre. Fue a casa a ponerle la inyección a la señora Rosa, pero por poco acaba mal porque se equivocó de ampolla y le largó en el culo la ración de heroína que él se guardaba para el día en que acabara su desintoxicación.

Enseguida me di cuenta de que allí pasaba algo raro, pues la judía nunca había estado tan encantada. Primero se asombró mucho y después se sintió muy feliz. A mí hasta me dio miedo porque me parecía que no iba a volver, pues cualquiera hubiera dicho que estaba en el cielo. A mí que no me vengan con heroína. Los tipos que se inyectan se convierten en adictos a la felicidad, y eso no perdona, ya que a la felicidad se la conoce por su escasez. Para inyectarse hace falta tener ganas de ser feliz y eso solo puede ocurrírsele a un auténtico gilipollas. Nunca me he puesto hasta arriba y si algunas veces he fumado marihuana con los amigos ha sido por educación, a pesar de que es a los diez años cuando los mayores le enseñan a uno esas cosas. Y es que a mí la felicidad no me tira. Sigo prefiriendo la vida. La felicidad es una inmundicia y habría que enseñarle a vivir. La felicidad no va conmigo. Nunca hice política, porque eso siempre beneficia a alguien, pero me parece que tendría que haber leyes que impidieran que la felicidad hiciera de las suyas. Solo digo lo que pienso y puede que me equivoque, pero no seré yo el que vaya a inyectarse para ser feliz. Mierda. No voy a hablarles de la felicidad porque no quiero tener una crisis de violencia, pero el señor Hamil dice que tengo aptitudes para lo inefable. Dice que es en lo inefable donde hay que buscar, y que allí es donde se encuentra.

El mejor medio de procurarse mierda de esa, y eso es lo que hacía el Mahoute, es decir que no te has inyectado nunca; entonces te dan una inyección gratis, porque nadie quiere sentirse solo en la desgracia. Parece mentira la de tíos que han querido ponerme la primera inyección, pero yo no estoy para ayudar a vivir a nadie, ya tengo bastante con la señora Rosa. No seré yo quien se arriesgue a entrar en la felicidad antes de haberlo intentado todo para salir de ella.

Como les decía, fue el Mahoute —que es un nombre que no quiere decir nada y por eso le llamábamos así— quien puso a la señora Rosa su dosis de HLM, que es como llamamos nosotros a la heroína, por la región de Francia en la que se cultiva. La señora Rosa se quedó prodigiosamente pasmada y entró después en un estado de satisfacción que daba pena. Figúrense, una judía de sesenta y cinco años. Lo que le faltaba. Yo salí corriendo en busca del doctor Katz, porque con esa porquería te expones al peligro de la sobredosis y entonces te vas al paraíso artificial. El doctor Katz no pudo venir porque tenía prohibido subir seis pisos, salvo en caso de muerte. Llamó por teléfono a un médico joven que conocía y este se presentó al cabo de una hora. La señora Rosa estaba babeando en su butaca. El médico me miraba, como si no hubiera visto en su vida a un chiquillo de diez años.

—¿Qué es esto? ¿Un parvulario?
Me dio pena, con aquella cara amoscada, como si no pudiera creer lo que veía. El Mahoute se revolcaba por el suelo llorando porque era su felicidad lo que le había largado en el culo a la señora Rosa.

—Pero ¿cómo es posible? ¿Quién le ha dado la heroína a esta señora?

Yo lo miraba sonriendo con las manos en los bolsillos, pero no le dije nada. ¿Para qué? Era un joven de treinta años que no sabía nada de la vida.

La vida ante sí
Romain Gary (Émile Ajar)
Traducción:  Ana María de la Fuente
deBolsillo, 2008
páginas: 71-73

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