“Yo creo que los judíos son
personas como las demás, pero no hay que tenérselo en cuenta.
A veces no teníamos ni que
levantarnos para tocar el timbre porque la señora Rosa lo hacía sola. Se despertaba de repente, se sentaba sobre sus posaderas que eran más grandes
de lo que yo pudiera decirles y se quedaba escuchando. Luego saltaba de la
cama, se ponía el chal malva que tanto le gustaba y corría hacia la puerta. Ni
siquiera miraba si había alguien porque el timbre seguía sonándole dentro, que
es donde más duele. Unas veces bajaba unas cuantas escaleras o un piso y
otras se iba hasta el sótano, como ya tuve el honor de ver una vez. Al principio, creí
que habría escondido algún tesoro en el sótano y que lo que la despertaba era
el miedo a los ladrones. Siempre he soñado con tener un tesoro escondido en
algún sitio, bien protegido de todos y que pudiera descubrir cuando quisiera. Creo que un tesoro es lo mejor que puede haber cuando
es todo tuyo y lo tienes bien seguro. Había descubierto el sitio donde la señora
Rosa guardaba la llave del sótano y un día bajé a ver. No encontré nada. Muebles, un
orinal, sardinas, velas, lo que se necesita para alojar a una persona.
Encendí una vela y miré bien, pero allí no había más que las paredes con piedras que
enseñaban los dientes. Entonces oí un ruido y di un brinco, pero solo era la
señora Rosa. Estaba de pie en la puerta mirándome. No estaba enfadada, al contrario,
parecía querer disculparse.
—No debes decírselo a nadie, Momo. Dame eso.
Alargó la mano y me cogió la
llave.
—Señora Rosa, ¿qué es esto? ¿Por qué baja aquí todas las noches?
Ella se arregló las gafas y sonrió.
—Es mi segunda residencia, Momo. Anda, vamos.
Apagó la vela, me dio la mano y
subimos al piso. Después se sentó en su butaca con una mano sobre el corazón.
No podía subir los seis pisos sin quedar medio muerta.
—Júrame que nunca se lo dirás a nadie, Momo.
—Se lo juro, señora Rosa.
—¿Jairem?
Quiere decir lo juro en su
lengua.
—Jairem.
Luego, mirando a lo lejos, murmuró:
—Es mi escondite judío, Momo.
—Ah, bueno, está bien.
—¿Lo comprendes?
—No, pero no importa. Estoy acostumbrado.
—Es donde me escondo cuando tengo miedo.
—¿Miedo de qué, señora Rosa?
—Para tener miedo no hacen falta motivos, Momo.
Nunca se me ha olvidado. Es la
verdad más grande que he oído en mi vida."
La vida ante sí
Romain Gary (Émile Ajar)
Traducción: Ana
María de la Fuente
deBolsillo, 2008
páginas: 52-54
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