"Mientras camino, percibo a mis
espaldas las idas y venidas de un rumor inconforme. Aguanto el repicar de
nuevos pasos en silencio, hasta que mi inquietud formula dudas:
-¿Quién eres?
Pasa un
tiempo... Responde, paradójico:
- El otro que eres tú.
La extraña
frase repite letra a letra mis sospechas.
-¿Dónde estás?
- Lejos -me
dice, con un tono de voz conspiratorio.
Sigo ruta, arrastrando en la
marcha mis gastados zapatos. Sus palabras me dejan tranquilo. Certifican, sin
más, el final de mi fuga. Los relojes dormitan.
Je
suis autre
Arthur Rimbaud
prólogo a “La
promesa del alba”
por Adolfo García
Ortega
“Romain Gary siempre quiso hacer un gran homenaje a su madre, con la
que tuvo una estrechísima relación, ambigua, de dependencia y separación, en la
que basó toda su experiencia familiar. Una experiencia limitada, referida tan
sólo al vínculo filial, ya que no conoció a más parientes, y tampoco los
necesitó, aunque probablemente los deseó en muchas ocasiones. Ese homenaje
explícito a su madre y a la relación unifamiliar, de amor abnegado con ella y
por ella, es La promesa del alba, un
libro estrictamente de memorias que se lee como una novela. Gary, además,
escenifica el hecho del recuerdo, abriéndolo y cerrándolo en plena madurez,
cuando aún no ha cumplido los cincuenta años y parece decidido a crear
compartimentos estancos en su vida. El libro comienza y acaba en la playa de
Big Sur, en California, donde desempeña las funciones de cónsul de Francia, la
carrera de diplomático por la que siempre había suspirado su madre, incluso por
la que tan expresamente le había insistido que se decantara en el futuro,
cuando le decía siendo un niño, sin que viniera a cuento, «Tú serás algún día
embajador», como si fuese el máximo grado al que pudiera aspirar en Francia un
exiliado ruso que adopta la patria francesa. En aquella playa americana, el
niño hecho adulto, en la encrucijada de los años, evoca largamente la primera
parte de su vida. El libro lo empezó en México, en un viaje que hizo con su
mujer Lesley Blanch a finales de la
década de los cincuenta, pero su redacción definitiva coincide con una época de
su vida de transformación hacia lo desconocido. Se diría que con La promesa del alba cerraba una etapa
en la que quedaban atrás muchas cosas, y sobre todo algunas personas claves: su
madre, Nina; su mujer, Lesley. Ahora está enamorado, y
fatalmente, de la actriz Jean Seberg,
el gran amor del resto de su vida hasta su suicidio (el de ella primero, y unos
años después el de él mismo).
En 1960, el libro ve la luz en Gallimard. Es un punto final, ha
saldado cuentas con el pasado oscuro de donde procede. Y ha erigido un
monumento privado a su madre pero ofrecido a la luz pública. Sin embargo, no lo
ha hecho desde el rencor ni desde el psicoanálisis encubierto, sino que lo
empaqueta y almacena todo desde y para la felicidad ceñida al determinismo de
la acción, del dinamismo, pues Gary fue siempre, primero como Romain Kacew, su verdadero nombre, y
luego como Romain Gary, su nombre
literario, un hombre con una historia que contar, la de sus múltiples
transformaciones en diversos yoes, todos ellos seres que deciden hacer, actuar.
Como su madre, una actriz frustrada, una mujer que emprendió la transformación
de su vida contra el destino.
El libro relata los años de
infancia y de juventud de Gary hasta la Liberación, al final de la Segunda
Guerra Mundial. Y no deja de ser simbólico que culminen ahí sus memorias de
juventud, en la unión de la liberación de Francia y de su propia liberación
frente a su pasado. Culminaba también, en ese momento, la metamorfosis en héroe
francés por la que tanto había trabajado y sufrido su madre: el adolescente de
catorce años, Romain Kacew, judío, de padre desconocido, que ha huido del Moscú
natal, ha malvivido en Polonia y se ha instalado en Niza con su madre, Nina Kacew, modista, ambos con
pasaporte de refugiados, será, años más tarde, condecorado como héroe de la
Liberación por Charles De Gaulle, el
gran mito de madurez de Gary, su única referencia moral, política e histórica;
y su salvación del vacío existencial que siempre sabrá eludir Gary en vida,
hasta su entrega absoluta a la muerte, un 2 de diciembre de 1980, invadido por
un sentimiento de hastío.
Gary y su madre pasaron unos
años en Wilno, en la Polonia oriental. Allí Nina quería que el pequeño Romain
fuese violinista. En esos tiempos, ella hacía sombreros, y tuvo un gran éxito
con esa práctica, incluso fuera de la ciudad y hasta fuera del país, ya que se
había hecho con una clientela por correspondencia. La pequeña tortura que Gary
recuerda con respecto a las clases de violín, para el que el niño no tenía un
talento especial, hizo aflorar el espíritu inquebrantable y sólido como una
roca de su madre. Nina había dejado todo aquello por lo que había huido del shtetl para centrarse en su hijo, y por
eso era posesiva; había elegido a su hijo como el eje de toda su vida. Todo lo
sacrificó por él, y el símbolo de ese sacrificio está, precisamente, en los
breves párrafos que le dedica a la muerte de su madre al final del libro,
sorprendentes en extremo, como si fuesen el polo de atracción implícito al que
va orientada la narración de las memorias.
«Los primeros recuerdos de mi
infancia son un decorado teatral.» Su madre se dedicaba a la canción, al
teatro, pero no logró estudiar canto. Tenía un nombre artístico: Nina Borisovskaia. De las penalidades y
de su origen judío Nina no hablará nunca, porque dejará la aldea a los
dieciséis años para ir con una troupe de teatro de Moscú que viaja por Rusia, y
para ella ése será su nacimiento y su origen. Su dedicación al teatro, una
auténtica obsesión, supuso la ruptura con su mundo y el total aislamiento en el
que vivió, sin pasado ni raíces, siempre en un presente que iba hacia delante.
De Wilno se trasladaron a
Varsovia. En el libro, curiosamente, no citará nunca la Revolución rusa, en
medio de la que vivió sus primeros años y que Nina padeció en toda su esperanza
y su crudeza, ni hará mención de las persecuciones antisemitas que los judíos
sufrieron en Rusia y en Varsovia, ni se referirá a la Primera Guerra Mundial ni
a la guerra civil rusa de los años veinte, los grandes acontecimientos bélicos
coincidentes con su infancia y que afectan al orden subvertido del Imperio en
que nace. Apenas hace referencia a la dura miseria por la que pasa su madre en
Wilno y en Varsovia. Hay una voluntad de mantener una infancia feliz,
inventada, semiaristocrática, gozosa. Era el germen de la idea de ser otro, que
habrá de marcar toda la vida de Romain Gary y de sus personajes y heterónimos.
En Niza, adonde llegaron en 1928, tuvieron unos comienzos muy pobres, con
escasísimo dinero, malvendiendo las pocas joyas que Nina conservaba. La Niza de
esos años está inmersa en la atmósfera del mundo cosmopolita de la Costa Azul.
Un mundo extraño, que siempre es eludido por Gary, quien se centra, como primer
plano permanente, en el amor y los cuidados de la madre por el hijo, haciendo
que en realidad predomine una voluntad narrativa y melodramática, por encima de
la verdad rigurosa de una autobiografía.
En Niza, Nina se dedicará
nuevamente a los sombreros, montando su propio negocio. Pero ¿cómo es Nina? Es
una mujer alta, bien parecida, delgada, de ojos verdes, muy maternal. Ha
envejecido demasiado pronto y su ropa no es ostentosa, todo lo contrario.
Fumadora empedernida de Gauloises (como su hijo hará luego con los puros),
siempre viste como una viuda o una mujer que ha de guardar cierto luto. Es
diabética y padece constantes ataques que la ponen al borde de la muerte. De su
paso por Niza, una ciudad con una numerosa población rusa, escribe Dominique Bona: «Rusos en Niza, judíos
en la sociedad rusa, ateos entre los judíos, los Kacew no pertenecen a ningún
clan ni a ningún grupo; viven el uno para el otro, solos, al margen de toda
fraternidad de exiliados». El padre de Nina era relojero y ella nació en 1883.
Nina, además, ama todo lo que evoca a Francia (en Wilno enseñaba a cantar La Marsellesa
al pequeño Romain), se ha educado con esa cultura, sueña con Juana de Arco, ha leído a Flaubert y adora a Victor Hugo. Aunque procedía de una aldea judía de la Lituania
oriental y su lengua materna es el yiddish,
después de huir de su pueblo nunca hablará otros idiomas que el ruso y el
francés, tan distinguido. Huía también de los pogromos antisemitas que alcanzó
a ver de niña. Pero sobre todo huía de su destino, para inventarse otro nuevo
como actriz y cantante, y, después de todo, al final sólo fue madre el resto de
su vida. Nina, por compensación, quiso que su hijo fuese artista. Y también que
hiciera algo grande por Francia. Y ella, que amaba Francia, quería —y le
insistía en que se preparase para ello— que algún día fuera embajador de Francia.
Su ingreso en la carrera diplomática tal vez formó parte de esa promesa del
alba hecha a su madre.
Ella acabó abriendo una tienda
de alta costura en Niza, y contó en esa época con el apoyo de Ivan Moszhukin, famoso actor del cine
mudo, pero que se hundirá más tarde, con la llegada del sonoro, hasta el punto
de morir en la extrema miseria, olvidado por todos; Moszhukin ocupó durante un
tiempo el papel de padre del joven Romain. En el capítulo XIV cuenta la
historia de su verdadero padre, o hace, por primera y única vez, referencia a
él. Su padre había abandonado a su madre poco después de que él naciera. Su
nombre no se pronunciaba nunca en casa, y cuando lo hacían, evitaban continuar
la conversación. Era, pues, un mito en negativo, un fantasma. La madre estaba
muy dolida por aquella experiencia del abandono. Era un hombre que con gusto le
habría dado su apellido, pero tenía mujer e hijos, viajaba mucho, incluso había
ido a América en alguna ocasión. Gary llegó a verlo varias veces, y le parecía
—o ese recuerdo tenía— un buen hombre que no sabía cómo comportarse ante su
hijo bastardo (un poco de tristeza, un poco de reproche). Gary se intimidaba
ante él y, como escribe en La promesa
del alba, «bajaba la mirada y, no sé por qué, tenía la impresión de haberle
jugado una mala pasada». Pero no entró con peso en la vida de Gary hasta
después de su muerte. Le habían dicho a Romain, al acabar la guerra, que aquel
hombre que era su padre había muerto en una cámara de gas de un campo de
exterminio, junto con su mujer y sus dos hijos; eran, como él, judíos. Sin
embargo, tal como relata Gary, en 1956, después de ganar el Goncourt por Las raíces del cielo, recibió una carta
en la que le aseguraban que había muerto antes de entrar en la cámara de gas,
de camino al lugar del asesinato, y había muerto de miedo, a pocos metros de la
entrada. «El hombre que había muerto así no dejaba de ser un extraño, pero
aquel día se convirtió en mi padre para siempre.» Se humanizó.
Sin embargo, este hombre, su
verdadero padre, no es el hombre que le dio el apellido. Romain, que había
nacido el 8 de mayo de 1914 en Moscú, recibe el apellido del segundo marido de
Nina, de quien ella se acababa de separar, un judío llamado Lebja Kacew, una
figura que no tendrá presencia en la vida de Gary y a quien no llegará a
conocer nunca. No existirá entre Nina y Romain ninguna otra figura paterna;
Nina evitará enamorarse de otro hombre, tener una pareja, formar una familia en
Niza. Sólo la cercanía del actor Moszhukin tendrá un atisbo de ascendencia masculina
en su mundo (Gary llegó incluso a jugar ante los demás con la ambigua
posibilidad de contar que él era su padre secreto).
En 1933, Romain se matricula en
Derecho en Aix-en-Provence. Pasa tiempo en París, en esos años de su juventud,
y pasa el hambre de los bohemios; siempre está rodeado de bellas mujeres que
amplían el espectro de lo femenino, hasta entonces únicamente centrando en la
omnipresente Nina. Entra en la aviación, en Burdeos, en una escuadrilla de
cazas. El 13 de junio de 1940, todo se derrumba para Francia, después de la
«guerra de mentira» que la enfrentó contra la Alemania nazi. Cierto día vuelve
de reconocimiento y resulta herido en un bombardeo en el campo de aviación de
Tours. Se trata de una herida leve que le deja metralla en la pierna, pero
Romain sólo piensa en su madre, en verla y en que le toque ese trofeo. En ese
momento, además, se dio cuenta de que necesitaba liberarse de ella para ser él
mismo. Tras producirse la derrota, Gary va a África, al Marruecos de Meknes y
Casablanca (donde se reproduce el ambiente de la famosa película) para salir
hacia Inglaterra, a la Resistencia. Le impresiona de manera poderosa la llamada
de un nuevo padre de adopción: De Gaulle. La llamada por radio desde Londres,
el 18 de junio de 1940, a continuar luchando por la libertad es un hecho
fundacional para él, una nueva concepción.
En La promesa del alba hay muchos recuerdos de la camaradería entre
soldados, de los compañeros muertos en combate. Como piloto, será cedido a la
RAF y hará incursiones sobre Alemania y contra los submarinos italianos en
aguas de Palestina. En esa época termina su primera novela, Éducation
européenne, que se publica primero en inglés, en plena guerra y con
notable éxito. Al aceptar el manuscrito un editor inglés, Gary escribió: «He
nacido». Aparece una nueva vida, inesperada para él: la de escritor.
Recibe un telegrama de De Gaulle
con la concesión de la Cruz de la Liberación. A la hora de escribir y de
buscarse un nombre, el que de verdad le habría gustado tener, por eufonía o por
débito de hijo intelectual, era ése: Charles De Gaulle. Es el padre que no
tuvo, y al que adopta internamente mediante un juramento de lealtad. Su entrega
a Francia, la Francia amada por su madre, en realidad es una manera de
conseguir el reconocimiento de su padre, De Gaulle, quien al final lo condecora
con esa Cruz de la Liberación que es el símbolo del heroísmo. Por todo ello, es
obvio que el otro homenaje implícito del que Gary quiere dejar constancia en La promesa del alba es el homenaje al
general que lideró la Resistencia.
El libro de memorias, más o
menos impostadas, termina con una reflexión sobre Francia y la promesa hecha a
su madre: «No he desmerecido, he cumplido mi promesa y continúo. He servido a
Francia con todo mi corazón, porque es todo lo que me queda de mi madre, aparte
de una pequeña foto de carnet». Reconoce tener «la convicción de no haber
vivido en vano». Y el libro acaba con esta frase de círculo perfecto: «He
vivido». Aún le quedaban otras vidas.
Un poco antes ha estado en el
cementerio de Niza. Hacia el final del libro hay una sorprendente declaración
sobre su madre que no desvelaré porque en cierto modo es algo extremadamente
importante para comprender el grado de entrega al hijo por parte de Nina, y lo
mejor es que el lector lo descubra cuando el propio Gary ha querido que así
sea: en las últimas páginas. Se trata de un hecho que engrandece a su madre,
como la muerte de miedo de su padre lo humanizó ante su hijo. Pero Gary, en
realidad, es hijo de sí mismo y de De Gaulle. E incluso esta última paternidad,
encontrada en la política y la lucha, se la debe, una vez más, a su madre, que
hizo de él un patriota.
«Mi vida está llena de ocasiones
perdidas», escribirá al final Gary. Y vista ahora, con todos sus éxitos y
fracasos, con toda su lucha permanente contra la identidad borrosa, la frase se
llena de una melancólica certeza. En sus memorias aparece un yo diluido, un yo
nada enfático, marcado por una sincera realidad y una percepción crítica de sí mismo,
así como por el peso de su madre (extraña mezcla de ternura y opresión, a veces
grotesca, como la imagen con que el autor inicia sus recuerdos en La promesa del alba, la de verla llegar
en taxi desde Niza al lugar donde iba a alistarse para entrar en el ejército).
El propio Gary lo reconoce: «La realidad es que el “yo” no existe, que jamás
apunto al “mí”, sino que me limito a saltar por encima cuando vuelvo hacia él
mi arma preferida; a lo que ataco es a la condición humana, a través de todas
sus efímeras encarnaciones, a una ley que nos dictaron fuerzas oscuras». Quizá
por eso, cuando le preguntaron por qué siempre contaba historias contra sí
mismo, Gary respondió: «Pero no se trata sólo de mí. Se trata del yo de todos.
De nuestro pobre y pequeño reino del Yo, tan cómico, con su sala del trono y su
muralla fortificada».”
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